Por Juan Carlos Justiniano
Madrid. 8-III-20. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Jazz en el Auditorio]. Chick Corea Trio. Trilogy. Chick Corea [piano], Christian McBride [contrabajo] y Brian Blade [batería].
En España lo vemos prácticamente todas las temporadas. No falla. Inmerso como está durante todo el año en una continua gira con proyectos eléctricos y efectistas como The Vigil, Chick Corea se define tanto por su hiperactividad como por llenar de cables los escenarios de medio mundo. Si bien, de vez en cuando, como ocurrió el pasado domingo en Madrid en la sala sinfónica del Auditorio Nacional, vuelve a formatos menos mediáticos –y sin ningún tipo de aparato de teclado– como el trío acústico.
Podría decirse que el trío es la versión original de Corea. Cuando menos es la fórmula con la que firmó, al principio de su carrera como solista, algunos de sus mejores álbumes que merecen ser recordados más a menudo y por los que no pasa el tiempo. (Véase: Now He Sings, Now He Sobs, Blue Note, 1968; junto con unos enormes Miroslav Vitous y Roy Haynes). Respecto a los compañeros, Corea siempre ha acertado eligiendo sus tríos. Y ahí está la nómina de los John Patitucci, los Avishai Cohen, los Dave Weckl o los Jeff Ballard… Sin embargo, de unos años a esta parte el pianista está contando con Christian McBride y Brian Blade. Con ellos, el primero al contrabajo, el segundo a la batería y, efectivamente, con el único cableado que salía de su controlador de monitores, se presentó en la capital. (Con tanto micrófono no extrañaría que hayan quedado registrados, quien sabe si con resultado discográfico, los aplausos y ovaciones que recibió el trío el domingo).
Quizá para la ocasión podía esperarse algo de formalidad en el aspecto de Chick Corea. Los fastos de la sala sinfónica parece que obligan: el órgano pantocrátor, la penumbra, tanto lamparón suspendido, imponiendo el espacio… Pero, como siempre, el pianista apareció en zapatillas de colores; como siempre, lo hizo con ganas de pasarlo bien; y, como siempre, no perdió la oportunidad de quedarse con el personal cuando planteó «afinar» –o algo así– al público. 78 años y como un niño con zapatos nuevos.
El concierto del trío, que duró dos horas y media comprimidas en un instante, se dividió en dos mitades en las que hubo tiempo para standards –ajenos–, composiciones propias y clásicos del repertorio de concierto de Corea. Para quien piense en números, a priori podría pensar que en trío la música del pianista se antoja menos poderosa; pero, la grandiosidad realmente es inconmensurable con el número de intérpretes e incluso con la más básica organología: porque poco importó que McBride tocara la primera parte del concierto con un contrabajo de tres cuerdas.
Si la música pertenece a los creadores o a los intérpretes es un debate que a estas alturas de la vida parece superado. No digamos si lo trasladamos al ámbito del jazz, donde creación e interpretación son el haz y el envés de una misma cosa. Por eso mismo, el espectáculo musical que se alcanzó el domingo solo es posible de la(s) mano(s) de una terna como la de Corea-McBride-Blade. El trío practicó una música verdaderamente camerística donde incluso resultaba complicado encajar los aplausos, algo que no carece de importancia, porque en estas aparentes nimiedades también se refleja la audacia de una propuesta musical. Y todo a pesar de que en cierta manera la música del trío sigue un planteamiento estructural mal que bien tradicional de coros, solos y extensos preludios ora a manos de Corea y sus juegos de enmascaramiento, ora a cargo de Christian McBride –con tres o cuatros cuerdas, igual le da– ora por cuenta de Brian Blade.
Durante la primera parte sonaron páginas del propio Corea («Humpty Dumpty»), de Thelonius Monk («Crepuscule with Nellie», «Work»), de Duke Ellington («In a Sentimental Mood») y el clásico «Alice in Wonderland», melodía de Frank Churchill compuesta para la banda sonora de Alicia en el País de las Maravillas traducida al jazz a principios de los años sesenta e inmortalizada sobre todo por Bill Evans y sus diversos tríos.
Después del descanso –y ya con la cuarta cuerda de McBride– el trío mantuvo el registro sin cambiar el paso. Comenzaron la segunda parte presentando la mayor sorpresa de la noche, una nueva pieza a modo de suite, imaginativa y cargada de belleza; una composición tan reciente que puso a prueba la capacidad de lectura del trío. En el fondo pocas dudas cabían sobre la solvencia de los tres al respecto, si bien comprobarlo en directo fue digno de asombro.
No obstante, todavía quedaba mucho más. Entre otras cosas la versión más festiva del pianista. Chick Corea siempre se jacta de sus orígenes italianos y su corazón «hispano». Por ello, en la cuota de clásicos, de hits que no faltan en ninguno de sus conciertos, siempre queda hueco –y más por estas tierras– para sus «spanish guiños», para ese espanismo omnipresente en su obra: en el título de composiciones, de álbumes, de grupos y donde caben desde Scarlatti hasta Paco de Lucía y desde los palos del flamenco a la clave de son.
Al menos siempre que ha visitado el espacio madrileño, el pianista ha aprovechado para rendir homenaje precisamente al primero de los citados, al compositor napolitano vecino de la Villa. Corea dice que Domenico Scarlatti es su más admirado compositor para teclado. Y para nada es un lugar común, porque ciertamente podrían considerarse de la misma escuela «pianística»: en ambos encontramos ese estilo ágil, puntillista, virtuoso y un tanto guitarrístico. Si Corea exhibió maestría reinterpretando una de las sonatas de Scarlatti, mayor mérito ostentó al respecto McBride, que, doblando los arabescos melódicos al contrabajo y esta vez con el arco, mostró una solvencia y una destreza que sacaría los colores a más de un clásico. Lo más asombroso de McBride ya no es la facilidad que tiene para tocar (y que le suene) absolutamente todo, sino que mientras tanto ni cambia el gesto ni le molestan relojes ni anillos… Con McBride más es más hasta el infinito
De Wayne Shorter, otro clásico moderno, el trío rescató «Footprints». Más que su melodía, su «concepto» (estructura, armonía…) para así convertir, subiendo las revoluciones, un delicioso vals en algo explosivo. Cuando alguien piensa que la música rock, el heavy metal o la Cabalgata de las Valkirias son músicas épicas debería acercarse más a menudo al jazz…
Ya superadas las dos horas de música, sin muchas ganas de despedirse y sabiendo que lo dejaban en alto, Chick Corea pensó en rematar la faena, congraciarse más si cabe con el auditorio y ofrecer un último tributo a su flexible concepto de «lo hispano» invitando a Niño Josele –con quien intentó sostener un duelo guitarrístico– y a Jorge Pardo. Ya los cinco sobre el escenario pusieron el broche a la noche con una festiva versión –de qué otra manera podría versionarse– de «Armando’s Rhumba».
Exceptuando la sonoridad del piano, un tanto pobre y latosa, la amplificación del trío estuvo a la altura del concierto. Y en esto tuvo mucho que ver la generosidad y el saber estar de alguien del que apenas se ha hablado y se habla: Brian Blade. El baterista se mantuvo durante dos horas y media en su sitio, omnipresente pero sin imponerse, algo difícil y realmente muy poco habitual. Pero es que Blade, como los mismos McBride y Corea, ya ha escrito un capítulo aparte en la historia de su instrumento. Viéndolo y escuchándolo cualquiera puede percibir que está ante algo muy importante. Su elegancia, su melodismo, ese manejo de las dinámicas –tan en la línea de Billy Higgins–, su versatilidad con todo tipo de ritmos y su manera de trascenderlos sin caer en cliché o en soluciones formulaicas son ya objeto de estudio. Blade es un músico de los elegidos y hace tiempo que es historia de la batería, quizá incluso de una manera más radical que sus compañeros. Pero dejemos este tipo de valoraciones para el futuro. Lo noticiable del pasado domingo fue que lo más maravilloso puede ser simplemente cosa de tres.
Fotografías. Rafa Martín/CNDM.
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