Por David Santana | @DSantanaHL
Madrid. 5-XI-2019. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical. Liceo de Cámara XXI. Clara Andrada flauta; Lorenza Borrani, violín; Simone Jandl, viola y Luise Buchberger, violonchelo. Serenata en re mayor, Op. 25 de L. Beethoven; Cuarteto en re mayor, KV 285 y Cuarteto en do mayor, KV 285b, de W. A. Mozart, y Trío de cuerda en si bemol mayor, D581, de F. Schubert.
Es curiosa e interesante la figura de Federico II de Prusia, pues no en vano pasó a la historia como «el Grande» por sus muchas hazañas militares, objeto de estudio de caudillos posteriores tales como el joven Napoleón Bonaparte. Sin embargo, no es su talento como estratega sino como músico lo que me hace pensar en él para esta crítica. Y es que el que fuera soberano de esa primitiva Alemania destacó como flautista y alardeaba de ello tocando en su palacio Sans-souci de Potsdam junto al mismísimo Carl Philipp Emanuel Bach, ahijado, por cierto, de otro de los grandes flautistas de la historia: Georg Philipp Telemann. Pero, con todo esto, ¿a dónde pretendo llegar? Pues a que ya desde lo que podríamos llamar como clasicismo temprano el traverso o flauta travesera estaba asentado como un instrumento cortesano y de prestigio, no así otros instrumentos de viento considerados impropios por su forma de tocar para señoritas y petimetres.
De hecho, como pudimos ver en las obras presentadas en este segundo concierto del Liceo de Cámara XXI, los compositores componen melodías muy estilizadas para la flauta, es decir, ligeras, transparentes... O al menos eso intentan, porque Beethoven siempre se tiene que diferenciar y empieza a introducir esos sforzandi, staccati y acentos de los que hará su sello pero, efectivamente, tal y como nos previene Enrique Martínez Miura en las notas al programa, sólo en los movimientos tercero y quinto. Eso no significa que el resto de la obra deba interpretarse con delicadeza, ¡al contrario! No es esta una música para tomarse en serio, es música para el ámbito privado, el pequeño público, las fiestas, las recepciones y galas, lugares de jolgorio, ocio y disfrute, y precisamente eso debe transmitir la música. Aplaudo la decisión del primer trío de empezar tocando entre bambalinas para llegar hasta el atril al ritmo de la música, pues es el clasicismo un género que, en el caso de la música de cámara, mira mucho hacia la ópera y la música escénica. Prueba de ello es el trasvase de melodías entre las obras vocales e instrumentales de Mozart.
En los primeros momento de la Serenata en re mayor de Ludwivg van Beethoven no es difícil imaginarse un pajarillo, un cuco o tal vez un ruiseñor, revolotear en los alrededores de un jardín palaciego, quizás hasta un cierto corte militar que nos recuerde a esos fanfarrones soldados de permiso o incluso la inocencia tres jóvenes de alegre cháchara en una cálida tarde de primavera. Luego todo se complica. Las melodías empiezan a alargarse y Clara Andrada sufre un poco con unas respiraciones no del todo certeras. Beethoven empieza a introducir síncopas acentuadas, y los ritmos bailan y el espectador se da cuenta de la profundidad de la composición, a pesar de que es obra de un Beethoven novel que aún imita demasiado a su maestro Joseph Haydn. El trío formado por Andrada, Lorenza Borrani y Simone Jandl, de hecho, también se inspiró más en el compositor austríaco, pues faltaron en varios momentos clave la fuerza y el carácter de un Beethoven que ya empezaba a hacerse notar.
El Cuarteto KV 285b de Wolfgang Amadeus Mozart que nos ofrecieron sonó también más a Leopold que al histriónico Amadeus de Milos Forman. La búsqueda de la línea melódica impidió exagerar una articulación que hubiese dado un carácter más animado a la obra. Pero bueno, también es cierto que si por algo destacó Mozart fue por sus melodías y que eso le vino muy bien a Clara Andrada para poder mostrar al público madrileño su destreza con una flauta virtuosística en los movimientos rápidos del Cuarteto en re mayor. Se echó de menos, no obstante, algo más de variedad en los matices, especialmente en el Adagio de este mismo cuarteto en el que Andrada perdió la oportunidad de demostrar sus capacidades expresivas en un movimiento en el que el acompañamiento, reducido exclusivamente a un pizzicato permite al solista lucirse.
Sin Andrada se interpretó el Trío de cuerda en si bemol mayor de Franz Schubert, tras el descanso. Fue de lo mejor de la velada. La obra, que tiene una orquestación sublime, fue muy bien interpretada por un trío bien balanceado en el que Luise Buchberger hizo de muy buen bajo y sostén armónico al grupo, algo que Simone Jandl, no había conseguido en absoluto en la Serenata de Beethoven en la que ejercía ese papel. Buchberger que ya se había hecho notar por sus matices en Mozart, destacó aún más en un Schubert que, habiendo escuchado los cuartetos prusianos del salzburgués supo darle a este instrumento el papel que se merece. Probablemente también influyera en Schubert la distribución de las voces, innovadora para su época que le dio Mozart a estos cuartetos que fueron dedicados, por cierto, al nieto de Federico «el Grande»: Federico Guillermo II de Prusia, quien no era flautista, pero si violonchelista e igualmente melómano y mecenas de la música.
Fotografía: Rafa Martín/CNDM.
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