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Crítica: Vox Luminis da rienda suelta a un Purcell genial en el «King Arthur» del Teatro Real

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Autor: Mario Guada
5 de abril de 2022

El conjunto belga, que desde que surgió en el panorama internacional allá por 2004 no ha hecho más que admirar de manera constante con sus proyectos, planteó una versión en concierto dramatizada en la que todos sus miembros aportaron lo mejor de sí para construir una interpretación modélica del genial Henry Purcell.

Todos los que son, todos los que están

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 27-III-2022, Teatro Real. King Arthur, de Henry Purcell. Vox Luminis | Lionel Meunier [bajo, flautas de pico y dirección artística]. Dramaturgia y adaptación de textos: Isaline Claeys y Simon Robson. Narrador: José Luis Martínez.

Los números de la poesía y de la música vocal son a veces tan contrarios, que en muchos lugares me he visto obligado a encorsetar mis versos y a hacerlos ásperos para el lector, para que sean armoniosos para el oyente: de lo cual no tengo ninguna razón para arrepentirme, porque esta clase de entretenimientos están diseñados principalmente para el oído y el ojo; y por lo tanto en la razón mi arte, en esta ocasión, debe estar subordinado a él.

John Dryden: Prefacio de la primera edición impresa de King Arthur [London, 1691].

   El principal problema a la hora de enfrentarse a una obra de la tipología de este King Arthur, or The British Worthy, Z 628 es, precisamente su género, esto es, lo que los ingleses conocían como semi-opera, dramatic opera o English opera. Se trataba, en realidad, de una obra de teatro con cuatro o más episodios separados o masques que incluían cantos, bailes, música instrumental y efectos escénicos espectaculares, como transformaciones y vuelos. «La forma, que floreció en Inglaterra entre 1673 y 1710, se caracteriza además por una clara demarcación entre los personajes principales, que solo hablan, y los personajes menores –espíritus, hadas, pastores, dioses y similares– que solo cantan o bailan. La mayoría de las semióperas son tragicomedias adaptadas de obras anteriores. Los mejores ejemplos son los que tienen música de Henry Purcell: Dioclesian, King Arthur o The Fairy Queen», en palabras de Curtis Price y Louise K. Stein.

   Este género hunde sus raíces en la masque jacobina y en las primeras obras de teatro con música de la Restauración, pero como tal, la semiópera parece haber sido inventada por el actor y director Thomas Betterton, que estaba decidido a producir un equivalente inglés de las comédies-ballets y las primeras tragédies-lyriques de Jean-Baptiste Lully. Junto a sus colaboradores, el dramaturgo Thomas Shadwell y el compositor Matthew Locke, definieron el género. «Reconocieron que la ópera cantada del tipo italiano no encajaría con el gusto inglés ‘racional’, profundamente arraigado en la tradición de la obra hablada, y su solución fue aumentar la ya abundante cantidad de música y danza en las primeras adaptaciones de Shakespeare de la Restauración y explotar el potencial escénico del nuevo Dorset Garden Theatre de Londres, que había sido equipado como teatro de ópera. Su primer gran éxito fue una versión mejorada escénicamente de The Tempest (1674), con música de Locke, James Hart, Pietro Reggio, Pelham Humfrey y John Banister. Aunque la obra resultante está muy alejada de la obra original del mismo nombre, la música crece de forma natural a partir de la trama y contribuye a ella, una integración generalmente característica de las primeras semióperas, aunque la música y el discurso estén claramente separados. En la siguiente obra musical importante, Psyche (1675, de Shadwell y Locke), Locke afirmó haber creado ‘una ópera inglesa’ distinta de los modelos francés e italiano (aunque se basaba en la tragédie-ballet del mismo nombre). En el personaje de Venus, que habla y canta a la vez, la semi-opera se acercó a la corriente continental. Después de la fastuosa, aunque musicalmente inferior, Circe (1677, texto de Charles Davenant), no hubo más producciones de semióperas durante muchos años, como consecuencia, en parte, de las dificultades financieras de los teatros, pero también de la muerte, ese mismo año, de Locke. En 1684, Dryden escribió lo que describió como una obra de teatro en ‘verso blanco, adornada con escenas, máquinas, canciones y danzas’ (la definición clásica de una semi-opera), pero esta obra, que más tarde llamó King Arthur, no se produjo en su momento. La semi-opera fue resucitada en 1690 por Betterton, que adaptó la tragicomedia de Philip Massinger y John Fletcher The Prophetess (or Dioclesian) para Purcell. El éxito fue notable y contribuyó a establecer un modelo de producción que duró muchos años. Dado que la semi-opera implicaba todos los recursos del teatro, era muy costosa y sólo era posible realizar una obra nueva cada año. The Tempest, Psyche y todas las semióperas de Purcell se reponían de vez en cuando, a menudo actualizadas con nueva música».

Ejemplar de la edición de 1691 de King Arthur, con la portada y la «advertencia» de John Dryden.

   Sin embargo, en su concepción, las semióperas de Purcell difieren de las obras anteriores de su tipo, en el sentido de que la música se concentra principalmente en masques autónomas que no hacen avanzar la trama. «No se hicieron muchos intentos de integrar la música y el drama hablado, excepto a nivel metafórico, y Purcell prefirió escribir para cantantes profesionales en lugar de los actores-cantantes que no podían hacer justicia a su música más difícil, que tendía a distanciar aún más las partes habladas de las musicales. Tras la muerte de Purcell en 1695, el Theatre Royal siguió montando nuevas semióperas. La más notable, The Island Princess (1699, música de Richard Leveridge, Daniel Purcell y Jeremiah Clarke), disfrutó de más representaciones que ninguna ópera inglesa hasta The Beggar's Opera (1728). La semiópera se extinguió no porque no hubiera un compositor del genio de Purcell disponible para sostener este curioso híbrido de drama musical, sino, más bien, por la política teatral. Con la introducción de la ópera italiana en 1705-6, el escenario londinense, que había sobrevivido a varios años de feroz competencia entre los dos teatros Drury Lane y Lincoln's Inn Fields (más tarde el Queen's Theatre en el Haymarket), se tambaleó bajo la presión de los altos salarios exigidos por los cantantes extranjeros. Tras varias crisis, el Lord Chamberlain ordenó la separación de géneros entre los dos teatros: Drury Lane podía representar obras de teatro, pero sin música, mientras que el Haymarket podía producir cualquier tipo de ópera. Esto hundió de hecho a la semi-opera, que requería tanto actores como cantantes, y aunque las representaciones se reanudaron unos años más tarde cuando se suavizó la restricción de género, no se escribieron nuevas obras».

   King Arthur fue una de las cuatro óperas reales encargadas por o para Charles II entre 1681 y 1684. John Dryden, probablemente el poeta más laureado en todo el siglo XVII en Inglaterra, proporcionó libros de texto para dos de ellas, King Arthur and Albion y Albanius. «La ópera se estrenó en junio de 1685 con una tibia acogida; sólo se representó seis veces y nunca se reestrenó. El trabajo en la obra se detuvo inmediatamente. Dryden archivó el guion. Después de seis años olvidado por casi todo el mundo, El Rey Arturo volvió a la vida. La primera semi-opera a gran escala de Purcell, Dioclesian, había tenido un gran éxito en el Dorset Garden en la primavera de 1690 y los directores de teatro querían más de lo mismo. Dado que ya existía el guion de King Arthur, el espectáculo podía ponerse en marcha sin complicaciones tan pronto como Purcell hubiera puesto música a las secciones líricas. Esa era al menos la esperanza; pero, como siempre, la política se interpuso. La deposición de Jacobo en la ‘Revolución Gloriosa’ de 1688 y su sustitución por Guillermo y María reavivaron la controversia en torno al principio del derecho divino de los reyes. […] King Arthur era, por varias razones, un texto doblemente sospechoso: una emisión política partidista para una rama depuesta de la monarquía, ideada por un autor amargado por la religión, pero todavía influyente. […] Contra todo pronóstico, se aceptaron las muy poco sinceras garantías de inocencia política de Dryden. El Rey Arturo obtuvo la licencia para su puesta en escena y se estrenó triunfalmente a finales de la primavera de 1691», como destaca Andrew Pinnock.

   Como destacan Peter Holman y Robert Thompson: «Gran parte de la música dramática de Purcell se ofrecía para obras habladas, en forma de movimientos instrumentales introductorios o incidentales y en canciones o trucos musicales introducidos donde era razonable esperarlos: en escenas de bebida o seducción, para serenatas o nanas, para celebrar batallas o lamentar la muerte, o simplemente para el entretenimiento de los personajes en escena –y por tanto del público–. […] En las cuatro semióperas de Purcell, The Prophetess, or The History of Dioclesian, Z 627 (junio de 1690], King Arthur, Z 628 (¿mayo? de 1691), The Fairy Queen, Z 629 (mayo de 1692) y The Indian Queen, Z 630 (1695), la relación normal del siglo XVII entre el texto hablado y la música se invierte, sirviendo el texto como marco narrativo sobre el que se cuelga una sucesión de escenas visualmente espectaculares y musicalmente elaboradas que implican el uso de complejos decorados móviles o maquinaria escénica. Aunque estas escenas solían formar parte de la situación dramática, los personajes principales no solían cantar. La segunda de ellas, King Arthur, se considera a menudo la más exitosa por su integración más completa de la música y el drama, aunque esta percepción se debe tanto a las expectativas modernas del teatro musical como a la calidad relativa de la música en las diferentes obras: su libreto, una reelaboración de John Dryden de la leyenda de la edad oscura que debe poco a la historia o incluso al romance medieval, fue escrito específicamente para una semiópera, y Dryden entendió mucho mejor que Betterton cómo proporcionar a Purcell oportunidades para episodios musicales significativos. Dos personajes importantes, los espíritus bueno y malo [Philidel y Grimbald], cantan además de hablar, y largos y elaborados pasajes musicales como la ‘Escena del Sacrificio’ en el acto I y la ‘Escena del hielo' en el acto III, junto con su espectáculo visual asociado, están estrechamente vinculados al desarrollo de la trama».

   Con inteligencia, la propuesta del conjunto belga Vox Luminis, acogido por el Teatro Real en una función única, introducía el apartado narrativo de la trama, por medio de José Luis Martínez, un excelente narrador de exquisita dicción y dramatización en su lectura justa y precisa a cada momento, quien en español fue narrando las hazañas de la historia que recoge al Rey Arturo, líder de los britanos, en su lucha contra los sajones, liderados por Oswald, aunque en realidad esconde una historia de amor –la recuperación de su amada, Emmeline–, pero también de magia –con la presencia de Merlin y Osmond, quienes lucha para distintos bandos–, mitología, escenas campestres y diversión tabernaria. La historia tiene de todo, y realmente, aunque texto hablado y pasajes musicales van por vías separadas –una práctica habitual de estas semióperas–, el resultado final resultó tan atrayente como exquisitamente plasmado en las cantores e instrumentistas de Vox Luminis. Es esta una obra coral, no solo en el sentido estrictamente musical del término, puesto que son muy numerosos los coros en ellas, sino también en el sentido de que los papales solistas –numerosos y breves en su mayoría, salvo tres o cuatro personajes de mayor enjundia– plantean una visión plural, pues son, al fin y al cabo, protagonistas colectivos. Y así es, en King Arthur podría decirse que no sobra ni se requiere ningún personaje. Son todos los que están y están todos los que son. Por tanto, quién mejor que el extraordinario conjunto belga para acometer una obra en la que necesariamente se demanda de un conjunto vocal muy solvente para los pasajes corales –su especialidad–, pero a la de vez unas voces suficientemente solventes como para acometer los roles individuales presentados en la obra, sin duda de diversa índole y dificultad, pero en todos los casos defendidos aquí con calidad y saber hacer. Es, por lo demás, una obra que conocen bien, ya que fue grabada por ellos –sin las partes habladas, como ocurre habitualmente– para el sello Alpha en 2018, y presentada en concierto desde entonces en diversas ocasiones.

   Vox Luminis contó para la ocasión con dieciséis voces [Sophie Junker, Zsuzsi Tóth, Caroline Weynants, Viola Blache (sopranos); Jan Kullmann, Alexander Chance, Helene Erben, David Feldman (altos); Florian Sievers, Jacob Lawrence, Hugo Hymas, Rory Carver (tenores); Sebastian Myrus, Marcus Farnsworth, Lorant Najbauer, Lionel Meunier (bajos)], según plantilla actualizada en la web del Real –el programa de mano incluía dos nombres que no se habían modificado, incluyendo al concertino de la orquesta, Jacek Kurzydlo, en lugar del anunciado Tuomo Suni–, que se desenvolvieron con sus habituales cualidades canoras: afinación impecable, sonido muy sólido, de gran equilibrio entre líneas –sorprende escuchar una línea de altos tan poderosa–, cuerdas ya muy hechas, cada una con unas coloraciones y características propias muy definidas, además de una gran inteligencia a la horas de gestionar la respiración coral, muy expresivos y, para la ocasión, extraordinariamente dramáticos, muy metidos en el papel, con convicción y mucha solvencia escénica. Necesario resulta en este punto alabar la dramaturgia de Isaline Claeys y la creación y selección de los textos del espectáculo a cargo de esta junto a Simon Robson, sobre el original de Dryden, aportando mucha fluidez al espectáculo, imbricándolos quizá con una mayor organicidad a las partes estrictamente musicales. Hay que destacar que la primera parte, con los dos primeros actos, fue quizá la más floja a nivel estructural y de interés musical, pues sin duda lo más destacado vendrá después, a partir del acto III, desde la hipnótica «Escena de la helada», el canto de borrachera de Comus –personaje humano que por su esencia no debería cantar, pero la embriaguez hace que paso a formar parte de los roles «sobrenaturales» encargadas de las partes cantadas– y, quizá el aria más sobrecogedora de la obra –y de buena parte de su catálogo musical–, «Fairest Isle», que canta Venus.

    Si bien la acústica del Real –a pesar de la caja que se utiliza para estas ocasiones en concierto– no es de una calidad extraordinaria, la orquesta de Vox Luminis se fue haciendo poco a poco con el espacio, comenzando con los primeros números puramente instrumentales [First Music: Overture, Second Music: Aire y Overture]. Comandada desde la cuerda por Kurzydlo, y especialmente liderada desde el teclado [clave/órgano positivo] por un inteligente Anthony Romaniuk, cumplió con todos los estándares esperados para ofrecer una lectura vívida, colorista, muy acertada en esa mixtura tan especial que la música británica –Purcell especialmente– presenta con lo toques siempre muy característicos y casi únicos de las islas junto a un carácter notablemente afrancesado. Imponente presencia de las trompetas –con agujeros– de Rudolf Lörinc y Moritz Görg, de sonido muy cuidado, emisión certera y solemne presencia, acompañados en de forma pertinente en la percusión y los timbales por Marianna Soroka –con la colaboración de la alto Helena Erben–. Muy interesante la aportación de una cuerda grave en el continuo de poderosa presencia y profunda sonoridad, con Ronan Kernoa y Edouard Catalan en los bajos de violines y en el violone de 8’ a cargo de Benoit Vandem Bemden. No menos relevante, aunque a veces problemáticos en el balance sonoro en varios pasajes orquestales, las cuerdas pulsadas de Simon Linné y Justin Glaie [theorbo, guitarra barroca y laúd barroco]. Mención aparte merece el consort de flautas de pico que presenta varios momentos destacados a lo largo de la obra, aportando ese colorido pastoral tan relevante para el devenir narrativo de la obra, construyendo su polifonía con un sonido mimado, dulcificado –aunque a veces un punto tenso, cuando la ocasión lo requería–, muy bien empastado y con una afinación muy destacable por BenoÎt Laurent, Julia Fankhauser y Armin Köbler, junto a también bajo Lionel Meunier, a la sazón fundador y director del conjunto. Los tres primeros se encargaron, a su vez, de las líneas de los oboes, fundamentales en el planteamiento orquestal de Purcell, tanto en los momentos doblando la cuerda como en otros con papales independientes de notable exigencia. Les acompañó, para cerrar las maderas, el fagot barroco de Lisa Goldberg, de emisión poderosa, un frase muy inteligente y una presencia siempre imponente en el tutti.

   Regresando a las voces, cabe destacar varios momentos de enorme altura a lo largo de la velada, especialmente en las voces de mayor protagonismo, como fueron la de las sopranos Sophie Junker y Zsuzsi Tóth, que encarnaron a Cupido/Honor y Pastora/Sirena/Ninfa/Venus respectivamente. La primera conformó un dúo de gran solidez dramática con el bajo Sebastian Myrus, muy solventes tanto en sus recursos vocales como en su presencia escénica; si bien no son dos voces espectaculares, si lucen en una obra de este tipo por su regularidad y su implicación absoluta. Tóth, por su parte, firmó una interpretación de «Fairest Isle» de gran impacto expresivo, aunque algo falta de calidez en el agudo, acompañada por una orquesta de íntima y muy refinada presencia, con una introducción sobrecogedora y destacando especialmente la sección de violas, así como como la cuerda pulsada en un continuo de trazo muy fino. No dudo la cuerda en ornamentar profusamente en su regreso a la melodía inicial, en un trabajo dinámico sobre pianissimo de enorme efectividad dramática. Myrus firmó una versión bien trabajada de la célebre aria «What Power art thou, who from below...», a cargo del Genio del frío, remarcando muy bien la escritura staccato muy rítmica de la melodía –imponente referencia retórica al tiritar–, acompañado por una orquesta que aprovecho de forma muy efectiva esa escritura para dar peso a las disonancias, aportando un gran peso dramático. Por lo demás, cada uno de los efectivos vocales, tanto a nivel individual como colectivo, asumieron la esencia de esta obra con inteligencia, tanto en el carácter y color requeridos –en los tintes cómicos, especialmente–, como en el marcado aspecto dramático que exige. No es una obra para coro al uso, porque su implicación como elementos del drama les convierte en actores, no solo en cantores, más aún cuando ellos son los encargados de asumir los roles de los diversos personajes. Frente a otras versiones, en las que un coro «al uso» se encarga solamente de las partes para tal cometido –como hemos dicho, de notable enjundia–, mientras que solistas consolidados en el panorama internacional afrontan los distintos roles, lo que ha conseguido Vox Luminis con esta aportación personal es darle una unicidad y un carácter muy homogéneo al drama, una dimensión distinta y, probablemente, más razonable y de interés, quizá no tanto en grabación como sí especialmente en vivo. Una referencia más que sumar al catálogo de éxitos de esta agrupación en sus ya casi veinte años de trayectoria. Y todo ello, para rizar el rizo, sin un director presente durante la función, aunque no se debe desdeñar en este aspecto el liderazgo del ya mencionado Romaniuk, pero sobre todo el profundo e inteligente trabajo de fondo llevado a cabo por Meunier, una de las claves del éxito de este fenómeno llamado Vox Luminis.

Fotografías: Javier del Real/Teatro Real.

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