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Crítica: Una memorable «Quinta» de Bruckner abre, con Thielemann y la Staatskapelle Dresden, la temporada de la Wiener Konzerthaus

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
15 de septiembre de 2022

«Algo que sientes en rarísimas ocasiones. Ese convencimiento de haber escuchado algo único. Hora y media de placer y tensión que no olvidaré nunca»

Se pone muy alto el listón

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 11-IX-2022, Konzerthaus. Sinfonía n.° 5 en si bemol mayor, de Anton Bruckne. Sächsische Staatskapelle Dresden. Director musical: Christian Thielemann.

   El domingo 11 por la tarde arrancó la temporada número 110 del Konzerthaus de Viena, el imponente edificio modernista de la Lothringerstrasse, enfrente de la Beethovenplatz donde se encuentra el majestuoso monumento al genio de Bonn, obra del escultor Kaspar von Zumbusch. Cerca de 500 conciertos programados para los próximos 9 meses, donde a los ciclos habituales de orquestas internacionales, de la Orquesta Sinfónica de Viena, de la orquesta de la radio RSO, de la temporada de cámara, o del ciclo de piano, se suman los de música antigua, las cantatas de Bach, los de música contemporánea –el célebre ciclo Wien Modern tiene aquí una de sus principales sedes–, los de jóvenes intérpretes, de jazz, de pop o el de músicas del mundo. Todo un universo musical preparado para ser la casa de los amantes de cualquier género musical.

   Antes de comenzar el concierto, con el cartel de «no hay billetes» puesto hace unas semanas, y con bastantes personas en la puerta con el correspondiente cartel de «suche Karten», el intendente Matthias Naske tomó brevemente la palabra para dar las gracias a la audiencia, y pedirla que vuelva a hacer el Konzerthaus su casa. Han sido 2 años muy duros, en que los distintos confinamientos –recordemos que el último fue en los meses de noviembre y diciembre de 2021, cuando ya prácticamente toda Europa estaba «abierta»– les han hecho cerrar 306 días. Una pandemia, que además de sus efectos devastadores entre la población, ha hecho sumamente difícil la gestión económica y diaria de la institución.

   La temporada empezaba con uno de los conciertos que habían despertado mayor expectación. La mítica Staastskapelle de Dresde, la orquesta más antigua del orbe –se fundó en 1548– y su titular, el polémico Christian Thielemann –lleva un par de semanas en boca de toda la prensa alemana y austriaca por las enésimas declaraciones políticas que tanto daño le hacen– subían a sus atriles la imponente Quinta sinfonía de Anton Bruckner, dentro de la mini gira de septiembre que también les ha llevado a Milán, y al Festival Bruckner de Linz. No sé si hacer caso al dicho gitano de «No quiero buenos comienzos...», pero si lo hago, me temo habrá problemas durante la temporada, porque va a ser difícil, muy difícil, asistir a una velada que la supere.

   La Sinfonía n.° 5 en si bemol mayor de Anton Bruckner es una obra colosal. Compuesta entre 1875 y 1876, y tras unos leves cambios en 1878, el compositor se sintió muy orgulloso de ella y no la volvió a modificar. A pesar de la humildad y la falta de amor propio que le caracterizaron durante toda su vida, el año 1875 marca un hito en su carrera. Consigue la plaza titular de profesor de contrapunto y armonía en la Universidad de Viena, e internamente, ese reconocimiento le empieza a hacer inmune frente a los «tradicionalistas» encabezados por el crítico Eduard Hanslick. Sin embargo, pagó un alto precio por ello. Jamás la pudo escuchar. Un poco a la manera de las últimas obras de su admirado Beethoven, solo sonaron internamente en su cabeza. Cuando Franz Schalk la estrenó en Graz en 1894, Bruckner, muy enfermo no asistió.

   La obra es toda una catedral de música y sonido. Su sonoridad masiva, su estructura de bloques –de ahí la enorme importancia que tienen aquí las transiciones–, y su sublime grandeza están impregnadas de polifonía y de contrapunto. Sus melodías y sus corales además de impactantes son inolvidables. En los últimos 150 años han corrido ríos de tinta sobre si es solo una impresión que tenemos los oyentes de estar ante una catedral o si en realidad Bruckner se inspiraba también en ellas en su método de trabajo. Lo que es cierto es que la imagen de una catedral gótica combina la monumentalidad arquitectónica con la religiosidad absoluta que marcó la vida del compositor. Andrea Zschunke, en sus excelentes notas al programa de mano, indaga en esa cuestión en un artículo realmente interesante.

   Ante estos mimbres, Christian Thielemann se encontraba en su salsa. El berlinés es un maestro en las grandes formas y en captar la esencia los Bruckner, Wagner y Richard Strauss. En plena pandemia, interpretó sin público esta misma obra con la Filarmónica de Viena. Una interpretación donde se mascaba el ambiente de tristeza y opresión de esos momentos, y que pudimos escuchar por la radio. Por su parte, ¿qué decir de la Staastskapelle de Dresde, sino que es su complemento ideal, su orquesta de los últimos 10 años?

   La Quinta es la única del compositor de Ansfelden que tiene una breve introducción en pianísimo de violines y violas sobre los pizzicatti de los violonchelos. El Sr. Thielemann le dio un halo misterioso preparando la entrada de los metales, y el primer tutti y el primer coral posterior que nos lleva al Allegro propiamente dicho fueron imponentes. Bastaron esos pocos compases para darnos cuenta de lo grande que podría ser la tarde. Lo grande y lo larga.

   Grande porque, por primera vez en las muchas ocasiones que le he visto en vivo, en vez de la colocación tradicional de la orquesta con los contrabajos en la derecha de la zona posterior del escenario, el Sr. Thielemann los colocó a la rusa, es decir con los violonchelos a la izquierda justo detrás de los primeros violines y los contrabajos en la parte posterior izquierda. De esta manera en la parte derecha del escenario se colocaron las violas por detrás de los segundos violines, y las trompas justo detrás, dejando las maderas y el resto de los metales en el centro. La orquesta se tiñó de tonos graves que hicieron la versión aún más imponente, y que supuso un trabajo extra para el resto de las cuerdas y las trompas para conseguir un equilibrio casi perfecto. Esos tonos graves fueron muy adecuados con la idea de la imponente construcción de una «catedral gótica».

   La otra característica que mencionaba antes es la «longitud». Thielemann eligió tempos muy lentos, casi «celibidachianos». La versión superó la hora y 22 minutos, y salvo el Scherzo, llevado a un tempo algo más rápido, pero lejos de las estridencias de otros maestros que incluso en Bruckner no paran de extremar dinámicas, el director berlinés desplegó un tema tras otro, un desarrollo tras otro, y una recapitulación tras otra de manera exquisita y con un perfecto control de los planos sonoros. Salvó con nota la gran cantidad de cambios de tempo y de ritmo –esas síncopas que pueden ser tan traicioneras– que abundan por doquier, y no hubo momento en que no consiguiera convencernos de que el que marcaba era el adecuado.

   Si el tempo y el sonido fueron las bases de la «construcción catedralicia», la amalgama y el cemento fueron por un lado el fraseo intenso, cálido y conmovedor, y por el otro el perfecto dominio de las transiciones entre temas, esos que hacen naufragar versiones que bordan la interpretación de los distintos temas pero que se olvidan del «todo». Aquí, el Sr. Thielemann nos hizo tocar el cielo en múltiples ocasiones. La que une los dos temas de Allegro inicial fue sublime, y fue solo la primera. Me tengo que remontar muchos años para «recordar» algo similar a la intensidad y el exquisito buen gusto –algo que le he echado en falta en numerosas ocasiones– que mostró en un Adagio simplemente perfecto donde a pesar de la lentitud impuesta, la música fluía y fluía sin que la tensión decayera ni un solo instante.

   En el Scherzo fue donde más se manifestó ese control de ritmos asincopados que mencionábamos antes, pero el director berlines fue capaz de hacer un «bocadillo» perfecto con el «pan» –la fuerza impetuosa pero nunca descontrolada del tema inicial y de la recapitulación final– y el «relleno» –la exquisita musicalidad de maderas y cuerdas en el precioso trío intermedio– con un fraseo orquestal excepcional con múltiples acentos.

   El Finale, quizás el mejor ejemplo de las maravillas que Bruckner podía hacer con el contrapunto, fue algo apoteósico en las manos del director de berlinés. Es difícil destacar algo en concreto de la catedral sonora que surgió de su batuta, pero si excelentes fueron las citas a los dos primeros movimientos –aquí, una pequeña pifia en la entrada de las trompas fue el único lunar de toda la tarde– o el primer tema de la fuga, fue quizás la grandiosa doble fuga, y la enorme coda, con su último clímax, donde todos echaron el resto.

   Cuando tras el último acorde, el Sr. Thielemann bajó por fin los brazos, y tras cerca de cuarenta segundos de silencio empezaron los aplausos, algo me vino a la cabeza. Algo que sientes en rarísimas ocasiones. Ese convencimiento de haber escuchado algo único. Hora y media de placer y tensión que no olvidaré nunca.

   De cara al resto de la temporada, el listón está muy alto. Difícil será superarlo, pero no perdamos la fe.

Fotografía: Markenfotografie/Wiener Konzerthaus.

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