Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 15-II-2018. Iglesia de las Mercedarias Góngora. El canto de Polifemo. Fuerunt mihi lachrimæ. Obras de Cristóbal de Morales. Gradualia | Simón Andueza.
Madrid es una ciudad absolutamente palpitante. Su actividad –sea cultural o no, y de calidad o no– nunca cesa. A pesar de la ingente cantidad de conciertos que abarrotan la agenda en el panorama de la música no popular –la que se conoce como clásica– en la capital, son muy pocos –casi testimoniales– los ejemplos en el ámbito profesional que se dedican de forma monográfica a la polifonía renacentista. Es por ello que hay que regocijarse de que ciclos como el de El canto de Polifemo pongan la lupa en proyectos de esta índole, dedicados de forma exclusiva a la descomunal creación musical hispánica del siglo XVI. Dentro de ella se encuentra la figura del nunca bien ponderado Cristóbal de Morales (c. 1500-1553), descrito por el teórico Juan Bermudo (c. 1510-c. 1565) como la luz de España en la música. A pesar de la calidad impresionante de su música y de ser considerado como uno de los tres compositores más grande el Renacimiento español –junto a Victoria y Guerrero–, es todavía poco lo que se sabe de su vida y aún menos lo que se ha sabido valorar su obra en la actualidad. No se exagera cuando se dice que de Morales está todavía prácticamente todo por hacer. Apenas unas pocas obras están hoy bien interpretadas y grabadas, e incluso las ediciones de la mayor parte de su obra son inexistentes o están totalmente obsoletas. Llama la atención detenerse en el texto dedicado a Morales dentro de la colección de semblanzas de compositores españoles confeccionada por la Fundación Juan March hace algunos años. Escrita por Michael Noone –un notable experto en Renacimiento, qué duda, cabe–, en la breve selección discográfica al final del texto, se recomiendan seis grabaciones, ninguna de las cuales es interpretada por un conjunto español, sino todas ellas por ensembles británicos, salvo una de origen francés. Pero así es este país, una especie de triturador cultural que tiende a destruir lo propia y cribar lo de fuera, actitud sin duda fomentada por un sistema educativo deplorable en el que las llamadas disciplinas artísticas son ninguneadas sin ningún tipo de escrúpulo.
Dicho lo cual, es necesario aplaudir iniciativas como la del ensemble Gradualia, que fundó y dirige Simón Andueza, ya que vienen a poner algo de cordura en el sinsentido generalizado. La pasión y el respeto de estos intérpretes por el repertorio polifónico del Renacimiento español hace que se nos devuelva la fe en este país, al menos por unos momentos. Para el presente concierto presentaban su trabajo monográfico sobre Morales, basada en una de sus obras más extraordinarias, a la vez que poco interpretadas: el Officium defunctorum quattour vocum, en una reconstrucción en tiempos modernos –con la probable primera interpretación de unas breves obras recientemente encontradas en el Manuscrito 21 del Archivo catedralicio de Valladolid– que se conformó con el célebre Officium defunctorum a 4, así como la Missa pro defunctis a 4, obra de una calidad superlativa y sin embargo ensombrecida por su composición homónima a 5 partes. Bajo el precioso título Fuerunt mihi lachrimæ [Fueron mis lágrimas] se fue hilvanando la posible interpretación de un oficio de difuntos en la época de Morales, aunque es bien sabido que nunca se hubiera interpretado de esta forma continuada, sino acompañando los diversos rezos y oficios del día. Junto a la lectura traducida de algunos de los fantásticos textos que jalonan la composición –lástima que no se tradujeran todos, dado que el texto y la música van tan de la mano en este repertorio, aunque esto entorpece mucho el devenir de lo musical, es cierto–, se interpretó también con varios de los cantos llanos que acompañaban este tipo de composiciones.
Gradulia es un conjunto formado hace pocos años precisamente para dar cabida a estos repertorios polifónicos que están aún muy desatendidos en el panorama musical español. Busca la mayor excelencia posible a través de un trabajo continúo con una plantilla medianamente estable, lo que dentro del estatus actual de la música antigua en España resulta casi una utopía. Las condiciones de trabajo no siempre son las óptimas, me consta, como no lo es para este repertorio una plantilla de uno por parte –en cierta forma fruto de dichas condiciones–, demasiado exigente y complejo como acometerlo con solo cuatro voces. La interpretación de esta música sublime, que bebe mucho aun de la tradición polifónica del XV –escritura muy modal, con acordes huecos, tratamiento realmente homofónico de las líneas y una escritura en la mayoría de las ocasiones silábica (especialmente en el oficio, mientras la misa tiende más a lo neumático)–, fue en general interesante, aunque un tanto endeble, de tal manera que momentos realmente muy buenos tenían su contraste en otros manifiestamente mejorables. Quizá la afinación –muy compleja en este repertorio, más con un cantor por parte– fue uno de los puntos menos estables. Una lástima, porque cuando el fluir melódico devenía en ciertos acordes muy bien afinados, el resultado sonoro era magnífico. El balance fue en general bueno, aunque quizá se echó en falta en algunos momentos más soprano. Delia Agúndez, a la que la tesitura excesivamente grave no ayudó a proyectar con generosidad, realizó a su vez un interesante ejercicio de contención, el cual es de agradecer en una escritura como esta. Por su parte, Sonia Gancedo ofreció una línea de alto de timbre realmente carnoso y muy homogéneo en todos sus registros, con notable presencia dentro del conjunto global –algo no siempre habitual–. Hay que felicitarla además por el esfuerzo, dado que sustituyó a última hora Ana Cristina Marco, la cantante dispuesta originalmente en plantilla. Diego Neira es un tenor de poderosa proyección, elegante timbre y línea de canto de notable refinamiento; únicamente en la zona más aguda libera demasiado la voz en un alarde más solístico que de conjunto, el cual no funciona en la polifonía del XVI.
Por su parte, el barítono Simón Andueza, compartió su labor entre el canto y la dirección, lo que a veces afecta un poco a cada una de ellas. Quizá no es conveniente prestar tanta atención a la dirección en un repertorio como este, que bien trabajado previamente puede sostenerse con cantores preparados sin una figura al frente, lo que sin duda aportaría enteros a su interpretación vocal. El registro medio-grave bien timbrado, redondeado, se estrecha en el agudo. Sin embargo, ofreció unos delicados cantos llanos y una lectura realmente entregada de los textos más poéticos. Su visión del repertorio, sin duda heredera de la forma británica de interpretarlo, rebusca demasiado en el contraste dinámico, lo que en ocasiones no parece necesario, pues el propio fraseo textual, junto al devenir polifónico y la escritura textural, hacen el trabajo per se.
En general, una visión interesante de música descomunal, que como aliciente especial tuvo la interpretación de esa Missa pro defunctis a 4, tan poco interpretada, y sobre todo la inclusión de esas breves piezas en el Graduale y Tractus de la misa, que probablemente no se escuchan desde los tiempos de Morales. A pesar del frío, una iluminación excesiva para un momento espiritual tan poderoso y el escaso público, la velada puede calificarse de exitosa, especialmente por honrar de forma tan respetuosa y apasionada la figura de uno de nuestros grandes compositores. Que vengan más como este, lo necesitamos.
Fotografía: Rubén García.
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