Por Diego Civilotti
Barcelona. 15/02/15. L’Auditori. Temporada de la OBC. Obras de Toldrà, Guinjoan y Dvořák. Iñaki Alberdi, acordeón. Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Pablo González, director.
Si Kazushi Ono, próximo director titular de la Orquesta Sinfónica de Barcelona (OBC), con el discurso bien aprendido hablaba recientemente de ella como un “milagro mediterráneo” el programa de este concierto intentaba subrayar ese carácter de la música catalana, buscando y revisitando sus raíces. De hecho, en el espacio exterior de acceso al auditorio está instalado desde el 29 de enero la exposición Voces del mediterráneo, una magnífica muestra audiovisual que recoge grabaciones de veinte rincones del mediterráneo occidental y oriental, buscando la vinculación cultural entre ellos y situando a Cataluña en esas coordenadas. Reivindicar que Barcelona es mediterránea se ha puesto de moda en los últimos años hasta como reclamo comercial. Precisamente porque ha olvidado sus raíces, se ha vendido al mercado de la baratija y vive culturalmente de espaldas a su propia historia.
Siguiendo ese relato, en la primera parte pudimos escuchar obras de dos compositores cuya estética ha sido catalogada de “mediterránea” hasta la saciedad, Eduard Toldrà y Joan Guinjoan. En la segunda, una obra que sin seguir esa lógica tiene también un fuerte arraigo en la música popular, la Octava sinfonía de Antonín Dvořák. Para mayor confirmación de que el eje en el trazado del programa se centraba en una mirada a los orígenes, el concierto se abrió con Empúries de Toldrà, fundador de la Orquesta. Estrenada en 1926 por la Orquesta Pau Casals, se trata de una “sardana libre” que abstrae por lo tanto el material popular de la danza catalana y la convierte en una pieza sinfónica luminosa. En su búsqueda de equilibrio, es una digna representante del noucentisme catalán. Su propio título (aludiendo a una ciudad que a principios de siglo asistió a productivas excavaciones que dejaron al descubierto su esplendoroso pasado griego) revela esa voluntad tan cercana al novecentismo catalán –especialmente en Eugeni d’Ors– de rastrear y si es preciso recrear las raíces grecorromanas de Cataluña, emplazándola en el espíritu mediterráneo.
Aunque algo fría al principio, la orquesta ofreció una correcta interpretación de la partitura de Toldrà, que no presentó grandes desafíos al director, como sí lo hizo a continuación el estreno del Concierto para acordeón y orquesta de Guinjoan, obra encargo de la OBC. En este, Pablo González pareció pensar, “si puedo asegurar un cinco, para qué apuntar a un ocho que podría hacerme dar un tres”. Estuvo excesivamente sometido al simple control de la lectura, desaprovechando en muchos momentos las posibilidades que ofrecía la creación de Guinjoan, que abría y cerraba puertas constantemente a universos profundamente heterogéneos entre sí. Excesivamente llano por lo tanto en una obra poliédrica, compleja y llena de aristas, que exigía lo contrario.
Mención aparte merece la interpretación del solista. Sabíamos que Iñaki Alberdi, como Ángel Luis Castaño, ha espoleado gran parte de la creación contemporánea para acordeón de este país, especialmente en los tres últimos lustros. Lo demuestran varios estrenos anteriores. De obras de Guinjoan, pero también de Luis de Pablo o José Evangelista, y de otros más jóvenes como Jesús Torres, David del Puerto, Gabriel Erkoreka o Zuriñe F. Gerenabarrena, entre otros. Ahora entendemos mejor las razones; Alberdi no sólo explora y administra con sabiduría los recursos del instrumento, sino que en su capacidad para crear atmósferas que trascienden incluso la concepción original del compositor, denota una inmensa madurez. En este caso ofreció una interpretación que sin dejar de ser fiel al genuino espíritu creativo de la obra, era al mismo tiempo una creación propia, casi a cuatro manos con el compositor, dialogando con sensibilidad en cada pasaje con la orquesta, conduciendo con maestría el discurso tímbrico con cuerdas y vientos, y ofreciendo un valor añadido mediante la apropiación inteligente del mundo sonoro de Guinjoan. Sin duda un acicate para cualquier creador contemporáneo.
A Guinjoan no lo vamos a descubrir. El compositor de Riudoms pertenece al círculo virtuoso de creadores catalanes que se programan con asiduidad y es una de las instituciones de la música catalana en la segunda mitad del siglo XX, además de un miembro ilustre de la magnífica hornada de compositores que trabajaron con Cristòfor Taltabull, formación que completó en la Schola Cantorum de París. Todo ello le aportó un dominio técnico en materia orquestal y contrapuntística que sin embargo no ha empañado el carácter personal de su música, en cierto modo ecléctica pero rigurosa, interesada en el parámetro tímbrico que cultiva con sabiduría en la escritura para orquesta, construyendo universos sonoros inconfundibles. No caeremos en el tópico y el silogismo falaz y superficial de decir que su música esta interesada en el color tímbrico, el espíritu mediterráneo es luminoso y tiene un gran vínculo con el color... ergo, Guinjoan hace música mediterránea. No. Diremos que Guinjoan es un notable representante de la música catalana, con un gran sentido formal y una incontestable precisión en la administración de los recursos instrumentales que ha conquistado aquello exigible en un compositor y un artista digno de ser considerado como tal: un lenguaje propio.
Sabemos de las buenas intenciones que lo mueven, pero tenemos que lamentar el comentario previo del director antes de la obra, que duró varios minutos y tomó forma de diálogo entre este y el solista, condicionando la escucha en su empeño didáctico. Incluso González le pidió a Alberdi que tocara un tema presente en la obra de Guinjoan, “para que ustedes puedan identificarlo cuando suene después”. Con todo respeto, yo le preguntaría al director si no cree que de haber querido hacer eso, Guinjoan simplemente lo habría escrito al principio de una partitura a la que según tenemos entendido, dedicó mucho tiempo. Si dejamos de tratar el público como niños de parvulario a lo mejor un día dejan de serlo. O quizás se llevan la sorpresa y resulta que no lo son.
Ya en la segunda parte, de la Sinfonía nº 8 de Dvořák la orquesta ofreció una buena versión. Junto a la Séptima y la Novena, se trata de una de las piezas sinfónicas más populares del compositor checo, apodada La inglesa por el hecho de haberse publicado en Londres en lugar de con su editor habitual, el alemán Fritz Simrock, pero basada en la música popular bohemia e influida por el tratamiento orquestal de Chaikovski en algunas de sus sinfonías. Sin llegar a cautivar, por ella navegó el director asturiano con mucha soltura, revelando su cercanía con una obra de la que ofreció una lectura apasionada especialmente en el Allegro con brio y precisa en casi todos los momentos, algo contenida en el Adagio que pedía mayor vehemencia, aunque firme y convincente en el Allegro ma non troppo hasta los últimos compases. Todo lo que antes era flaqueza, en la segunda parte fue carácter. Hasta pareció que había subido otro director a la tarima. Sin duda González ha crecido al frente de la OBC en este ciclo de cinco años que en verano llegará a su fin. El balance de la orquesta, que vivió tiempos mejores con el heterodoxo y aclamado Eiji Oue, no es tal vez tan positivo. El tiempo dirá si en este rincón del mediterráneo, que ha olvidado que lo es, el patrimonio musical al que pertenece sin duda la orquesta de la ciudad puede cuidarse y defenderse. Sin pedirle que sea una voz no sólo mediterránea, sino universal.
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