Por José Amador Morales
Baden-Baden. Festpielhaus. 26 de Marzo de 2018. Franz Schubert: Prometheus, D.674; An die Musik, op.88/4-D.547; Erikönig, op.1-D.328; Memnon op.6/1-D.541; An Schwager Kronos op.19/1-D.369; Wo bin ich… O könnt’ ich, del oratorio “Lazarus” D.689. Richard Strauss: Una sinfonía alpina, op.64. Gerald Finley, barítono. Orquesta Filarmónica de Berlín. Daniel Harding, dirección musical.
En el verano de 1879 el joven Richard Strauss, de quince años, emprende una caminata hacia el pico de Heimgarten, en Baviera, de casi 1.800 metros. Al descender, le sorprende una gran tormenta que le hace perderse y buscar durante horas el camino de regreso bajo la lluvia. Posteriormente escribe a un amigo que la experiencia había sido tan estimulante que al día siguiente la plasmó musicalmente al piano según la técnica wagneriana. Fue el germen del poema sinfónico que estrenaría en 1915 bajo el título Una sinfonía alpina, el último compuesto por el compositor muniqués, si bien treinta años antes de su óbito y ya disfrutando de éxitos que lo consagraron en vida como Salome o Elektra. Así pues, esta y otras experiencias senderistas por los Alpes bávaros, que tanto conocía y amaba Strauss, son sublimadas de alguna manera en esta obra programática que prima más la expresión de la emoción que la imagen o impresión en sí. Considerada por él mismo como su mejor trabajo de orquestación, requiere un mínimo de 107 músicos (cifra que es posible aumentar mediante ciertos desdobles que el propio Strauss contempló) para recorrer musicalmente esta “excursión musical” diseñada a través de diversos leitmotiv (sol, agua, noche…).
La versión que aquí comentamos a cargo de la Filarmónica de Berlín fue pura lujuria musical, si se nos permite la expresión. Pocas veces uno puede asistir a una interpretación en la que desde el principio y de manera progresiva se va sintiendo atrapado por el discurso expresivo de una obra, ya sea al hilo de su esencia meramente programática o simplemente dejándose turbar por las emociones que les suscita por sí misma. Y además de forma colectiva, pues la respuesta del público que llenaba la sala durante – en un clima casi hipnótico – y después de la intepretación – despertando del embeleso en forma de delirium tremens – así lo evidenciaba. La precisión de los tensísimos trémolos de la cuerda, el equilibrio de los metales casi de otro mundo, las actuaciones individuales de primer nivel y tantos, tantísimos detalles de extrema belleza sónica. Simplemente… era la Filarmónica de Berlín. Con justicia la audiencia aclamó a las distintas secciones y solistas como lo que eran: los grandes triunfadores de la noche por encima del propio director musical.
Éste fue Daniel Harding, quien comenzó su carrera como asistente de Simon Rattle en la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Birmingham y de Claudio Abbado en la misma Filarmónica de Berlín. A menudo sobrevalorado, es de justicia reconocer que tiene mano con esta obra straussiana como ya lo demostrara con una versión discográfica que en su día sorprendió a propios y extraños (Decca, 2012). El director de Oxford confirmó que posee más técnica que creatividad, si bien su comprensión idiomática de la partitura favoreció un clima evocador generado mediante el equilibrio y transparencia de texturas. A pesar de su lirismo a menudo enfático, con algún glissando de más, el desarrollo melódico fue natural y, sobre todo, supo organizar las infinitas riquezas tímbricas y expresivas de una Filarmónica de Berlín en estado de gracia.
Más prosaico se había mostrado Harding en la primera parte formada por una bella selección de lieder de Schubert y en la que cedió todo casi el protagonismo a Gerald Finley. Demasiado, pues las orquestaciones de Johannes Brahms, Max Reger o Anton Webern (este último en el hermoso Du bist die Ruh ofrecido fuera de programa) son verdaderas joyas y daban mucho más de sí. El barítono canadiense, que estos mismos días encarna el personaje de Amfortas en la producción de Parsifal ya comentada en Codalario, puso de manifiesto sus credenciales como liederista en base a una línea de canto elegante y muy musical (Memnon; An Schwager Kronos) así como una sabia dosificación del mensaje dramático que destila cada una de las páginas (Erikönig) que desembocó en una impactante y operística interpretación de la escena del oratorio Lazarus.
Foto: Monika Rittershaus
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