El contratenor coruñés concluye su residencia artística en el ciclo Universo Barroco uniéndose a una de las agrupaciones más comprometidas con el patrimonio musical español, con vívidas lecturas de obras firmadas por dos importantes maestros de capilla del XVIII que no se habían vuelto a escuchar desde entonces
Felicísima comunión
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 4-IV-2025, Auditorio Nacional de Madrid. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Pastor amoroso. Obras de Francisco Hernández y Llana, Juan Oliver Astorga y Diego Pérez de Camino. Alberto Miguélez Rouco [contratenor] • La Guirlande: Luis Martínez Pueyo [traverso barroco y dirección artística], Jesús Merino y Andrés Murillo [violines barrocos], Hyngun Cho [violonchelo barroco], Ignacio Laguna [tiorba], Jonathan Álvarez [contrabajo barroco] y Joan Boronat [clave].
[…] que cuanto al sujeto a propósito para proveer la plaza estaban dichos señores muy informados de serlo el de Valencia, que había escrito e insinuado su inclinación por mano del sochantre Ferrero, quien, como otros inteligentes, aseguraban ser de la primera habilidad.
Actas del Cabildo de Burgos, a propósito del nombramiento de Hernández y Llana como maestro de capilla de su catedral [26-IX-1729].
Muy pocos intérpretes dedicados a las músicas históricas hay en nuestro país tan comprometidos en la actualidad con el patrimonio musical de nuestro Barroco como Alberto Miguélez Rouco y Luis Martínez Pueyo. Para concluir su residencia artística en esta temporada del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] –al menos en el ciclo Universo Barroco que acoge el Auditorio Nacional, pues le quedan algunas citas en otros de los ciclos que la institución tiene diseminados por la geografía española–, el contratenor coruñés ha elegido concluir de la mano de un conjunto que no es su Ensemble Los Elementos –al que ha dirigido en tres ocasiones en el ciclo esta temporada–, sino de La Guirlande, agrupación fundada y liderada por el segundo, traversista barroco. Ambos conjuntos comparten algunos miembros estables, por lo que la cosa quedaba, en cierta manera, en familia. De hecho, Martínez Pueyo es uno de los traversos habituales en la formación de Miguélez Rouco, pero aquí invirtieron los roles, siendo el coruñés solista vocal aquí, a las órdenes de la dirección artística de su colega, que mostró, por lo demás, una notable generosidad al no estar presente en varias de las piezas –no muchos líderes de sus propias agrupaciones están dispuestos a «sacrificar» su presencia permanente sobre el escenario–.
El programa estuvo dedicado a dos importantes figuras de la música a mediados del XVIII en España: Francisco Hernández y Llana (c. 1700-1780) –podrán verlo escrito también como Illana, aunque recientes estudios han priorizado el uso de la primera opción, con la que él mismo firmaba– y Diego Pérez de Camino. Dado que el CNDM no ha estado muy acertado al no solicitar a los musicólogos de Ars Hispana [Raúl Angulo y Toni Pons] la elaboración de las notas al programa –ellos son las autoridades máximas en este sentido, dado que son los asesores musicológicos del programa, transcriptores de las obras y editores de las partituras utilizadas en esta velada–, acudiré a algunos comentarios vertidos por ellos hace años en algunas de sus ediciones de obras de estos autores, para tener un contexto básico de ambos compositores. Hernández y Llana nació en la localidad valenciana de Alcira en torno a 1700 –como ellos mismos descubrieron en unos documentos inéditos hace algún tiempo, y «hacia 1725 ya era maestro de capilla de la catedral de Astorga. La familia Hernández Illana procedía de Lubiano (Álava), aunque no puede asegurarse que Francisco Hernández y Llana naciera en este lugar. Sabemos que la familia tenía ahí sus orígenes porque, a partir de 1767, Francisco Hernández y Llana y su hermano José Vicente pretendieron que la Junta de hijosdalgo de Elorriaga les incluyera en la lista de hijosdalgo como ‘descendientes del lugar de Lubiano’. […] Desgraciadamente, la documentación del archivo de la catedral de Astorga se ha perdido debido a un gran incendio ocurrido en 1905. No se puede, por tanto, determinar cuándo empezó Francisco Hernández y Llana a ejercer el cargo de maestro de capilla en Astorga ni de dónde vino. Posiblemente sucedió a Francisco Pascual, que fue maestro de capilla de la catedral de Astorga entre 1719 y 1723, año en que marchó a la catedral de Palencia. Sabemos que durante esta etapa Hernández y Llana compuso un oratorio dedicado a San Miguel. Uno de estos oratorios se conserva actualmente en el archivo de la Congregación de San Felipe Neri de Palma de Mallorca y se titula La Soberbia abatida por la Humildad de San Miguel. En 1728 Francisco Hernández y Llana se presentó a las oposiciones al magisterio de capilla del Colegio del Corpus Christi de Valencia, vacante por la muerte del anterior maestro de capilla, Pedro Martínez de Orgambide. Estas oposiciones fueron concurridas, presentándose a ellas, además de Hernández y Llana, los maestros de capilla de las catedrales de Murcia, Tortosa y Tudela. Se presentaron también el maestro de la colegiata de Rubielos, los organistas de las parroquias de Onteniente y Castellón y el maestro de capilla del Pilar de Zaragoza, Luis Serra. Resultó elegido de entre todos ellos Francisco Hernández y Llana, que ocupó la plaza tan solo un año. El doce de abril de 1729 las actas capitulares de la catedral de Burgos recogen la muerte del anciano maestro de capilla, Manuel Egüés. Fue el organista Diego Arceo (o Arcedo) el que mientras tanto suplió la plaza de maestro de capilla. En junio de ese mismo año el cabildo de Burgos recibe una carta de Francisco Hernández y Llana, maestro entonces del Colegio del Corpus Christi de Valencia, ofreciéndose como maestro de capilla. Esta carta parece que venía precedida de las gestiones del sochantre Blas Ferrero y quizá de algunos miembros más del cabildo, puesto que el señor fabriquero apoyó su elección como maestro de capilla dada la ‘gran destreza en la música moderna’ que, según varios informes que habían sido enviados, mostraba el solicitante. […] A finales de noviembre se lee una carta de don Francisco Hernández y Llana avisando que ‘tiene resuelto su viaje para esta ciudad [a Burgos] para el día 20 del corriente, deseoso de emplearse cuanto antes en servicio del Cabildo y a principios de diciembre se tiene constancia de que está ya en Burgos».
«Hemos visto cómo en junio de 1729 el señor fabriquero apoyó la elección de Francisco Hernández Illana como maestro de capilla porque el solicitante poseía, según varios informes que le habían sido enviados, una ‘gran destreza en la música moderna’. Esta ‘música moderna’ se refiere, sin duda, al estilo italiano, que en esta época aún no era practicado en la capilla de música de la catedral de Burgos. El anterior maestro de capilla, Manuel Egüés, había nacido en 1654 y, por lo que conocemos de su música, no compuso arias da capo ni empleó una instrumentación a la italiana. Francisco Hernández y Llana demuestra ya un perfecto conocimiento del estilo italiano en su etapa de maestro de capilla de Astorga, como se observa en sus dos oratorios conservados de esta época, que están estructurados a base de pares de recitados y arias. Posteriormente, en su etapa de maestro de capilla del Corpus Christi de Valencia, Hernández y Llana coincidió con el músico Francisco Corradini, que desde otoño de 1728 era maestro de capilla del Príncipe de Campoflorido, capitán general de Valencia. Corradini fue el introductor de la ópera italiana en Valencia […]».
Firmas de Francisco Hernandez y Llana y Diego Pérez de Camino, respectivamente.
De él se ofreció aquí un ejemplo de su música sacra para pequeño formato, dentro del género de la cantada, en la que también se evidencia su influencia de la música italiana. Comenzó la velada con «No más mundo, mi Dios», cantada al Santísimo [1768], obra de «estrenos en tiempos modernos», como lo fueron todas las obras vocales interpretadas en este programa, que requirió de la presencia de toda la plantilla. Conformada por dos movimientos, se abrió con el recitado que da nombre a la cantada, preludiada por una imaginativa introducción con escalas ofrecida desde el clave por el excelente Joan Boronat, que estuvo sensacional a lo largo de todo el concierto, tanto en su magistral realización del continuo como en algunos momentos solísticos de notable enjundia interpretativa. Mostró aquí ya Miguélez Rouco toda su capacidad en el manejo textual, con una pulcra dicción, dando paso al area «Mi Dios, qué ventura», iniciado por la plantilla instrumental, con un luminoso solo de traverso barroco a cargo de Martínez Pueyo, con una cuidada emisión y un bien trabajado unísono con los dos violines barrocos. Comenzó la voz en un balance algo escaso frente al tutti, que fue solventando con el paso de los compases, así como una dicción no tan clara como en el recitado precedente, pero suficiente en casi todos los versos –por supuesto, tener el texto a mano siempre facilita la relevante comprensión del texto cantado–. El fraseo de los melismáticos pasajes en la voz resultó muy orgánico, con marcadas y cortas articulaciones de algunos pasajes de gran impacto expresivo. Estuvo acompañado por el trío de traverso y violines con varios momentos de poderosa finura sin bajo continuo, una sección que, por lo demás, brindó la necesaria solidez armónica y el aporte tímbrico apropiada desde el clave, la tiorba y la cuerda grave [violonchelo y contrabajo barrocos], aunque en algunos momentos la presencia del clave resultó desmedida frente a sus colegas, echándose de menos un balance más cuidado que ponderara una mayor riqueza tímbrica –esto mejoró en la realización del da capo–. El timbre cálido, la riqueza expresiva, un paso entre registros bien acomodado y la capacidad de intensificar el canto a través de la regulación dinámica resultaron puntos muy destacados en la labor del solista vocal. Solamente tuvo algunos apuros en los momentos más agudos de su línea. Por su parte, el da capo planteado por el traverso resultó admirablemente cantable en su fraseo.
Dejaremos su última cantada –que cerró la velada– para el final de este texto crítico, pasando ahora a uno de los aportes más substanciosos del programa, mostrando con mucha inteligencia otra faceta muy distinta del compositor valenciano. Me refiero a las dos obras puramente instrumentales dentro del género de la recercada, que todavía se practicaba en la España de inicios del siglo XVIII –que enraíza con el pleno Renacimiento en la Península Ibérica, con obras como las célebres Recercadas del toledano Diego Ortiz–. Tanto su Recercada a tres sobre el «Pange lingua» como la Recercada a tres fueron dos sorpresas mayúsculas en este programa, porque muestran a un Hernández y Llana de escritura más arcaizante, que por momentos parece salida casi de un puro Seicento. Virtuosos, vivaz, rítmicamente contundente y brillante a nivel contrapuntístico, la primera de las obras sorprende también por la inclusión del cantus prius factus del «pange lingua» en la cuerda grave, elaborado con magnífica profundidad de sonido y cuidado fraseo por Hyngun Cho y Jonathan Álvarez en el violonchelo y contrabajo barrocos, respectivamente. Las partes altas llegaron en los violines barrocos de Jesús Merino y Andrés Murillo, en un excelente trabajo de empaste y afinación, ornamentando con perspicacia en algunas repeticiones para aportar variedad melódica. Por su parte, las interjecciones del clave, entre los pasajes de los violines, aportaron mucha substancia de color y armonía a la pieza. La segunda Recercada a tres, en una línea similar a la primera –aunque sin el aporte tan distintivo del canto llano que le sirvió de inspiración–, llegó con la presencia de un violonchelo marcadamente solista, muy nítido en la definición de las articulaciones, con un cuidado color, aunque un vibrato excesivamente notable en varios momentos. Nuevamente muy bien gestionado el dúo de violines, destacó aquí la sección de la pieza, por su viveza rítmica y por el imaginativo desarrollo de la parte del continuo en el clave.
Antes de presentar la figura del segundo gran protagonista del programa, otro interludio instrumental, esta vez brindado por Juan Oliver y Astorga (1733-1830), con su Sonata en trío n.º 3 en re mayor. Nacido en Yecla, fue un destacado violinista y compositor español en el tránsito entre los siglos XVIII y XIX. Bajo el nombre de Jean Oliver Astorga publicó en Londres algunas colecciones de piezas, incluyendo sus Opp. 1 y 3, sendos conjuntos de sonatas fueron dedicados a su mecenas, Willoughby Bertie, IV conde de Abingdon. Más tarde regresó a España, donde siguió componiendo, logrando ser nombrado, el 30 de marzo de 1776, violinista de la Capilla Real de Madrid. En 1789 fue nombrado director del Teatro de los Caños del Peral de Madrid, el teatro de la compañía de la Ópera Italiana, pero Carlos IV le impidió ocupar este puesto, deseando que permaneciera exclusivamente a su servicio en la Capilla Real. A partir de 1790, aproximadamente, también formó parte de la música de cámara del rey de España, y trabajó con ahínco para Carlos IV, sobre todo con motivo de la visita del príncipe de Parma en 1807. Como destaca Guy Bourliguex: «La música instrumental de Oliver y Astorga se inscribe en el estilo galante típico de la época. Las sonatas para violín requieren una considerable destreza técnica para la ejecución de dobles cuerdas y otros recursos idiomáticos, pero rara vez van más allá de la 3.ª posición. Seis sonatas para violín y violonchelo y cinco para viola y violonchelo se encuentran en Madrid».
Aunque no se especifica en el programa, entiendo que se trata de la tercera sonata extraída de sus Six Sonatas for two German Flutes or Two Violins and a Bass [London, 1769], tomando aquí la línea del primero solista el traverso y la segunda el violín, un planteamiento plausible teniendo en cuenta que el autor da libertad de interpretar con flautas alemanas –es decir, traversos– o violines las líneas altas. Obra en tres movimientos, se abrió con un Allegro que contrastó poderosamente en estilo, en una inmersión galante plena que ya anuncia un inminente Clasicismo. El dúo planteado entre viento y cuerda resultó orgánico, con claridad de líneas y un diálogo planteado de igual a igual, bien trabajado en sonido y homogeneidad de articulaciones, al menos hasta donde es posible tratándose de instrumentos con emisiones tan diversas. Destacaron pasajes de un cuidado sonoro extremo en el traverso de Martínez Pueyo, también las ornamentaciones planteadas por Merino al violín, además de algunas apariciones fugaces del violonchelo barroco y, sobre todo, el aporte de color en los rasgueos de la guitarra barroca presentados por Nacho Laguna –cuyas aportaciones más destacadas llegaron, sin embargo, con tiorba en mano en el resto del programa–. En el Adagio central descollaron los pasajes en dinámicas bajas de muy cuidada emisión en el viento, con un excelente control de aire, contrastado con la contundencia en bloque del continuo, en un planteamiento de tres colores bien diferenciados: viento, cuerda y continuo. Por lo demás, hay que alabar el mimo puesto en ambos instrumentos altos a la hora de ensamblar los pasajes de escritura homofónica. Se cerró la sonata con un Allegro muy bien definido en el fraseo legato de las escalas imitativas del inicio, contrastando una cuidada elegancia en el dúo solistas frente a una viveza muy marcada en un continuo en el que, una vez más, los rasgueos de la guitarra fueron un aporte distintivo y substancial.
Gracias al descubrimiento por parte de Pons del acta de bautismo de Diego Pérez de Camino (1738-1796), hoy se tienen más datos acerca de su figura. Angulo ofrece información interesante en la entrada dedicado al compositor en el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia: «Por el acta de su nombramiento como maestro de capilla de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja), se sabe que era natural de la ciudad de Burgos. Fue mozo de coro de la Catedral de esta ciudad. […] En febrero de 1763 se presentó a las oposiciones para el magisterio de capilla de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada, siendo el juez examinador Juan José Llorente, maestro de capilla de la Colegiata de La Redonda de Logroño (La Rioja). Diego Pérez de Camino fue elegido por la mayoría de votos. Su maestro en Burgos, Francisco Hernández Illana, escribió al Cabildo para darle gracias por la elección. En noviembre de 1763 se le admitió como miembro de la congregación de capellanes de la Catedral. Por esa fecha aún no era presbítero, tan sólo clérigo. La relación con los demás capellanes no debió de ser muy buena. En 1772 los capellanes se quejaron de que el maestro de capilla presidiese los entierros y otros actos de la comunidad, dado que no tenía aún orden sacro. En 1773 la congregación de capellanes acordó desposeer al maestro de capilla de la casa que ocupaba, que era propiedad de la congregación, para arrendarla al presbítero capellán Juan Montes, alegando que la casa estaba muy maltratada ‘con los estudiantes que tiene de posada’. Diego Pérez de Camino se negó a abandonar la casa, quejándose duramente ante el Cabildo de la Catedral con un memorial que la congregación consideró insultante. Por todo ello se inició un pleito en Calahorra (La Rioja), cuyo desenlace se desconoce. El Cabildo de la Catedral, en cambio, debió de estimar mucho al maestro de capilla, pues siempre se ponía a su favor en los enfrentamientos con la congregación de capellanes. Con todo, le reprochaba el poco cuidado que ponía en la enseñanza de los niños de coro. En diciembre de 1766, ante las quejas de las madres, el Cabildo mandó investigar si el maestro cuidaba a los niños como debía; y en 1771, al pedir el maestro carta de recomendación para ir a las oposiciones al magisterio de capilla en la Catedral de Calahorra, el Cabildo se negó a dársela, puesto que, a su juicio, no había puesto ‘particular esmero en la enseñanza y adelantamiento de los tiples’».
«Diego Pérez de Camino opositó al magisterio de capilla de la Catedral de Calahorra en 1771. Los otros opositores fueron Francisco de la Huerta, músico de la Catedral de Ávila, Juan Andrés de Lombide, organista en Bilbao, José Gargallo, copiante en la Catedral de Zaragoza, y Juan José de Arce, arpista de la Catedral de Pamplona. Los jueces fueron el anterior maestro de capilla, Francisco Viñas, y el organista Matías Menéndez. A juicio de estos, todos los opositores habían hecho bien los ejercicios, aunque por la modernidad de su estilo y el buen gusto mostrado en la composición, preferían a José Gargallo. A pesar de esto, la primera votación del Cabildo fue la siguiente: Arce tuvo un voto, Lombide tuvo cinco, Gargallo seis y Camino ocho. Al hacerse una segunda votación entre los dos últimos, salió un empate, con diez votos para cada uno. A partir de aquí se inició un largo y reñido pleito para decidir quién había de ser el maestro de capilla. Al final ganó Diego Pérez de Camino, que pudo tomar posesión de su cargo el 26 de agosto de 1777. Se despidió entonces del Cabildo de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada, donando todas las obras que había compuesto tanto en latín como en romance, gesto por el que el Cabildo le dio oficialmente las gracias. Su magisterio en Calahorra transcurrió sin dificultades y con el aprecio del Cabildo. Tan sólo dos hechos merecen señalarse. En agosto de 1779, como ya ocurriera en Santo Domingo de la Calzada, el Cabildo le amonestó para que cumpliese con su obligación de dar lección a los niños de coro. Y en septiembre de 1787, Camino se presentó al deán ‘despidiéndose para ir a La Rioja’, por lo que el Cabildo le impuso una multa de 400 maravedís: parece ser que se disponía a regentar la capilla de la iglesia de Briones (La Rioja), en cuyo archivo musical se conservan algunas composiciones suyas. Sin embargo, Diego Pérez del Camino ocupó el cargo de maestro de capilla en Calahorra hasta su muerte, ocurrida el 19 de enero de 1796, ‘a las cinco de la mañana’. Se conservan ciento diecisiete obras suyas en el archivo de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada, doscientas sesenta y siete obras en el de la Catedral de Calahorra, cuarenta y una obras en el de la Catedral de Astorga (León) y catorce en el de la iglesia de Briones».
La primera de sus dos obras interpretadas fue «Aleph. Ego vir videns», Lamentación 3.ª para el Jueves Santo, quizá la más exigente a nivel canoro del programa, con acompañamiento del dúo de violines y continuo. Una obra de escritura exigente para la voz, expuesta, dada la textura bastante cristalina en muchos pasajes de la orquestación, con registros un tanto incómodos y de una duración bastante larga, que apenas dio tregua al contratenor gallego, quien, sin embargo, logró salir airoso de su interpretación. Bien gestionado el unísono inicial en los violines –un recurso siempre exigente y complejo en formaciones tan escuetas, de uno por parte–, la primera letra hebraica [«Aleph»] llegó entonada con finura y una emisión bastante corpórea, suficiente en proyección. Muy interesante el planteamiento de las articulaciones en staccato sobre el texto «Me minavit et adduxit in tenebras», muy expresivo en voz y acompañamiento instrumental. Miguélez Rouco supo elaborar con bastante dulzura las restantes letras hebraicas, que resonaron –como otras partes de letras– adecuadamente gracias a la muy correcta dicción, especialmente cuidada en las consonantes. Hizo una utilización inteligente y selectiva del vibrato, gestionando las diversas secciones de forma fluida y contrastando las energías en su justa medida, aportando, en definitiva, un muy musical cariz interpretativo a la línea vocal. Destacó con especial impacto la escritura de los versos «In tenebrosis collocavit me, quasi mortuos sempiternos», que sobre un muy sutil acompañamiento en pizzicato hizo llegar una línea vocal de poderosa sobriedad, casi como una cuerda de recitación, de un sonido tan refinado y recogido que verdaderamente logró detener el tiempo y pausar las respiraciones entre los asistentes. Contrastó de forma imponente con la siguiente sección y su escritura más luminosa y con leves accidentes cromáticos. Se notó aquí –también en otros momentos– una gran simbiosis entre solista y orquesta, entre otras cosas porque el contratenor está muy acostumbrado a liderar a su propia agrupación desde el canto, y así lo hizo también con una agrupación ajena. Cabe mencionar la impecable labor de un muy sólido continuo, dúctil y expresivo en las diversas secciones, aportando en cada una de ellas el carácter más adecuado. La sección conclusiva, sobre los versos «Jerusalem, Jerusalem, convertere ad Dominum Deum tuum», además de muy inspirada en su factura, llegó plasmada en una exquisita interpretación, en otro de los momentos más destacados de la noche. Por cierto, no es de recibo que una entidad de la talla del CNDM se permite poner una traducción de este texto tan mediocre en sus programas de mano, que más bien parecía sacada de un traductor automático que de alguien dedicado de manera profesional a esta labor.
Pasando al género de la cantada, se ofreció «El pastor amoroso», cantada sola al Santísimo, en su versión con traverso, interpretada de nuevo con el tutti sobre las tablas de la sala de cámara del Auditorio Nacional. El recitado acompañado inicial, calmo, pero con la debida intensidad en los violines y continuo, llegó remarcado con una muy pulcra dicción del español. Dio paso al area (Despacio amoroso) «Amado pastor mío», en un rango vocal bastante cómodo para el solista, de tempo estable y planteamiento sosegado, aunque con una factura rítmica bastante marcada. La contrastante sección B planteó una carga teatral muy poderosa, defendida aquí con impecable mano, cuyo brillante pasaje cadencial conclusivo dio paso al correspondiente regreso a A, con un da capo ornamentado con inteligencia y sumo gusto, sin excesos, muy bien encajados en el discurso melódico. Aunque el traverso no tiene aquí un papel especialmente relevante, supo Martínez Pueyo extraer de él las esencias y conformar una interpretación substancial en ese segundo plano.
Como decía más arriba, el programa concluyó regresando a la figura de Francisco Hernández y Llana, con «Qué es esto, amor», cantada al Santísimo [1775]. El recitado inicial destacó por una presencia muy imaginativa en violonchelo y clave, antes de presentar un area (Vivo) «Excede luminoso» protagonizada por una vívida y brillante línea del traverso, el momento de mayor virtuosismo planteado para el solista, defendido con exquisita mano, pues es Martínez Pueyo uno de los más destacados intérpretes del instrumento en la actualidad en nuestro país. Excelente, además, el unísono con ambos violines, apareciendo entonces la cálida voz de Miguélez Rouco, que elaboró unas agilidades muy nítidas y ligeras, aunque alguno de los intervalos hacia el agudo no llegó con la comodidad deseada. Es este un movimiento de una particular escritura, con algunas inflexiones curiosas, potente como cierre para un concierto como este. Junto a unos violines bastante flexibles y un traverso de exquisitas coloraciones, la voz de tintes carnosos, con tonalidades obscuras por momentos, y de emisión muy natural, se alzó para dar por terminada una excelente velada de muy buen patrimonio musical español del XVIII tardío.
Como obsequio tras los calurosos aplausos recibidos, todos interpretaron un aria muy conocida, pero alejada ahora de nuestro Barroco patrio. De la ópera Orlando furioso, RV 728, del veneciano Antonio Vivaldi (1678-1741), el aria «Sol da te, mio dolce amore», que requiere de uno de los solos de traverso más hermosos y exigentes de los compuestos no sólo por il prete rosso, sino por cualquier compositor en toda la Europa barroca.
Fotografías: Elvira Megías/CNDM.