Crítica de Álvaro Cabezas del recital de Daniil Trifonov en el Teatro de la Maestranza de Sevilla
Un genio retraído, una música inolvidable
Por Álvaro Cabezas
Sevilla, 12-II-2025. Teatro de la Maestranza. Daniil Trifonov, piano. Programa: Sonata para piano en do sostenido menor, op. post. 80 de Piotr Ilich Tchaikovsky; selección de valses de Frédéric Chopin; Sonata para piano, en mi bemol menor, op. 26 de Samuel Barber; y Suite del ballet de La bella durmiente (arr. por Pletnev) de Piotr Ilich Tchaikovsky.
Comparecía Daniil Trifonov en Sevilla con un programa de considerable contundencia pianística, digno de su fama de genio consagrado. Lo más sorprendente de lo vivido el pasado miércoles en el Maestranza fue la naturalidad, la convicción y la determinación con la que encaró el conjunto de piezas del recital. El pianista salió y tras una leve inclinación corporal al público, acometió con rapidez la Sonata para piano en do sostenido menor, op. post. 80 de Tchaikovsky sin concesiones, uniendo los movimientos y ofreciendo un final cortante que sorprendió a todos, sobre todo por la actitud del ruso, que quedó con los brazos en alto, en éxtasis. La música había resultado exuberante, pero el sonido parecía un tanto seco y la actitud ensimismada y concentrada de Trifonov, exenta su atención del repertorio de sonidos que se ofrecieron desde el patio de butacas en una de las noches menos silenciosas de las que recuerdo por parte del respetable, no ayudó del todo a la transmisión de la música.
No sé si por ello o simplemente como característica de su personalidad, el artista se levantó, salió momentáneamente entre aplausos y volvió inmediatamente a sentarse para atacar uno tras otro y sin solución de continuidad los valses chopinianos (el Póstumo; y los op. 70, nº 2; op. 64, nº 3; y op. 34, nº 2) que dejaron el mejor regusto cosechado en la primera parte. ¿Lo hizo para evitar las toses o los aplausos? En cualquier caso, la música no respiraba y es muy improbable que el oyente pudiera captar y comprender todas esas notas sin las debidas pausas. La ejecución era soberbia, la digitalización perfecta, pero quizá el intérprete podría haber dotado algunas de estas elegantes melodías de cierta morosidad y delectación y de menos mecanicismo. Hubo asombro, pero nunca belleza ni sobrecogimiento.
Todo esto cambió un poco en la segunda parte. La sonata para piano de Barber ofreció en sus cuatro movimientos no sólo seguridad, personalidad y belleza, sino muchos retazos de música country y ecos del jazz y del swing. Resultó brillante y gustosa, pero, sin duda, lo mejor de la noche vino con la suite del ballet de La bella durmiente en arreglo del también pianista Mikhail Pletnev. Aquí Trifonov parecía otro. Hubo sosiego en el andante, inocencia en la danza de los pajes, distinción en la Visión, carácter juguetón en El gato con botas y La gata blanca, Caperucita Roja y el lobo y grandiosidad en el finale. Casualmente fue la pieza del concierto que concitó mayor atención por parte del público, cuando estuvo más silencioso y reaccionando a los movimientos más expresivos de Trifonov, que hacía pausas dramáticas llenas de encanto y profesionalidad. Cuando terminó se dejó aplaudir algo más y ofreció tres propinas interesantísimas, haciendo un pequeño gesto cómplice a la platea al finalizar uno de los escuetos preludios de Chopin.
Trifonov raya a una altura superlativa, no sólo por su capacidad, sino por su valentía. Está en la cúspide de la preeminencia pianística y su dedicación y compromiso con el instrumento rey está fuera de toda duda. Somos afortunados porque ofrezca ese modelo a profesionales de la música y a jóvenes estudiantes. Lo dice todo con sus manos y se escapa de los focos y de las fotografías con nerviosa humildad o con cierto desinterés por el reconocimiento. Parece entender el piano como el ejercicio de la religión de la que él sería su pontífice máximo, aunque, eso sí, revestido de un estricto ascetismo. Pocos pianistas se adueñan hoy tanto de su instrumento para ofrecer su arte, pero no de cara a la galería con el despliegue de fuegos artificiales (a lo Yuja Wang), sino como virtuosístico modelo de ejecución y garantía de éxito.
Fotos: Guillermo Mendo / Teatro de la Maestranza
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