Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 20-X-2019, Auditorio Nacional. Tristan und Isolde (Richard Wagner). Franz van Aken (Tristán), Petra Lang (Isolda), Violeta Urmana (Brangania), Boaz Daniel (Kurwenal), Brindley Sherratt (El rey Marke), Roman Sadnik (Melot), Roger Padullés (Un marinero/Un pastor), Ángel Rodríguez Torres (Un timonel). Coro y Orquesta Nacionales de España. Director musical: David Afkham. Versión semiescenificada. Puesta en escena: Pedro Chamizo.
David Afkham -ya como director titular y artístico de la Orquesta y Coro Nacionales de España- abordaba su cuarta ópera en versión concierto al frente de la agrupación, después de El Holandés errante, Elektra y El castillo de Barbazul, que guió como director principal. Nada menos que Tristan e Isolda de Richard Wagner, fascinante creación (dentro de la idea de drama musical como «obra de arte total»), que consagra el concepto más trascendente de amor romántico, en su sentido filosófico- metafísico, que sólo puede plasmarse en otra dimensión, después de la muerte (considerada «supremo deleite»). El destino inexorable, la incomprensión y prosaica moral de los hombres, que no entienden ese amor total, provocarán que sólo pueda cristalizar mediante la muerte liberadora.
Por fin la ONE se decidió a colocar sobretítulos, cuya ausencia impidió que el público propio de su abono (poco avezado con el mundo lírico) se involucrara plenamente en otros títulos ofrecidos en concierto, no sólo los citados, también, por ejemplo, Las bacantes de Henze que se interpretó con una estupenda dirección musical de Kent Nagano.
Tristán e Isolda se presta bien a una versión en concierto o semiescenificada, pues es una obra estática en la que predomina el concepto filosófico-intelectual del destino implacable y el amor metafísico sobre la acción teatral –además de su fabulosa orquestación e importancia como anticipadora de la música del futuro. Sin embargo, uno no entiende bien que se convoque a un responsable de la puesta en escena. Total para que el Rey Marke salga por el patio de butacas al final del primer acto, un muy somero movimiento escénico, además de una iluminación de nivel discreto y unos trillados juegos de sombras mientras los cantantes se desenvolvían detrás de la orquesta. Al poco de comenzar el largo dúo de amor del segundo acto, los intérpretes se colocaron por delante de la formación orquestal donde se mantuvieron hasta el final. A pesar de la poco favorecedora acústica del Auditorio para las voces, pudo comprobarse que se les escuchaba algo mejor cuando se situaron delante de la orquesta.
En enero de 2016 David Afkham ofreció una notable lectura de El holandés errante, pero esta vez con una obra tan emblemática como el Tristán, los resultados han sido más bien decepcionantes. Cierto es que la Orquesta Nacional se mantuvo al buen nivel que nos tiene acostumbrados en las últimas temporadas con un sonido compacto, apoyado en una cuerda tersa y plena, bien sombreada y guarnecida en su sección grave, unos metales seguros (sólo anotar las pifias de las trompas en el interno al comienzo del segundo acto) y unas maderas sobresalientes, entre las que cabe destacar el clarinete bajo de Eduardo Raimundo Beltrán (espléndido en el monólogo del Rey Marke) y el corno inglés de José María Ferrero de la Asunción, al que ni siquiera el sonido de un móvil infame e inmisericorde le impidió completar una estupenda ejecución del solo del último acto.
Sin embargo, a la dirección de Afkham le faltó, por un lado, claridad en las texturas orquestales y la adecuada diferenciación de planos. Por otro lado, la aparente brillantez escondíó en realidad, más bien efectismo con algunos tempi erráticos y con la sensación de que el aparato sonoro se confundía con verdadero voltaje y clímax. El primer acto mantuvo cierta tensión, pero el segundo, además de no evocar esa atmósfera nocturna plena de misterio, resultó plano y anodino para culminar en un tercero más bien trivial. Afkham es joven y es probable que en un futuro nos depare un buen Tristán, sin embargo, a día de hoy, su labor resultó superficial y lo que es grave en esta creación, ayuna de sentido del pathos, emoción y trascendencia.
Tampoco contribuyó el muy flojo reparto en el que destacó son mucha diferencia sobre los demás, Violeta Urmana, que ha regresado a la cuerda de mezzo y se convierte en la primera cantante que veo en teatro como Brangania después de escucharla como Isolda (en el Teatro Real, Febrero de 2014.). La cantante Lituana acreditó su impecable colocación, centro carnoso, primer agudo con brillo y metal, emisión canónica, morbidísima, así como timbre bello y esmaltado. Fabulosos sus avisos durante el dúo de amor, un pasaje basado en valores largos, notas mantenidas, en los que Urmana demostró la firmeza de su emisión. Fue el mejor momento de la noche.
En cuanto a Petra Lang, uno quiere ser justo y valorar su entrega interpretativa en un papel que conoce bien y ha abordado en lugares de postín (incluido el Festival de Bayreuth) en los ultimos años. El problema es que la antes mezzosoprano, que cantaba Cherubino de Las Bodas de Figaro y que hace ya años se ha pasado a repertorio de soprano dramática, presenta un estado vocal cercano a lo comatoso. Lang, con un timbre leñoso y desgastadísimo, grave inexistente, centro agujereado y agudos agrios y cercanos al grito (bien es verdad que atacó con valentía y mantuvo los si naturales agudos de la narración y maldición del primer acto, que tantas sopranos apenas rozan) emitió un buen puñado de sonidos duros, abiertos, fijos y esforzados, totalmente ingratos para el oído. Su Escena final, el liebestod (muerte de amor) una de las cumbres de la historia de la ópera, estuvo lejos (también la batuta) de transmitir esa transfiguración que experimenta el personaje.
Del mismo modo no se puede negar la honradez del tenor holandés Franz van Aken que pudo llegar al final, ya muy agotado (y eso que se reservó lo suyo en el primer acto) en un tercer acto que es extenuante para el tenor, pero qué timbre más árido y áfono, por no hablar de la emisión retrasada y esos agudos estrangulados, además de la falta de personalidad. Muy rudo el Kurwenal de Boaz Daniel con un material de cierto grosor, pero opaco y sin mordiente. Mucho mejor el Rey Marke de Brindley Sherratt (que impactó hace unas temporadas en el Teatro Real con su caracterización del pérfido John Claggart en la ópera Billy Budd de Britten). Bien es verdad que acredita más decibelios, que rotundo empaste y densidad de bajo y sus agudos resultan algo apretados, pero supo acentuar adecuadamente su espléndido monólogo del final del segundo acto, dotando a su intervención de ese dolor hondo, pero sobrio y contenido, en un personaje nobilísimo, áulico y señorial. Roger Padullés resolvió bien tanto sus difíciles frases a cappella al comienzo de la obra, a continuación del preludio, como las del pastor en el último acto.
El público correspondiente al habitual abono de los Sábados de la ONE, en este caso recolocado en el concierto del Domingo, pues sólo hubo dos y no los tres de rigor, pareció descubrir tan fascinante obra en su integridad y golpeado por la irresistible atracción de la misma ovacionó con entusiasmo.
Foto: Rafa Martín / OCNE
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