Una unión de dos fantásticos conjuntos da como resultado una velada que no logró la excelencia por cuestiones puramente musicales y también ajenas, como la elección de una sala y una disposición en la misma que no ayudaron a un plenamente feliz desenvolvimiento de los intérpretes.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 07-III-2021. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Obras de Heinrich Ignaz Franz von Biber, Christoph Bernhard y Agostino Steffani. Vox Luminis • Freiburger BarockConsort | Lionel Meunier [bajo y dirección].
Las composiciones sacras de Biber constituyen una parte considerable de su obra. Se distinguen por su magistral escritura vocal, el uso de todo tipo de instrumentos musicales, su estricto contrapunto y la brillante técnica de Biber para escribir variaciones sobre un basso ostinato.
Elias Dann.
No se me ocurre un mejor conjunto vocal para asomarse con las máximas garantías al repertorio alemán del siglo XVII que Vox Luminis. Este conjunto belga, fundado en 2004 por el bajo Lionel Meunier, lleva maravillando a oyentes de todo el mundo prácticamente desde su fundación –su debut discográfico [2007], dedicado al Stabat Mater a 10 de Domenico Scarlatti resultó todo en evento en el mundo de la música temprana; después llegarían las grabaciones dedicadas a Samuel Scheidt y Heinrich Schütz, que demostraron su querencia y especial complicidad con la música de este período en territorios germanos–. Poco se puede decir de la Freiburger Barockorchester –el Freiburger BarockConsort es una extensión de esta legendaria orquesta, creado para acometer programas que requieren de plantillas más reducidas y repertorios menos trillados de los siglos XVII y XVIII–, una de las orquestas historicistas que personalmente más impacto me han causado en las distintas ocasiones que he podido escucharlas en directo. Sin embargo, las sensaciones que me quedaron tras escuchar a estos dos fantásticos conjuntos independientes es que no siempre la suma de dos elementos que brillan de forma independiente da como resultado algo de mayores proporciones.
Obviamente, ambos conjuntos se conocen bien, no en vano recientemente acaban de sacar al mercado una grabación conjunta –para el sello Alpha– protagonizada por dos de las obras que conformaron este programa. Sin embargo, su presencia en la sala sinfónica del Auditorio Nacional de Música, dentro de la programación del ciclo Universo Barroco del Centro nacional de Difusión Musical [CNDM] no cumplió, al menos en el caso de quien firma, las expectativas de excelencia que cabría esperar de semejante unión artística. Y no lo hizo, en buena medida, porque no resultó la mejor elección programar este concierto en la sala grande del auditorio madrileño, en la que se pierde inevitablemente mucha de la filigrana que presenta una música como esta. Ni la amplitud del escenario, ni la monumentalidad de la sala, ni la separación notable entre los miembros del conjunto vocal entre sí, pero también de estos con los instrumentistas, favoreció una lectura detallista en la que se pudieran comprender –tan solo intuir, en muchos de los casos– el trazo fino de la música de tres muy notables compositores.
Fueron dos las obras principales del programa, separadas por una breve pieza del compositor alemán Christoph Bernhard: el Requiem en fa menor de Heinrich Ignaz Franz von Biber (1644-1704) y el Stabat Mater de Agostino Steffani (1654-1728). Se trata de dos obras luctuosas, que plantean la muerte desde órbitas religiosas distintas, pero también desde dos estéticas distantes. A pesar de ello, este tipo de obras suelen plantearse juntas, como ya hiciera en 1994 Gustav Leonhardt cuando grabó, para Deutsche Harmonia Mundi y al frente de la Netherlands Bach Society, la obra de Stefanni junto al Requiem más conocido de Biber, el de a 15 partes en la mayor. Ambas obras plantean, por otro lado, plantillas relativamente similares, lo que hace que funcionen en concierto sin necesidad de plantear muchas modificaciones entre los intérpretes. El número de voces es semejante, con 5 partes solistas [SSATB] más un ripieno de otras cinco partes [SSATB], en el caso de Biber –dos coros a 5 partes también requiere la obra de Bernhard, situada entre ambas magnas composiciones–, mientras que la escritura de Stefanni exige un coro a 6 partes [SSATTB], de tal forma con el añadido de dos tenores en la obra final, el conjunto vocal pudo acometer las tres obras sin necesidad de cambios notables. En cuanto a la escritura orquestal, Biber y Bernhard requieren de dos partes de violín, tres de viola y tres trombones, además del consabido bajo continuo. Eliminando los trombones, curiosamente la plantilla para cuerdas de Steffani exige también tres partes de viola –una sonoridad que se aleja de la órbita católica italiana y se acerca a la Alemania protestante, pero Steffani nunca fue un compositor convencional–, más dos líneas para los violines y una independiente para violonchelo [violone de 8’ pies, en este caso], a las que sumar el bajo continuo, por lo que todo acaba cuadrando de forma bastante orgánica también en el planteamiento orquestal.
Sin embargo, y aunque a nivel conceptual y en cuanto a la exigencia de recurso, el programa estuvo muy bien planteado, no todo resultó en lo sonoro igualmente placentero y convincente. Para comenzar, se debe lamentar una notable distancia cualitativa entre las voces masculinas y femeninas: mientras las primeras –excepciones hechas del propio Meunier y el bajo Sebastian Myrus– no pasaron de un aprobado en sus intervenciones solistas –ni siquiera un aprobado en el caso del contratenor Jan Kullmann, habitual del conjunto, pero desafortunado en esta ocasión en timbre, refinamiento y planteamiento de su vocalidad–, las féminas, encarnadas aquí en las cuatro sopranos habituales del ensemble [Zsuzsi Tóth, Stefanie True, Victoria Cassano y Sara Jäggi] brindaron varios de los pasajes más hermosos vocalmente y más convincentes a nivel expresivo. Pero en el apartado instrumental hubo que lamentar, además, algunos desajustes impropios de una agrupación de este calibre.
Comenzó la velada con el apabullante Requiem en fa menor de Biber, compuesto en torno a 1692, del cual Jérôme Lejeune dice lo siguiente: «[…] Es hoy una de sus composiciones sacras más famosas. Está programado para cinco voces, divididas en un grupo de cinco solistas y cinco cantantes de ripieno. Las fuerzas vocales están apoyadas por un conjunto de cuerda a cinco voces, junto con tres trombones que doblan las voces de contralto, tenor y bajo. Sobre el conjunto se eleva un violín principal: es fácil imaginar que Biber dirigía a sus músicos mientras tocaba esta parte de violín, que se asemeja a una luz brillante que domina toda la estructura vocal e instrumental. La composición está dividida en secciones que exigen toda una gama de plantillas, desde los solos vocales hasta las diversas agrupaciones de solistas, interpolaciones y acompañamientos instrumentales, y las respuestas entre los solistas y el coro de ripienistas. Las arias solistas se intercalan entre majestuosas secciones polifónicas u homofónicas y pasajes fugaces hábilmente elaborados. Biber pone especial cuidado en dar a cada sección del texto la atmósfera expresiva adecuada, haciendo de este Requiem una partitura notablemente variada que combina la emoción con una luminosa visión de la muerte». Dividido en siete secciones, en el Introitus se percibieron las intenciones de presentar esta composición desde una óptica quizá más luminosa y esperanzadora, en efecto, que funesta y obscura, aunque ahí mismo comenzaron a surgir ciertos problemas que se fueron arrastrando durante toda la velada. A pesar de ello, y aunque la incomodidad del espacio hizo de las suyas, el sonido del conjunto vocal al completo resultó –como suele suceder con el ensemble belga– muy especial. Más allá de individualidades de mayor o menor calado, lo que hace grande a Vox Luminis es la suma de todas ellas para dar vida a un todo que se encuentra en estos momentos entre lo mejor del panorama internacional en cuanto a los repertorios vocales de la órbita centroeuropea se refiere, tanto por afinación, como por complicidad entre sus miembros, además de por belleza del sonido, empaste, equilibrio y un planteamiento normalmente muy ajustado a la retórica y el carácter de las composiciones, especialmente del entorno luterano de los siglos XVII y XVIII. Pero, además, cuando otros conjuntos requieren de solistas específicos para plantearse la interpretación de obras de este tipo– véase la versión del Stabat Mater de Steffani grabada hace pocos años por Cecilia Bartoli comandando una pléyade de solistas a los que sumar el Coro della Radiotelevisione Svizzera e I Barocchisti–, la capacidad de este conjunto para asumir piezas que requieren de exigentes partes solistas con sus propios cantores es un plus en su haber, aunque no siempre todas las interpretaciones logren la excelencia.
Hay que alabar el refinado balance entre voces y orquesta, la capacidad para engarzar con fluidez los pasajes solistas con los coros, el sutil planteamiento imitativo en la concepción vocal –precioso trabajo sobre las palabras «ad te omnis caro veniet»–, destacando especialmente el carácter expresivo y el manejo de la retórica en momentos puntuales que así lo requerían. Difícil por momentos balancear los tres sacabuches [con Miguel Tantos Sevillano, David Yacus y Daniele Serafini, estos dos últimos sustituyendo a los anunciados en el programa de mano] en el sonido grupal, aunque su labor sea la de doblar las voces, como se demostró en el «Kyrie». No obstante, los tres realizaron una labor cuidada, planteando una lectura de notable sobriedad sonora, casi a la manera de la polifonía renacentista de donde en cierta manera bebe Biber para sus obras vocales sacras. Muy interesante el carácter general plasmado en el extenso «Dies iræ», repleto de secciones contrastante de todo tipo, en el que la escritura orquestal fue remarcada adecuadamente en el aspecto rítmico y en las articulaciones por las violinistas Anne Katharina Schreiber y Lotta Suvanto, así como por las violas Christa Kittel y Nadine Henrichs. A pesar de todo, los momentos en los que el violín se alzó sobre la escritura orquestal resultaron de una sonoridad excesivamente punzante y un sonido en el que faltó algo de calidez y cuidado del sonido, así como una afinación algo más ajustada. Especialmente interesante en la sonoridad de esta obra resultó el color de las violas, ahondado en el registro grave por la viola da gamba de Hille Perl –encargada de darle vida a la tercera línea para viola– y el violone de 8’ de James Munro –muy solvente y de hondura sonoridad en su hacer en el bajo continuo–. Remarcaron esta sección el órgano muy severo y de enorme firmeza, llevado a cabo por Torsten Johann, así como el archilaúd de Lee Santana, que aportó buenas dosis de color y una poderosa pulsación en sus labores de continuista. Especialmente impactante resultó la elaboración del complejo motivo de amplia interválica sobre el «amen» del «Dies Iræ», exquisitamente delineado en imitativa escritura por voces e instrumentos «doblantes». El Offertorium sirvió para definir, como un buen ejemplo, la manera en que funcionó la estructura de liderazgo en un planteamiento escénico que se complejiza por estar el director, Lionel Meunier, situado en medio del conjunto vocal, es decir, con varios de los instrumentistas de espaldas a él. Pues bien, a pesar de que en muchos momentos, tanto la concertino como el propio organista ejercieron su liderazgo, realizando leves gestos para indicar ciertas entradas y otras indicaciones, lo cierto es que existía una especie de contacto visual en cadena que se dirigía de la siguiente forma: cuando Meunier realizaba una función como director más directa, los violines y violas le miraban directamente a él, mientras que estos eran observados por trombones y bajo continuo, aunque viola da gamba, violone y archilaúd en muchos ocasiones mantenían contacto visual directo con el organista, pues este tenía contacto directo a su vez con Meunier. Parece increíble que, a pesar de todo, y pese a la problemática del espacio, la cosa funcionara de manera bastante orgánica, dejando a un lado problemas puntuales. Pero Vox Luminis tiene esa manera libre de trabajar muy interiorizada, y parece contagiársela a los que participan con ellos en escena.
Se echó en falta una mayor hondura de sonido en la cuerda en el «Sanctus», que sí encontré en el conjunto vocal, el cual desarrolló con solvencia el pasaje imitativo sobre «osanna in excelsis». Brillante resultó el trío conformado por Sara Jäggi, Victoria Cassano y Meunier en el «Benedictus», sostenido por un sobrio y refinado continuo en órgano y archilaúd. «Agnus Dei» y Communio sirvieron para acentuar las diferencias de solvencia entre solistas vocales, pero también de hondura expresiva entre coro y orquesta, con ciertos desajustes, además, a la hora de doblar las voces. Una versión en general satisfactoria, pero que podría haberse equilibrado en varios de estos aspectos para firmar algo antológico que no lo fue.
Como obra de transición se interpretó «Herr, nun lässest du deinen Diener in Frieden fahren» [Señor, ahora dejas que tu siervo muera en paz], un motete de Christoph Bernhard (1628-1692) conservado en un manuscrito en Berlín. Como remarca Lejeune: «No están muy alejado de la estructura vocal e instrumental del Requiem de Biber: cinco voces solistas [SSATB], cinco voces de ripieno [SATTB], una sección de cuerda de cinco partes y un conjunto de cornettos y trombones de cinco partes [sin cornettos aquí, por cuestiones logísticas]. En los pasajes de tutti, Bernhard crea sutiles efectos de dinámica acumulativa mezclando pasajes para los solistas con la adición gradual de doblajes en la cuerda, y luego del coro de ripieno acompañado del viento». Este motete se basa en un principio claro, pues: «un conjunto a gran escala al principio, seguido de secciones de solistas con el acompañamiento de fuerzas instrumentales diversas, y finalmente el regreso del tutti. En el caso de «Herr, nun lässest du deinen diener», se trata de un simple da capo de la sección inicial». Llegó en una versión dominada por el violín I desajustado en afinación, con una emisión de sonido muy incisiva y directa, algo que le restó hondura a una obra a la que quizá le hubiera ido mejor un plano más sereno, en la línea del tutti vocal –las cinco partes del semicoro mantuvieron esa emisión más directa–. Especialmente interesante y bien construido el pasaje para dos violas. Brillante la segunda sección para dos sopranos, con True y Tóth dialogando en un brillante sonido sobre el agudo, sostenido por órgano positivo y archilaúd. Correcto, pero sin alardes el dúo entre alto y tenor; gran profundidad de sonido presentada por Myrus, con destellos de nobles colores, en el aria para bajo, antes de regresar al da capo inicial, devolviendo al coro su identidad, sin duda lo mejor de la obra.
Finalizó la velada con el imponente Stabat Mater de Steffani, autor de enorme interés de apasionante vida, que compuso esta obra al final de su vida. Obra muy conocida, requiere de seis voces [SSATTB] para desarrollar los pasajes corales, además de algunas intervenciones solistas que, sin embargo, no presentan la genialidad de los coros. El inicio, una entonación muy sencilla en la soprano sostenida por la escritura a 6 partes de la cuerda, llegó aquí presentada por las cuatro sopranos –de manera antifonal– con importante delicadeza y hermoso sonido. No destacaron con especial solvencia los pasajes a solo, salvo algunas intervenciones concretas, como Victoria Cassano en «Cuius animam gementem» –elevándose dentro del trío solista–; las de Szuzsi Tóth y Sara Jäggi en el dúo «Tui nati vulnerati»; o el propio Meunier sosteniendo el protagonismo con soltura en «Vidit suum dulcem Natum» o atacando la escritura de cierta coloratura en «Inflammatus et accensus» con notable solvencia. Lo más destacado en esta versión resultó el trabajo de los coros, tanto por sonido, como por color, así como por su definición de los contrastes dinámicos y, especialmente, en el trabajo retórico, remarcando con diafanidad los elementos textuales destacados de forma precisa en la escritura musical –muy destacado el cromatismo sobre «fac me tecum plangere» [y déjame llorar junto a ti]–. Para el final quedó uno de los momentos musicales más impactantes de la noche, la primera sección del coro «Quando corpus morietur» –cuya escucha recomiendo–, de una belleza subyugante, que llegó aquí remarcando sobremanera los expresivos y amplísimos silencios –probablemente alargados a placer por Meunier– y elaborando con carácter «doliente» la progresión armónica en cada una de las recurrentes entradas sobre el primer verso, que parecen clavarse una y otra vez en la entraña del oyente, reteniendo un tempo ya per se de ritmo armónico lento. Quizá ese exceso de remarcar el carácter punzante del coro final se le volvió un tanto en contra a Meunier, restándole cierta expresividad y profundidad.
Un concierto de nivel –con estas dos agrupaciones no cabe esperar otra cosa–, pero sin duda no de la excelencia superlativa esperable, por las cuestiones musicales y extramusicales comentadas. La importancia de programar está también en saber dónde programar. Quede constancia.
Fotografías: Elvira Megías/CNDM.
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