Los dos magníficos instrumentistas franceses ofrecen un repertorio complejo, en un recital de altibajos en el que quedó patente que muchas de las obras fueron interpretadas por primera vez, pero en el que triunfó la belleza.
Por Mario Guada |@elcriticorn
Madrid. 17-III-2018. Fundación Juan March. Violinistas compositores [Conciertos del sábado]. Obras de Arcangelo Corelli, Francesco Geminiani, Antonio Vivaldi, Giuseppe Tartini y Johann Sebastian Bach. Amandine Beyer • Pierre Hantaï.
En los últimos días ha estado rondando por redes sociales una frase en la que algunos citan al genial Nikolaus Harnoncourt como su autor: «Si un músico comete un error, porque arriesga todo para obtener lo más hermoso y falla, entonces le estoy agradecido por este fracaso porque solamente con este riesgo se puede obtener la belleza, la verdadera belleza. La verdadera belleza no está fácilmente disponible en absoluto. Si buscas seguridad dedícate a otra profesión.» Creo que es una frase absolutamente apropiada para este concierto y para lo que en el mismo aconteció. Se presentaban juntos sobre el escenario de la Fundación Juan March dos de los especialistas franceses más valorados en el terreno de la interpretación histórica: la violinista Amandine Beyer y el clavecinista Pierre Hantaï. A pesar de que llevan colaborando desde hace años, poder escucharles en un mismo recital no es algo habitual, por lo que había en el ambiente ese algo de las ocasiones especiales. La excusa, el ciclo Violinistas compositores que la Juan March lleva programando desde el último sábado de febrero y que se mantendrá hasta el último de marzo. Para este recital centrando en los Violines barrocos, Beyer concibió un programa centrado en sonatas para violín y continuo de algunos de los máximos exponentes de la escritura violinística del Barroco tardío, contando con el único soporte del clave para el continuo.
El recital se inició, como no podía ser de otro modo, con la figura de Arcangelo Corelli (1653-1713), quien fue el modelo posterior para la mayoría de los autores en el tratamiento de la sonata en trío –también en la sonata a solo, pero no tanto–, así como del concerto grosso. De las seis colecciones de obras del autor de Fusignano, únicamente el Op. V está dedicado al violín solista, con acompañamiento del continuo. Editadas en 1700, estas sonatas son un dechado de su calidad compositiva y su dominio sobre el instrumento. Compuesta por doce sonatas, estas se dividen entre los dos modelos habituales del momento: da chiesa y da camera. La n.º 9, en Fa mayor, pertenece al último grupo, presentando cinco movimientos con indicaciones de danza: Preludio, Allemanda, Sarabanda, Gavotta y Giga. La música de Corelli es sencillamente impresionante, digna de unos de los mejores compositores que he legado el siglo XVII a la historia.
De las restantes cuatro obras, tres de ellas estuvieron representadas por tres compositores violinistas de primer nivel en la Italia del siglo XVIII: Francesco Geminiani (1687-1762), Antonio Vivaldi (1678-1741) y Giuseppe Tartini (1692-1770). Del primero –el otro gran autor, junto a Boccherini, que ha dado al mundo la ciudad de Lucca–, magnífico compositor italiano que pasé gran parte de su vida en Inglaterra e Irlanda, se interpretó su Sonata para violín y continuo en Re menor, Op. IV, n.º 8, una colección en la que mostró más interés en las posibilidades expresivas de la escritura violinística que en colecciones precedentes; en la que predomina además un lenguaje decididamente homofónico, sin una sola fuga en todas las sonatas. Hay también una marcada influencia de la música francesa, así como una extraordinaria abundancia de ornamentación e indicaciones de carácter, junto a una notable simplificación de la línea de bajo, ambas resultantes de la adopción de ese idioma marcadamente homofónico –como destaca el estudioso Enrico Careri–.
La Sonata en Re mayor, RV 10, del Prete rosso, es descrita por Pablo Queipo de Llano –en su magnífica monografía sobre la música instrumental vivaldiana– como en el estilo de la RV 29 y destacable por su virtuosismo desaforado en la línea del violín, al que gusta de desarrollarse sobre el registro sobreagudo, además de elaborar brillantes pasajes sobre el recurso de las dobles cuerdas. Destaca especialmente la diversidad tipológica de sus cuatro movimientos, pues cada uno de ellos ofrece una estructura distinta a los restantes. En cuanto a Tartini, quizá el último gran violinista compositor del Barroco italiano, no es casualidad que en el grabado que conserva el único retrato verdadero de Tartini se encuentre representada una partitura de Corelli. Aunque este grabada data de 1761, es posible apreciar con claridad que Corelli todavía era reconocido como modelo, incluido el propio Tartini, que en sus sonatas y conciertos trabaja el modelo corelliano en dos niveles distintos –como destaca el especialista Piuerluigi Petrobelli–: el de la técnica instrumental y el de la organización del lenguaje musical –en el sentido de que los pasajes contrapuntísticos se distinguen claramente del resto del movimiento, donde se da rienda suelta al virtuosismo del solista–. Esto es especialmente cierto en las sonatas, donde el modelo se sigue también en el orden de los movimientos: un lento movimiento cantabile es seguido por un Allegro, la pieza central de la composición, al que seguiría otro movimiento rápido. Este patrón permanece inalterado para la mayoría de las sonatas, incluso cuando cambia el estilo musical; aunque esta Sonata en Do menor, Op. IV, n.º 6 presenta los cuatro movimientos típicos de la sonata da chiesa [lento-rápido-lento-rápido].
Para la última obra se saltó geográficamente de la Italia del XVIII para aterrizar en la Alemania coetánea, con la presencia de Johann Sebastian Bach (1685-1750), del que no debemos olvidar era un notable violinista, además de intérprete de tecla. De sus Seis sonatas para violín y clave obligado –o Seis sonatas para clave concertante y solo de violín, BWV 1014-1019, como aparecen en una fuente anterior–, se interpretó la última de la colección, en Sol mayor –y no menor, como rezaba el programa de mano–. Se trata de composiciones probablemente de su etapa en Köthen, que se conciben más a la manera de una sonata en trío, con dos líneas independientes en la impresionante escritura para el clave, que además en su tercer movimiento lo interpreta completamente a solo, un magistral ejemplo de su dominio del teclado y un movimiento que no encuentra parangón en el resto de las sonatas. Quizá no presenta una escritura del violín tan independiente como las anteriores obras del programa –pues no estamos ya ante una sonata para solista y continuo, sino en un diálogo de tú a tú entre ambos instrumentos–, pero la elaboración y exigencia técnica, además de la belleza de la composición, son puramente bachianas, lo que es increíble garantía de éxito.
La dupla conformada por Amandine Beyer y Pierre Hantaï ofrecieron un recital en el que se tomaron muchos riesgos, pues a excepción de la obra de Bach, el resto del programa era nuevo para ellos como pareja, e incluso nuevo también para la violinista gala. Ello hizo que las notables complejidades técnicas de algunas de las sonatas –varias de las preferidas para Beyer, como ella misma indicó– no fueran solventadas con la destreza a la que esta intérprete acostumbra. Especialmente problemáticas resultaron las interpretaciones de Geminiani y Tartini, pues algunos de los escollos presentados tuvieron como resultado fallos de notas y una afinación menos ajustada de lo deseable –hay que sumar la conocida volubilidad de los instrumentos originales, o copias de estos, que se montan con cuerdas de tripa parcial o totalmente–, además de ciertos desajustes de la línea melódica en su adaptación al continuo. Aun con todo, qué bueno es comprobar la extrema musicalidad, las sutilezas del fraseo y la capacidad expresiva del violín de Beyer, a la que tampoco ayudó la acústica del auditorio de la Juan March, que por norma elimina toda brillantez en la sonoridad de este tipo de instrumentos. Su agilidad y capacidad para las ornamentaciones resultan inspiradoras, así como la naturalidad de sus melodías.
Tuvo la inmensa fortuna de contar para la ocasión con el inmenso clavecinista francés, que desde luego tampoco se guardó nada sobre el escenario. Es magnífico encontrar tanta entrega, aun siendo él un intérprete de pasión contenida en muchas ocasiones. Su continuo es siempre refinado, equilibrado, justo, inteligente, aportando en cada pasaje lo que se debe, sin un ápice de dramatismo extra, con una sonoridad evocadora y un continuo severo pero enriquecido con sabiduría. Que es un excepcional intérprete de la música de Bach quedó patente en su facilidad extrema para desenvolverse en la compleja escritura de sus líneas independientes en la BWV 1019, así como en el tercer movimiento, de una solvencia apabullante en las manos de Hantaï. Conseguir que con un clave no se eche de menos un continuo más colorido, sin cuerda frotada ni pulsada, es sin duda el mayor logro de este intérprete extremadamente dotado en su ámbito.
Un recital en el que se tomaron riesgos, algunos de los cuales pasaron factura al resultado final, pero en el que –si continuamos la filosofía de Harnoncourt– estos dos intérpretes demostraron el porqué de sus sólidas carreras y de su nada incierto futuro, pues son garantes de la belleza, esa belleza que no teme al fracaso y que no esconde tras la seguridad. Desde luego, si los riesgos se toman así, son siempre bienvenidos.
Fotografía: Óscar Vázquez.
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