Artículo de Aurelio M. Seco sobre el CD de Daniel Barenboim y la Staatskapelle Berlin dedicado a las sinfonías de Robert Schumann
Las cuatro últimas canciones
Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
El último disco grabado por Daniel Barenboim se ha convertido en un documento importantísimo tras su anunció de dejar la música por cuestiones de salud. No se sabe si el abandono es momentáneo o definitivo pero hay en la atmósfera cierta negatividad de fondo por la manera en que dio a conocer la noticia. «Mirando hacia atrás y hacia adelante», explicaba el maestro argentino, «no sólo estoy contento, sino profundamente realizado». El disco es un trabajo dedicado a Schumann, genio todavía incomprendido, que sirve para festejar el aniversario de Barenboim quien, pasado mañana, martes 15 de noviembre, cumple 80 años. Es la tercera vez que graba estas sinfonías, la segunda con la Staatskapelle Berlin.
El CD contiene las cuatro obras, puestas en sonido por un conjunto que Daniel Barenboim catapultó a la primera categoría mundial de las orquestas, una institución que se ajusta a su melos como un guante después de tantos años trabajando juntos. La Staatskapelle suena a Barenboim como la Filarmónica de Múnich sonaba a Celibidache o la de Berlín a Karajan.
¿Qué se puede decir en pocas palabras de las sinfonías de Schumann? Que estamos ante obras de arte misteriosas, no sólo por el ignorabimus sino también por el ignoramus actual y actualista. Ya no se escuchan estas obras ni creemos que se hayan escuchado demasiado nunca. En el siglo XXI, época politizada por excelencia, la «música democrática» se nos ha devorado a Schumann, Muti, Mehta y Barenboim, hasta dejarlos un tanto apartados de las primeras planas informativas, como productos de otro tiempo elaborados hoy únicamente para los paladares más añejos y exquisitos. En los principales espacios de los periódicos e informativos se nos han colado otros protagonistas musicales, y la Idea de Música Clásica del presente no es clara ni distinta. Es un mito al que se le supone una realidad inexistente en realidad.
Schumann está, sin duda, en otro orden de cosas. En estas sinfonías se percibe, con claridad, lo común de este genio sin par, con Brahms. Hay un alma schumaniana en Brahms y un alma brahmsiana en Schumann, espíritu triste y nostálgico, revolucionario goethiano que aspiró, sin poseer todavía el Cuerpo esencial, al misterio de Bruckner. Es una búsqueda religiosa y a pecho descubierto que, con generosidad suprema y verdadero amor, si es que se puede hablar así, nos envuelve siempre con una media sonrisa, sin acabar de entenderlo todo.
Hay un contraste de un potencia enorme entre la naturaleza del arte de Daniel Barenboim y el de Schumann. Una armonía de contrarios que en los movimientos lentos, mágicos en la primera y segundas sinfonías, emergen claros como el mar en la Tierra. La poética de Barenboim, que posee una fuerza titánica, institucionalizada, telúrica, se percibe en estas versiones sin mácula, apasionadas, refulgentes, aunque el melos de Schumann nos parezca con frecuencia el sollozo solitario del enamorado, del enfermo abandonado, del genio incomprendido y lastimado.
En las versiones de este disco, preciosas, Barenboim se nos muestra ambicioso, cercano y honesto, con los argumentos de un gran maestro claro y distinto que ha brillado siempre y brillará en el porvenir con luz propia, un genio recompensado por una sociedad hirviente que lo ha encumbrado con todo merecimiento. Y así, el destino imprevisto ha querido que la fuerza titánica que Barenboim demuestra en este disco resumen de toda una vida, se haya mezclado con la debilidad de su presente en marcha y las delicadezas y dolores de Schumann. Es una poética rudimentaria y elemental que emerge desde las profundidades de la propia música, estructurada con la fuerza de la Sonata op. 111, en la que el canto se sumerge y mezcla en un marasmo compositivo como si Hugo Riemann y la Cultura alemana hubieran calado profundamente en el cantor de tangos. De la infinitud de Schumann nos han hablado con gran sensibilidad George Szell y Leonard Bernstein, compartiendo sin saberlo parte de la poética del compositor. Es la inseguridad ambiciosa de Schumann la que nos resulta más emotiva y encantadora. En la infinitud de Roberto Schumann se ha establecido una revolución apasionante y apasionada, emocionalmente insoportable, la llevada a cabo por el genio incomprendido y humilde que se sabe perdedor, por el poeta taciturno del sonido que, sublime, busca la trascendencia en la incomprensión de su presente y en las tristezas de la muerte y el amor.
Y puede ser, Dios no lo quiera, que estas cuatro sinfonías de Schumann se hayan convertido en las Cuatro últimas canciones de Daniel Barenboim, canciones sinfónicas de vida, enfermedad y esperanza, puestas en sonido con la plenitud ética y poética de uno de los más importantes y fecundos músicos que ha dado la Historia.
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