El atractivo de la obra de Rihm, estrenada en fecha tan señalada para el tema que presenta como 1992, comienza por su fascinante música, superior desde luego al libreto, donde la desigual mezcolanza de fuentes y citas (de Artaud y Octavio Paz) no va más allá de lo sugerente y lo alegórico, quedando a veces la sensación de asistir más bien a la representación de un poema sinfónico escenificado, una gran alegoría sobre el encuentro con la alteridad, mucho más allá del detalle y pormenor de los acontecimientos históricos propiamente dichos que pone en escena. Lejos de ser un demérito, ese es seguramente el mayor atractivo de esta propuesta, explorando Rihm los límites del género desde varios puntos de vista. No ya por la mera disposición espacial de la orquesta, centrada en el foso, sí, aunque diseminada también por el resto de la sala. De igual manera sorprende, y fascina, la distribución vocal, que otorga tres voces a cada uno de los dos protagonistas, Hernan Cortés y Montezuma, encarnados en escena por
Georg Nigl y
Nadja Michael, respectivamente, pero doblados también por dos narradores en el foso, en el caso de Cortés, y por dos voces femeninas (soprano ligera y contralto) en el caso de Montezuma. La representación, de casi dos horas sin intermedio, es una continuada sucesión de estímulos de todo tipo y condición: desde la visceral e inquietante explotación de la percusión hasta el impactante espectáculo visual compuesto por
Pierre Audi y
Alexander Polzin.
El equipo artístico estuvo sin duda a la altura de tan exigente espectáculo. Y eso que entre sus mimbres contábamos con elementos que nos habían decepcionado, y mucho, en anteriores representaciones, en repertorios totalmente dispares. Nos referimos, en primer lugar, al caso de
Alejo Pérez, de cuyo
Don Giovanni no guardamos buen recuerdo, pero que demostró aquí una gran capacidad concertadora, atento a manejar el enorme despliegue de recursos sonoros y voces. Lo mismo cabe decir de Nadja Michael, de cuya
Lady Macbeth nos costará olvidarnos, y no para bien, pero que en este repertorio contemporáneo demuestra sentirse en su salsa, sacando el máximo partido a su vis actoral, a ese perfil andrógino y atlético y a esa emisión tan muscular y enfática, inaceptable en otros repertorios. Tampoco esperábamos demasiado de la escenografía de Polzin, cuyo
Parsifal en Salzburgo valoramos como desnortado y errático. Aquí Polzin, al servicio de la propuesta de Audi, firma una labor impecable, de una sugestión cromática fabulosa, sacando enorme partido a una escenografía austera pero muy funcional, iluminada genialmente por Urs Schönebaum. El conjunto es de una vivísima plasticidad y consigue una imbricación pocas veces lograda con la música. Audi comprende perfectamente la partitura de Rihm y dispone un espectáculo visual que no sólo facilita la comunión con su música sino que la hace crecer, convirtiendo La conquista de México en una gran coreografía coral, impactante, tan cruda como poética.
Del resto del equipo artístico cabe destacar la magnífica voz de la contralto
Katarina Bradic. Georg Nigl, como Cortez, fue más actor que cantante, abundando progresivamente en una emisión cada vez más esforzada y dura, en constante pugna con la exigente tesitura de su papel. El Coro Intermezzo intervenía en esta ocasión grabado y amplificado, como demanda la partitura de Rihm, y su contribución fue magnífica, perfectamente articulado, además, el balance entre sus intervenciones amplificadas y las del resto de instrumentos y voces en directo.