Daniil Trifonov, Julia Fischer y Yulianna Avdeeva conquistan en el Konzerthaus de Viena
Piano con mayúsculas
Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena. Konzerthaus. 4-XII-2023. Daniil Trifonov. Suite en la menor de Jean-Philippe Rameau. Sonata en fa mayor de Wolfgang Amadeus Mozart. Variations sérieuses de Felix Mendelssohn Bartholdy. Sonata en si bemol mayor «Hammerklavier» de Ludwig van Beethoven. Viena. Konzerthaus. 6-XII-2023. Julia Fischer (violín), Yulianna Avdeeva (piano). Sonata para violín y piano nº 1 en re mayor, op. 12-1 de Ludwig van Beethoven; Sonata para violín y piano de Aram Khachaturian; Andante para violín y piano, op. post. de Eugène Ysaÿe; y Sonata para violín y piano en La mayor de César Franck.
Cuando aún no se habían apagado los ecos del concierto de Martha Argerich, Janine Jansen y Mischa Maisky el día anterior en el Musikverein, y con la ciudad completamente blanca tras la primera nevada seria del otoño, el Konzerthaus se vistió de gala para recibir, con todo el papel vendido, por un lado a Daniil Trifonov, uno de los pianistas del momento, asentado entre los grandes desde hace unos 10 años, y un par de días después a la excelente violinista Julia Fischer, una de las grandes de su instrumento y habitual de la casa desde que hace 20 años debutara aquí con Herbert Bloomstedt. Trifonov, de quien reseñamos el recital que dio en mayo con su maestro Sergei Babayan venía solo, mientras que Fischer venía acompañada por la pianista rusa Yulianna Avdeeva, ganadora de la edición 2010 del célebre Concurso Frédéric Chopin, donde superó al propio Trifonov, y que hasta la fecha se había prodigado poco por aquí.
Cada nuevo recital de Daniil Trifonov sorprende más por su madurez, por su capacidad de hacer música -y no fuegos artificiales- y por su facilidad para lograr una comunión absoluta con los espectadores, y menos por la exhibición de sus portentosos medios técnicos, su brillantez, su belleza de sonido, su enorme gama dinámica o su control exquisito de la pulsación, que le permiten hacer lo que quiere con el teclado. Y eso que también observamos lo poco que cuida su imagen. En su recital con Babayan mencionamos su presencia seria, taciturna, desaliñada e incluso rehuyendo la mirada del público, pero es algo que ni a él, ni parece que a la audiencia, le preocupe.
El programa se cerraba con una obra superlativa por intensidad, complejidad y duración, la Hammerklavier beethoveniana. Trifonov, en vez de plantear una primera parte asequible que le permitiera ir calentando poco a poco con riesgos limitados, no dio tregua. Planteó una primera parte sin concesiones: densa, compleja por los diferentes estilos de las obras y bastante larga.
Hace ya mas de veinticinco años que su compatriota -y desde el verano pasado también nuestro- Grigory Sokolov nos descubrió a los que no somos muy amigos del clavecín, las Nuevas suites de piezas de Jean-Philippe Rameau con sus diversas danzas de época – alemanas, zarabandas o gavotas entre ellas– siempre llenas de florituras y ornamentos. También nos mostró lo bien que suenan en el piano, aunque obviamente no suenen como en su día se concibieron. Trifonov huyó de la alaraca con un pianismo contenido y que aunque diferenció los tempi de cada una, fueron en general morosos, tranquilos, como recreándose en ellos. Quizás por contraste, quizás por convicción, en la Sonata en fa mayor mozartiana fueron bastante rápidos, vivos y alegres, no solo en los movimientos extremos, sino también en un Adagio bien fraseado pero algo agitado de más. Casi sin dar tiempo ni para respirar, Trifonov atacó las Variations sérieuses de Mendelssohn, obra con dieciocho breves variaciones sobre un tema inicial, con un brío y una tensión que nos fueron ganando por momentos, expresivas y excelentemente fraseadas, todo con una brillantez y un sonido exquisitamente cuidado.
Si la Hammerklavier es una obra colosal en cualquier lugar del mundo, en Viena está rodeada de una especie de mística. Se escribió aquí, ciudad en la que el de Bonn vivió más de la mitad de su vida. Y justo enfrente del Konzerthaus se encuentra la Beethovenplatz con la imponente estatua de bronce del compositor realizada en 1880 por el escultor Kaspar von Zumbusch, y que momentos antes del concierto mostraba una idílica estampa navideña cubierta de nieve. Una vez entras en el gran vestíbulo del edificio te encuentras con la maqueta original que el escultor hizo un par de años antes y que le sirvió de ejercicio para acometerla. No hay otro compositor que esté más presente, y tienes la sensación de que te está vigilando y más cuando te enfrentas a una obra como ésta, de las que significaron un antes y un después. En ella, Beethoven se muestra arrollador, enigmático, con ganas de pasar página y dejar atrás toda la herencia anterior y establecer lo que va a ser el futuro. Algo que en el teclado consigue de manera definitiva un par de años después con la última de sus sonatas, la nº 32 en do menor, la op. 111. Es algo similar a lo que para la orquesta había significado la Sinfonía Heroica o lo que cinco años después significarán sus últimos cuartetos. Un Beethoven visionario, rabiosamente rompedor, que hoy, doscientos años después, sigue sonando más moderno que la mayor parte de las composiciones actuales.
Aunque el aspecto de Daniil Trifonov cuando se sentó al piano tras el descanso era similar al de la primera parte, su actitud ya no era la misma. Trifonov se mostró enérgico y brillante en un Allegro inicial de diseño claro y conciso, construcción imponente, y sonido pleno y redondo, perfectamente contrastado. En el Scherzo, virtuoso e intenso, nos dejó atónitos con la claridad que conseguía tras las realizar las imponentes escalas en forte con una digitación inmaculada. Por si quedaba alguna duda, el Adagio sostenuto nos reveló el magnífico músico que es el ruso. Denso, claro, Trifonov jugó con las notas, con las teclas, construyendo un movimiento precioso, de orfebre absoluto, por momentos melancólico, por momentos otoñal, siempre intenso y emocionante, imagen viva del Beethoven genio incomprendido de esa época final de su vida. Escalofriante fue la transición de las notas finales del Adagio al Largo con el que arranca el movimiento final, como poco a poco fue entrando en el Allegro conclusivo, como ejecutó el tremendo crescendo de acordes, y como finalmente nos desgranó la espeluznante fuga final a tres voces. Una Hammerklavier que no olvidaremos.
La verdad es poco mas se puede decir tras una obra así, pero la gente le pedía bises y él se los dio. Tres en concreto. Si el ahora denostado Denis Matsuev nos solía asombrar con sus improvisaciones sobre el Take the A train de Duke Ellington, a Trifonov parece gustarle más el genial Art Tatum y sobre su I cover the waterfront desgranó su imaginación y sus dedos. A continuación fue el turno del Andante de la Tercera Sonata de Scriabin, para concluir con el Galope y el epílogo de las Variaciones sobre un tema de Chopin de Frederic Mompou. Al salir del Konzerthaus, y caminar de camino a casa junto a la escultura de Beethoven, me pareció ver una leve sonrisa en sus ojos.
Pero el piano con mayúsculas sigue y no para en la ciudad. Dos días después regresamos al Konzerthaus para ver a la gran violinista Julia Fischer y a diferencia de lo que suele -solía- ser habitual en solistas de mucho renombre -traer un buen acompañante pero no tanto, no vaya a ser que te vaya a eclipsar-, y no es necesario que demos nombres, nos encontramos con que su partenaire en esta ocasión era una pianista absolutamente excepcional. Era la primera vez que me encontraba con Yulianna Avdeeva y la impresión no ha podido ser mejor. Elegante, precisa, con un sonido cuidadísimo que no le impide ser contundente o temperamental, con una articulación admirable y con una mano izquierda impresionante, la música le surge natural, sin ningún artificio innecesario. Además por lo visto esta tarde, hubo mucha química con la Fischer. Las dos parecieron disfrutar una de la otra, y es que cuando dos músicos de primera se encuentran y quieren trabajar juntos, la magia suele surgir.
La Primera sonata de Beethoven fue clara, impecable y musical, pero que no dejó de ser un mero calentamiento. Con la de Aram Khachaturian empezó un auténtico tour de force, en el que cada una sacaba lo mejor de la otra. Poco se suele oír del músico georgiano mas allá de sus conocidos ballets Gayaneh y Espartaco llenas de danzas y canciones exóticas, ya sean armenias, caucásicas, georgianas o kurdas. Sin embargo, el lenguaje que nos muestra en su Sonata para violín, obra de primeros de los años 30, anterior a las resoluciones antiformalistas soviéticas de 1932, es rapsódico, con cambios continuos de ritmos y lleno de disonancias atractivas que le dan por momentos un carácter evocador, por momento otro mas brillantes. Ambas solistas navegaron sin problemas por la partitura captando su esencia musical, ese viaje iniciático hacia ninguna parte «rubato y expresivo» con que arranca, y la exuberancia de sonidos y ritmos del movimiento final, exigente y seductor.
Tras el descanso, Yulianna Avdeeva le cedió el protagonismo a Julia Fischer en el Andante póstumo de Eugène Ysaÿe, una melodía de carácter melancólico que la alemana cantó de manera primorosa y donde la rusa exhibió el amplio cromatismo encargado al piano. A su vez, Eugène Ysaÿe fue el dedicatario de la célebre Sonata en la mayor, una de las cimas del género, que el compositor César Franck le regaló el día de su boda. Avdeeva hizo magia en la breve introducción del piano preparando la preciosa entrada de Julia Fischer, que cantó el célebre tema introductorio que se repite a lo largo de la obra. Las preguntas y respuestas entre violín y piano fueron ahora dulces, ahora misteriosas, siempre encantadoras. En el Allegro posterior, tocado de poder a poder, Avdeeva arrancó de manera enérgica el tema inicial, perfectamente respondido por Fischer. Ambas cantaron emotivamente el segundo tema punteado mientras en el tercero, de belleza arrebatadora ambas parecieron fundirse hasta que empiezan las repeticiones, para continuar hasta llegar a un final soberbio. El tercer movimiento, de una absoluta libertad, fue precioso. El Rondó final, un allegretto alegre y contagioso fue un perfecto colofón a una interpretación brillante, que como era de esperar, no terminó ahí.
Ante los muchos aplausos, el primero de los bises fue otra demostración de un recital bien pensado para mostrar las virtudes de ambas. El célebre Scherzo de la Sonata FAE, aportación de Johannes Brahms a la obra que junto a Robert Schumann y Albert Dietrich regalaron al virtuoso violinista Joseph Joachim, es una obra vibrante y energética donde tanto Fischer como Avdeeva combinaron un virtuosismo de primer nivel con una musicalidad exquisita, que de nuevo provocaron una oleada de vítores y aplausos. Se hicieron de rogar, pero terminaron por ceder a las demandas del respetable y dar de manera muy cálido esa joyita que es el Souvenir d'un lieu cher de Tchaikovsky.
Y así terminó una velada inolvidable en la que descubrimos a una pianista excelente, disfrutamos de ella y de la gran Julia Fischer, cuando aun no nos habíamos bajado de las nubes a las que nos había elevado Daniil Trifonov un par de días antes, o Martha Argerich el día anterior. Por cierto, para quien esté por Viena en febrero o marzo, la argentina volverá al Konzerthaus.
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