Por Raúl Chamorro Mena
Berlín, 24-XI-2019, Staatsoper Unter den Linden. Samson et Dalila (Camille Saint Saens). Elina Garança (Dalila), Brandon Jovanovich (Samson), Michael Volle (Sumo sacerdote de Dagon), Kwangchul Youn (Abimelech), Wolfgang Schöne (un viejo hebreo). Coro de la Staatsoper Berlín. Staatskapelle Berlin. Dirección musical: Daniel Barenboim. Dirección de escena: Damián Szifron.
Después de las tres óperas vistas (y debidamente reseñadas) en el Festival Donizetti de Bergamo, cogí un avión dirección Berlín para presenciar el estreno de la nueva producción de la única de las trece óperas de Camille Saint Saens (1835-1921), que permanece en repertorio, Samson et Dalila, estrenada en Weimar en 1877 y que no llegó a presentarse en París hasta 13 años después en el Éden-Théâtre, lo que muestra que su camino inicial no fue fácil y que tardó en imponerse, a lo que no es ajeno el problemático tema bíblico y la estructura oratorial de gran parte de la composición.
Lo que comenzó como un oratorio, terminó siendo una ópera y la irregularidad de la misma con ese acto primero tan oratorial y el tercero, también estático, a pesar de la bacanal –que encarna ese exotismo Oriental muy presente en la partitura y tan de moda en la época-, no ha impedido que el magnífico acto segundo haya asegurado la representación de la obra con cierta asiduidad. Fabulosa musical y teatralmente es esa gran escena de seducción por parte de Dalila hacia Samson bajo la tormenta, con presencia de fuerte carga erótica, en la que destaca la sublime aria «Mon coeur s’ouvra a ta voix» que ha alcanzado justa y perenne popularidad con esa melodía serpenteante, que como una culebra va inoculando el veneno en Samson.
El coro, por supuesto, comparte protagonismo con tenor y mezzosoprano, y el personaje femenino de Dalila se encuadra en la tipología femme fatale tan en boga en la época y del que la Carmen de Bizet es el ejemplo paradigmático. Samson es un hombre aparentemente fuerte, héroe épico por fuera, pero inseguro por dentro. Al contrario, Dalila contrarresta su supuesta debilidad femenina externa, con una firmeza de carácter y convicciones. Tiene muy claro lo que quiere y al no conseguirlo, se venga y traiciona a Samson.
La función se apoyó en dos grandes pilares de altísimo nivel, a saber, la hermosísima dirección musical de Daniel Barenboim -cuatro décadas después de que grabara la obra para DG con Plácido Domingo y Elena Obratzsova- así como la rutilante interpretación vocal de la mezzo letona Elina Garança.
Qué aparentemente fácil es el canto cuando se disfruta de una técnica impecable, cuando la emisión es franca, perfectamente apoyada y mórbida. En definitiva, cuando el sonido bello, luminoso, homogéneo y de un esmalte fúlgido fluye limpio, dúctil, sin asomo alguno de dureza, ni forzaduras. De todo ello fue un perfecto ejemplo la Dalila de Elina Garança, que atesora, además, una amplia extensión, sobretodo hacia la zona alta y que nunca fuerza en la franja grave. La Garança fue capaz de crear magia junto a la batuta de Barenboim en la bellísima aria del primer acto «Printemps qui commence». Igualmente espléndida en «Amour! Viens aider ma faiblesse» del comienzo del segundo y cómo no, en «Mon coeur s’ouvre a ta voix». Cierto es, que un timbre más oscuro y aterciopelado (el de Garança es claro y resplandeciente) puede transmitir mejor esa sensualidad, esa carnalidad del referido fragmento y todo el dúo subsiguiente con Samson, en el que la tormenta aporta misterio y turbación a la seducción de Dalila. También, que a la Garança le falta un punto de calor, de garra, de descaro voluptuoso, pero poco importa ante tamaña exhibición vocal. Una lección de vocalismo de alta escuela, de fraseo de clase suprema, de la elocuente demostración, que la técnica asentada y los papeles en regla dentro de la más fiel ortodoxia canora (la escuela verdadera) es el mejor camino. Seguramente, el único.
Por su parte, el tenor de Montana Brandon Jovanovich, voluntarioso, con esa fibra musical y sinceridad expresiva que suelen detentar los cantantes norteamericanos, resultó realmente insuficiente en su Samson. La emisión es gutural, engolada, la falta de fuste, de robustez (la arenga del primer acto careció de la fuerza propia de un caudillo) y un registro agudo sin solucionar, en el que el sonido se aprieta y clarea de forma inmisericorde lastraron su encarnación. El tenor tuvo algún detalle bueno de canto francés y buscó siempre la línea y el estilo, pero con mejores intenciones que resultados. El Si bemol 3 «Dalila, Dalila, Je t’aime» en plena escena de la seducción fue emitido de forma habilidosa con un regulador estilísticamente apropiado, pero el agudo de «Trahison!» al final del segundo acto quedó totalmente desvaído, mientras el del final de la ópera cuando destruye el templo, estuvo a punto de quebrarse.
Michael Volle aportó rotundidad y caudal sonoro a su Sumo Sacerdote, así como acentos vehementes y una apropiada caracterización de este torvo personaje. Con todo ello compensó la sucesión de sonidos retrasados, guturales, engolados y duros, así como la rudeza de su línea canora, que en principio no sería tan grave en personaje tan pérfido e intratable, pero, desde luego, se sitúa muy lejos de la distinción del canto francés. En las ropas de Abimelech, el sátrapa de Gaza, pudo escucharse a un veterano como Kwangchul Youn que conserva volumen y buenas dosis de rotundidad, frente a un timbre muy desgastado y una emisión totalmente oscilante. Sin embargo, al también muy curtido Wolfgang Schöne apenas le queda nada vocalmente.
Al abrirse el telón me embargó la sorpresa. Venía de ver un montaje casi Konzept en la Lucrezia Borgia de Bergamo y me encuentro en Berlín una puesta en escena «realística» como dicen ahora. El desierto de Gaza, sus montañas, hebreos y soldados vestidos como tales… un perro que cruza el escenario (ante la hilaridad de parte del público) y hace mutis por la parte izquierda, pero se resiste a abandonar las tablas, pues el animal vuelve y casi se arroja al foso de la orquesta. Unos gritos de los operarios le obligaron a abandonar definitivamente el escenario. El director de cine argentino Damián Szifron (que firmó la estupenda cinta Relatos salvajes) debutaba en la ópera con este Samson, ópera de la que ha confesado, que cuando recibió el encargo, apenas conocía el aria famosa y poco más. Su producción sobre escenografía de Étienne Pluss, muy grata a la vista (los dos primeros actos, no tanto el tercero) y que contiene un magnífico cambio de escena a vista del público del primer al segundo acto, se centra en justificar la traición de Dalila, situándola, prácticamente como una víctima. Como nos muestra la puesta en escena durante la pantomima que realizan dos bailarines que representan a los dos protagonistas durante la Danza de los sacerdotes de Dagon del primer acto, Dalila tiene claros sus anhelos, ama a Samson y quiere formar una familia con él. Sin embargo, él debe dedicarse a su labor de liderazgo y protección de los suyos, de su tribu, de los hebreos, pues es el elegido por Dios. Por supuesto, está totalmente hechizado por los encantos de Dalila y no sabe cómo salir de la situación. Ella, al ver que no puede plasmar sus deseos, sus sueños, decide vengarse y traicionar a Samson. Dalila le arranca el secreto de su fuerza a continuación de un coito salvaje (algo perfectamente asumible) y su alianza con el Sumo sacerdote es meramente coyuntural e instrumental, como se demuestra al final de la ópera, cuando lo apuñala antes de que Samson derribe el templo con todos los filisteos dentro. En ese momento, desaparece la Dalila con las ropas de Dagon y aparece la muchacha enamorada. La inexperiencia de Szifron se plasmó en la torpeza al mover las masas que pudo apreciarse en el primer acto y, sobretodo en el tercero. El montaje, por tanto, se encuadra dentro del movimiento feminista tan omnipresente actualmente, que me parece una opción legítima, por supuesto, toda vez que no hay opción aceptable fuera de la igualdad.
Otra cosa es que case con todo tipo de obras y se pague al precio de tergiversarlas o alterar su espíritu y lo previsto por sus autores. El montaje recibió una división de opiniones típica de un estreno y que obligó a Barenboim a sacar del brazo a Szifron para «protegerle» de los abucheos. En fin, acostumbrado como está uno a las producciones que suelen verse en centroeuropa, los extraños Konzept y demás vergencias del llamado Eurotrash, con sus defectos y sus elementos discutibles, a mí me gustó el montaje.
Fabulosa sin dudas, espléndida sin paliativos, fue la dirección musical de Daniel Barenboim al frente de su Staatskapelle Berlin, que alcanzó un nivel sobresaliente. Detalles primorosos, embriagador refinamiento tímbrico y amplia paleta de colores, esmerada claridad, texturas orquestales diáfanas, musicalidad a raudales, con esa sensación de que «se escucha todo». Como ya he indicado, batuta y mezzo crearon verdadera magia en «Printemps qui commence» y la orquesta describió perfectamente la atmósfera sensual, misteriosa e inquietante, con la debida progresión dramática, de la escena de la seducción del segundo acto bajo la tormenta. Brillantísima la bacanal, las escenas corales tuvieron la debida grandiosidad, aunque el coro comenzó un tanto «dormido» lo que obligó a Barenboim a incorporarse del asiento desde el que dirige reclamando con vehemente gesto más implicación al mismo, que le hizo caso, por supuesto y a partir de ahí su prestación fue siempre a más.
Foto: Matthias Baus/Staatsoper
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