«La cara de los músicos irradiaba felicidad, la del público también; los comentarios posteriores fueron en la misma onda. Praga también ha caído al embrujo de Klaus Mäkelä»
Praga –también– se rinde a Mäkelä
Por Pedro J. Lapeña Rey
Praga, Rudolfinum, 17-V-2023. Česká filharmonie. Antoine Tamestit [viola]. Director musical: Klaus Mäkelä. Concierto para viola y orquesta de Alfred Schnittke. Sinfonía n.º 1 en re mayor, «Titán» de Gustav Mahler.
La Primavera de Praga, el festival de mayor tradición en Centroeuropa de los que se celebran en el mes de mayo, abrió sus puertas el pasado día 12 con Mi Patria de Bedřich Smetana en el Obecny Dum, la casa municipal, tal y como dicta una tradición que se remonta a 1946, fecha de su primera edición. Impulsada por el legendario Rafael Kubelik, por entonces director de la Filarmónica Checa, contó entre otros con el debut en Europa de un tal Leonard Bernstein que empezaba a salir del cascarón. Años más tarde, y a pesar de la dictadura comunista, músicos como Leopold Stokowsky, Sergiu Celibidache o Herbert von Karajan acudieron al Festival, y todos recordamos grabaciones míticas que allí se hicieron con Sviatoslav Richter, Arthur Rubinstein, George Szell o Eugeny Mravinsky entre otros. Cayó el muro en 1990, volvieron Kubelik y Bernstein en loor de multitudes, y el festival ha continuado deleitando a las audiencias año a año hasta llegar a esta edición, la número 78, en la que uno de los platos fuertes, con las entradas agotadas desde hace varias semanas, era el debut con la Filarmónica Checa del «wunderkind» de la dirección actual, el finlandés Klaus Mäkelä.
Sin embargo, el concierto contaba también con un solista de renombre, el francés Antoine Tamestit, artista en residencia de esta edición, y que se ha convertido en estos últimos años en el digno sucesor de Gérard Caussé al frente de la tradicional escuela francesa de la viola. En el programa, una de las obras mas complejas y extraordinarias compuestas para este instrumento en la parte final del s. XX: el Concierto para viola de Alfred Schnittke. Más de ocho años de intenso trabajo le llevó cumplir con su amigo y dedicatario, el legendario Yuri Bashmet. La composición fue tan compleja, la vivió de una manera tan intensa, y le demandó un esfuerzo físico y mental tan enorme, que diez días después de terminarlo, le provocó un ictus, todo un shock. Compuesto en tres movimientos -lento, rápido-lento-, la estructura del concierto se basa en un motivo de seis notas derivado de las primeras seis letras de la ortografía alemana del apellido del ruso B–A–Es–C–H–E (Si♭–la–mi♭–do–si–mi). El lenguaje es muy personal, un tanto ecléctico, y de tonos graves y oscuros. Schnittke lo consigue prescindiendo de los violines y dándole una parte fundamental al piano, a la celesta, al arpa y a las campanas. El Sr. Tamestit empezó cantando de manera muy expresiva el primer tema con el «motivo Bashmet» y fue respondido por el Sr. Mäkelä y la orquesta con la misma intensidad. El francés siguió exhalando lirismo en el desarrollo del motivo. Mientras Mäkelä graduó de manera magistral el fortísimo en que termina, para desde ahí irse difuminando poco a poco a la preciosa cadenza de la parte final del movimiento. El Allegro molto posterior es mas virtuosístico, con Tamestit exprimiendo sus cualidades técnicas –arpegios frenéticos, abruptas interrupciones, dobles y triples cuerdas– y Mäkelä dando la respuesta adecuada. El tremendo Largo final, de alto contenido emocional nos mostró al Tamestit mas hondo y profundo, que cantaba y cantaba, que ponía tanto dramatismo en su versión que nos dejó casi sin habla. La conexión con Mäkelä y con la orquesta fue tal que tras cinco salidas a saludar, y un breve bis de Bach, solista y director se fundieron en un gran abrazo cuando se retiraron a los camerinos.
Si Antoine Tamestit, su viola y la partitura de Schnittke habían sido los protagonistas de la primera parte, la segunda era la de Klaus Mäkelä. Tanto más porque tras el camino triunfal que hasta ahora llevaba su carrera, con medio orbe musical rendido a sus pies –las últimas habían sido la Filarmónica de Nueva York, la Orquesta de Cleveland y la Sinfónica de Chicago– el pasado mes de abril tuvo el primer revés serio: su debut con la Filarmónica de Berlín. Unos dicen que por haber elegido para su presentación un repertorio donde Petrenko es incuestionable. Otros que falló la conexión con los músicos. El hecho es que su debut no fue lo esperado e incluso la orquesta le hizo el feo de levantarse tras el segundo saludo negándole el tercero. Tuvo que ser el respetable quien pusiera las cosas en su sitio, sacándole en solitario para un último saludo. Sin embargo, por lo visto el pasado miércoles en el Rudolfinum, su relación con la Filarmónica Checa ha empezado de la mejor manera posible.
Hacía 17 años de mi última visita a este precioso auditorio. Siempre encuentras allí ese aroma a sala mítica. Siempre hay lista alguna exposición con historia de la orquesta, o en este caso del festival. En fin, siempre es una gozada volver. Y bien que ha merecido la pena.
La obra en los atriles era la Sinfonía n.º 1 de Gustav Mahler, un compositor presente en el ADN de la orquesta casi desde sus orígenes. Rafael Kubelík, Karel Ančerl o Václav Neumann fueron grandes directores mahlerianos –su participación en el Festival Mahler de 1992 de la extinta Fundación Cajamadrid con Jiří Bělohlávek y el propio Neumann dando versiones antológicas de las dos primeras sinfonías están escritas con letras de oro en la memoria musical madrileña– como también los han sido Eliahu Inbal o su actual director, Semyon Bychkov, con quien están grabando en la actualidad una nueva integral.
Klaus Mäkelä se puso manos a la obra para dar una versión brillante, contundente, casi orgiástica. Sigue teniendo ese don que hemos alabado hasta la saciedad en reseñas anteriores –y que me llevaron a destacar su concierto con la Filarmónica de Oslo y con Sol Gabetta como el mejor de 2022– de conectar con músicos y con el público, de transmitir seguridad, intensidad, delicadeza o expresividad, en fin, de hacer música de la manera mas natural posible. Algo al alcance de muy pocos, y menos con su edad. Esta tarde, la orquesta le siguió a las mil maravillas, con una riqueza sonora espectacular, un virtuosismo de primera, en fin, dándole todo lo que pidió, que fue mucho, y regalándonos un sonido mahleriano de muchos quilates. ¿Fue «todo» perfecto? Para el que suscribe, no. Pero la palabra «todo» es demasiado contundente, y si la pregunta hubiera sido ¿Fue casi todo perfecto?, la respuesta habría sido sí. Vayamos por partes.
En el arranque inicial del angsam, Mäkelä marcó un tempo relajado, se dejó llevar por la calma natural de la obra, maderas y metales fluían de manera perfecta, y hubo todo tipo de matices aquí y allá –incluso el canto del cuco–. Gradualmente fue incrementando el tempo, lo que nos privó de los ritardandos tan mahlerianos previos a los crescendos en fortísimo. La velocidad siguió creciendo, y como la orquesta le seguía, la versión funcionaba pero lo que ganaba de espectacularidad, lo perdía de empaque y grandeza. El problema se incrementó en el segundo movimiento llevado a un ritmo vertiginoso y donde nos íbamos dejando cosas a pesar de lo efectivo –y en parte efectista– que resultó. Mahler en su partitura indica «moviéndose con fuerza, pero no demasiado deprisa», y Mäkelä parece que se olvidó de esta última frase. Afortunadamente, en el tercer movimiento todo cambió para bien. ¡Y cómo lo hizo! Mäkelä levantó el pie del acelerador, las cosas se calmaron, aquello empezó a sonar a gloria. El contrabajo cantó el tema del «Frère Jacques» con un sonido precioso, muy emotivo y fue un gustazo el como se fueron sumando el fagot y la tuba y posteriormente toda la orquesta. Pero lo que realmente elevó el nivel de la versión fue como desarrolló las transiciones, donde se malogran tantas y tantas versiones. La primera al vals posterior –perfectamente «rubateado»– y luego al trío –fraseado como pocas veces y con un empaste impecable– dotaron a todo el movimiento del espíritu de música popular del cual proceden. Pocas veces habrá sido este movimiento mas bello. Tras el final en calma con los leves golpes de timbal, Mäkelä no dio ni un momento de respiro, attacando el finale con energía. El movimiento fue estremecedor, combinando unas idas y venidas intensas, aceradas por momentos, de amplia gama dinámica, pero siempre con trazo finísimo. La orquesta, exigida hasta cotas difícilmente imaginables, estuvo imperial. Un sonido muy bien empastado y una tímbrica profundamente mahleriana como grandes virtudes de grupo, no nos escondieron el nivel excepcional de casi todos los solistas –maderas y metales con gran precisión, cuerdas cálidas con la tensión a flor de piel–. Cuando el tema de la coda se presentó por primera vez, ya atisbamos que, esta vez sí, Mäkelä la iba a dotar de la grandeza que emana. Lo confirmó dándole el tempo amplio y el empaque que tiene, y levantando a las trompas, como manda la tradición, para su última melodía. Al sentarse éstas, volvió a acelerar de forma vertiginosa los compases finales, y el estallido del público no se hizo esperar.
Todo el patio de butacas de la sala Dvořák se levantó como un resorte y los vítores y aplausos ya no terminaron hasta casi diez minutos después. Hasta seis veces tuvo que salir a saludar el finlandés y nadie parecía dispuesto a ser el primero en irse de la sala. La cara de los músicos irradiaba felicidad. La del público también. Los comentarios posteriores fueron en la misma onda. Praga también ha caído al embrujo de Klaus Mäkelä. De momento, solo Berlín lo ha rechazado.
Fotografías: Petra Hajská/Primavera de Praga.
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