Tosca siempre sale adelante
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 7-VII-2021, Teatro Real. Tosca (Giacomo Puccini). Sondra Radvanovsky (Floria Tosca), Joseph Calleja (Mario Cavaradossi), Carlos Álvarez (Barón Scarpia), Gerardo Bullón (Cesare Angelotti), Valeriano Lanchas (El Sacristán), Mikeldi Atxalandabaso (Spoletta), David Lagares (Sciarrone), Inés Ballesteros (Un pastor), Luis López Navarro (Un carcelero). Pequeños cantores de la JORCAM. Orquesta y coro titulares del Teatro Real. Dirección musical: Nicola Luisotti. Dirección de escena: Francisco Azorín.
Unos de mis primeros recuerdos líricos de la adolescencia fue una transmisión de Tosca en televisión española desde la Arena de Verona con Eva Marton, Jaume Aragall e Ingvar Wixell. No conocía la obra y apenas nada del repertorio operístico, pero quedé totalmente atrapado por la acción vertiginosa, la emoción y tensión progresiva. Parecía que estaba viendo una película de cine negro o una de suspense hitchcockiano, cineasta que ya se configuraba como uno de mis favoritos en esa época en la que aún podían verse grandes clásicos en las horas que ahora llaman «prime time».
Efectivamente, la maestría teatral de Puccini, su infalible intuición dramática brilla con luz propia en la adaptación que realiza junto a sus libretistas Luigi Illica y Giuseppe Giacosa del drama de Victorien Sardou La Tosca (1887), vehículo para el lucimiento de la gran Sarah Bernhardt. Una obra teatral que le atrapó desde que dos años después de su estreno, la presenció protagonizada por la propia Bernhardt y cuyas virtudes dramáticas alabó el propio «Grande vecchio» Giuseppe Verdi. La unidad de lugar, espacio y tiempo, una acción trepidante, que no da respiro, la fascinante Roma, se combinan con la inspiración melódica y categoría como orquestador de Puccini para crear una obra maestra, cuya popularidad sólo ha hecho crecer desde su estreno
La protagonista encarna uno de los papeles más emblemáticos de toda la literatura operística, una diva que debe interpretar a una diva, un personaje que reúne legítimos excesos teatrales, pues, hay que tenerlo en cuenta, Puccini adapta la Tosca de Sarah Bernhardt por encima de la de Sardou. Pasión, más corazón que reflexión, celos enfermizos (la figura de Elvira, compañera sentimental de Puccini parece muy presente) y una gran devoción religiosa caracterizan un personaje que debe evolucionar a lo largo de la ópera al verse inmersa en una trama política –algo de lo que siempre se mantuvo al margen-, que incluye tortura, sangre y asesinato.
Después de transcurridos exactamente 10 años, con la producción de Nuria Espert, la soprano Sondra Radvanovsky volvía a ser Tosca sobre el escenario del Teatro Real. En la faceta intepretativa, en esta tercera interpretación de la heroína pucciniana que la veo en vivo, se aprecia una evolución positiva. La sobreactuación y los excesos, más bien vulgares, de quién no es verdadera artista, se han mitigado en favor de una expresión algo más sobria, siempre sincera, con una pronunciación del italiano mejorada, todo ello en el ámbito de un montaje fundamentado en una somera dirección de actores y aún más esquemática caracterización de personajes. Más convincente resultó, en la interpretación de la soprano norteamericana, la Tosca coqueta y enamorada, presa de esos celos cuasicómicos, aunque faltó algo de sensualidad, del primer acto, que la arrollada por los acontecimientos, expuesta a un dramatismo creciente, de los dos posteriores, en que se apreciaron algunas vulgaridades y exageraciones como ese asesinato de Scarpia tipo Psicosis con una ensalada de puñaladas y gritos desaforados –la temperatura teatral del momento es lo suficientemente alta como para pretender subrayarla de manera contraproducente-.
Lo que resulta indudable es la entrega de la soprano natural de Illinois, la sinceridad de su faceta expresiva, aunque no siempre sea acertada, culminada con esa manera de arrojarse al vacío al final de la ópera, de espaldas y en escorzo, que creó un gran efecto dramático. Sin embargo, es el aspecto vocal donde más brilló la prestación de Radvanovsky merced a un sonido robusto, amplio y caudaloso, que no tiene problemas para superar la fastuosa orquestación pucciniana, en esta ocasión realzada por una batuta en momentos excesiva de decibelios. Sonidos de gran pegada y desahogo en la zona alta, -a veces con algo de exceso de metal, bien es verdad-, con un «Do de la lama» del último acto abordado con aparente facilidad, generoso timbre y expansión, además de mantenido varios compases, mientras la soprano ¡aún con el cuchillo en la mano! lo agitaba en el aire de manera torpemente efectista repitiendo las inumerables puñaladas con las que cosió a Scarpia -cabe suponer que se trata de otra ocurrencia de la puesta en escena-. Más discutible su franja grave, abierta y más bien bronca, como pudo comprobarse en «presago sospetto» del primer acto, «sogghigno di demone» del segundo, «gli piantai nel cor» del tercero.
El timbre de la soprano norteamericana dista mucho de ser bello, acusa vibrato «stretto», el esmalte resulta más bien «rugoso» y falto de un punto de morbidez, pero lo maneja una cantante de buena escuela y compostura canora. Esa capacidad, que siempre impacta en la Radvanovsky, para recoger sonido tan voluminoso en buen canto legato, piani y filados brilló en el coliseo de la Plaza Oriente y culminó en un “Vissi d’arte” que provocó una estruendosa ovación del público, que reclamó el bis que la soprano había concedido en el estreno del día 4. Efectivamente, el público se vió recompensado con ese bis, que la Radvanovsky siempre generosa y entregada, ofreció. El que firma está muy lejos de ser inflexible ni con los bises, ni con las notas interpoladas fruto de la tradición que enardecen a la audiencia y demás expresiones de la pasión que siempre ha sido esencial en el público operístico. ¡Ay, cuándo perdamos esa pasión que a la mayoría de los que manejan el cotarro operístico actual tanto les molesta! Eso sí, dicho esto, debo subrayar que los bises se están convirtiendo últimamente en una especie de farsa cuasicircense, desvirtuándose su esencia, cuando debería ser algo excepcional que concurre en momentos extraordinarios. No fue este «Vissi d’arte», apreciable, pero no excepcional, uno de ellos –más allá del tempo moroso aplicado a la pieza por la batuta- pero el público ha leído que en la función anterior hubo bis y quiere el suyo. A ello se une la complicidad entusiasta del teatro, feliz con esos titulares ditirámbicos de la prensa: «¡Bis en el Real! ¡Histórico!».
Después de un personaje cómico tan grotesco como Mamma Agata magníficamente interpretado el mes pasado, el barítono Carlos Álvarez, en este retorno suyo al Teatro Real tan contrastante, se enfrentaba a uno de los más grandes villanos de la historia de la ópera, un personaje grandioso, que mueve todos los hilos de la trama. Un tirano sádico, procaz, cínico y violento, símbolo del abuso de poder. La nobleza consustancial al timbre y modos del cantante malagueño hacen inevitable que su interpretación incida en el lado refinado de esa vileza y perversión de Scarpia, que al fin y al cabo es un barón, un aristócrata, educado en las buenas formas. Aunque su salida en el primer acto «Un tal baccano in chiesa! Bel rispetto!» tuvo gran efecto e impacto, como debe ser, ensalzada por el vigor y fastuoso sonido que surgía del foso, el Scarpia de Alvarez no terminó de alcanzar ese punto atemorizante del personaje y pareció expresar, seguramente a instancia del director de escena, más conflicto interior del que en realidad alberga el vil barón, un malvado absoluto. Incluso daba la impresión, lo que sería todo un dislate, que pudiera estar enamorado realmente de Tosca, lo que contradice frontalmente la esencia del personaje, perfectamente expresada mediante su «credo» del comienzo del segundo acto, donde es fácil apreciar la influencia del Yago Verdiano. En lo vocal se escuchó el timbre baritonal bello y noble se siempre, la buena línea de canto – esas frases «Tosca divina la mano mia…» del primer acto- junto a algunos acentos intencionados, pero es cierto, que faltó cierta pujanza tímbrica y el malagueño se vió engullido demasiadas veces por el aparato orquestal de Luisotti.
Cavaradossi es el personaje más desdibulado y menos complejo de la ópera. De hecho, Puccini y sus libretistas se referían a él despectivamente como «Il Signor tenore» y la condensación del drama de Sardou que dio lugar al libreto de ópera le perjudica especialmente y nos deja sin antecedentes e información importante sobre su personalidad y compromiso político. A pesar de ello, el genio de Lucca le compuso dos de las arias más lucidas, brillantes y justamente populares del repertorio, «Recondita armonia» y «E lucevan le stelle». Nulo interés tanto en lo vocal como en lo interpretativo el Cavaradossi del tenor maltés Joseph Calleja. Emisión retrasada y caída de posición, cabrilleo molestísimo, además de resultar musicalmente descuadrado y vulgarísimo como fraseador, en una línea de canto en la que los escasos intentos de apianar se resolvieron en sonidos raquíticos, sin apoyo, blanquecinos. Los agudos de Calleja, particularmente importantes son los de «La vita me costasse» del primer acto y el famoso «Vittoria!» del segundo, resultaron emitidos de gola, dando lugar a un sonido que se estrecha de manera inmmisericorde y careció de expansión alguna. Ni rastro de canto concitato (encendido, ardoroso, impetuoso), ni de passionalità Pucciniana en un Cavaradossi, ayuno tanto de seducción tímbrica como de carisma, calor y efusión lírica.
Entre los secundarios corresponde destacar el Angelotti del barítono Gerardo Bullón, herido en la pierna en este montaje y que, siempre aplicado en lo interpretativo, debe cantar sus frases introductorias de la ópera tumbado de espaldas y totalmente horizontal, lo que no fue obstáculo para que su timbre atractivo y de apreciable caudal corriera por la sala. Valeriano Lanchas repitió su Sacristán de 10 años atrás con su timbre de destacada sonoridad, pero lo que entonces fue un reconocimiento a un cantante joven y desconocido, esta vez tuvo un aroma rutinario y de falta de evolución artística. Como cabía esperar, de libro el Spoletta de Mikeldi Atxalandabaso, esa especie de «Piero de Palma español». Cumplidores los demás.
La orquesta ocupó el foso amplio y no se puede dudar que la orquestación pucciniana es rica y opulenta, pero la dirección de Nicola Luisotti, plena de oficio y conocimiento de este repertorio, me pareció excesiva de aparato sonoro en demasiados momentos. El tejido orquestal resultó brillante en muchos pasajes -ese comienzo arrollador, la salida de Scarpia apropiadamente espectacular, la vibrante progresión previa a la entrada de Tosca en el tercer acto, el final con un calderón eterno en el último acorde…-, pero la labor de Luisotti, suficientemente teatral, no pudo librarse de cierta desigualdad, con algunos tempi letárgicos -«Vissi d’arte»- y la sensación de que el aparato sonoro se impuso a la sutileza. Es justo destacar la gran actuación de las maderas, especialmente del clarinete solista de Luis Miguel Méndez, espléndido toda la noche y que culminó con una excelente intervención en el «Adiós a la vida» del tercer acto. Bien el coro, tanto en el espectacular Te deum del primer acto, como en la cantata fuera de escena del segundo y destacable actuación, como es habitual, de los pequeños cantores de la JORCAM.
El Teatro Real ha recurrido para esta serie de 16 funciones de Tosca, que ponen fin a la temporada 2020-2021 -en la que cabe aplaudir sobre todo, que se ha desarrollado casi íntegra a pesar de la pandemia y en contraste con lo ocurrido en la mayoría de los grandes teatros- a una coproducción del Gran Teatre del Liceo de Barcelona y el Maestranza de Sevilla firmada por Paco Azorín. Tuve la oportunidad de ver tres funciones de la misma en Barcelona en marzo de 2014 –una de ellas con la propia Radvanovsky como Tosca- y escribí en este mismo medio: «En resumen, un montaje aparentemente económico, razonable, apañado si se nos permite la expresión coloquial, que permite seguir perfectamente esta ópera magistral». Lo cierto es que en esta reposición del montaje para el Teatro Real, su responsable ha añadido novedades, las cuales discurren entre el «no aportar nada» al dislate, que sumadas a algunos elementos inadecuados ya presentes en el original, lejos de mejorar esta puesta en escena, la han empeorado y colocado en muchos aspectos en contra de la obra y sus personajes.
En primer lugar, hay que destacar que el movimiento escénico es somero lo que unido a la escasa caracterización de los personajes (la poca que hay, como lo que he indicado respecto a Scarpia, mejor sobra) favorece la posibilidad de que se sumen intérpretes al montaje –las estrellas Anna Netrebko y Jonas Kaufmann asumirán dos funciones cada uno- que previsiblemente ensayarán poco o nada y será interesante comprobar sus conceptos escénicos dentro del montaje. En segundo lugar, tenemos una escenografía sombría y poco atractiva a la vista, que se basa en un elemento giratorio –altar de la iglesia en el primer capítulo de la ópera-, que sirve para todos los actos y que en el último provee un absurdo fusilamiento de Cavaradossi de abajo a arriba y una Tosca que canta las fundamentales frases «Come’è lunga l’attesa» encerrada, quizás para que el público no repare en la frase «Già sorge il sole», mientras vemos una Luna enorme.
En fin, ni que decir tiene que no compareció el ritual del crucifijo y los candelabros después del asesinato de Scarpia, pero que se sustituya por Tosca saludando y animando a unos prisioneros torturados que incompresiblemente se sitúan al lado del despacho de Scarpia, no parece de recibo y aún menos algo que haría la Tosca de Puccini. La novedad principal de esta versión para el Real de este montaje de Tosca a cargo de Paco Azorín es la aparición de una moza desnuda que simboliza, según expresa él mismo en el programa de sala, a la revolución salida de la inmortal pintura de Delacroix «La libertad guiando al pueblo». Lo cierto es que esta presencia desvirtúa uno de los momentos fundamentales de la trama, pues entrega a Tosca el puñal con el que asesinará a Scarpia, arruinando la secuencia, esencial y plena de fuerza dramática: Tosca ve el puñal, le asalta la idea de poder matar a Scarpia, y en medio de una gran tensión teatral lo coge y se lo clava (no treinta veces como en esta ocasión) a Scarpia en el corazón justo cuando este se avalanza hacia ella. Toda esta magistral escena se fue al garete. En realidad, a pesar de las justificaciones y apelaciones a la «revolución» (a Puccini el asunto político era lo que menos le interesaba de la trama) por parte del autor de la puesta en escena y de Joan Matabosch en el programa de mano–«Del realismo al simbolismo», algunos se mueren por aplicar un Konzept a Tosca, pero lo tienen complicado-, lo cierto es que el montaje en origen no tenía casi nada y los añadidos e intentos de darle más enjundia de la que tiene –su simpleza era lo mejor, pues estamos ante una ópera tan perfecta dramáticamente que cuanto menos se la toque, mejor- demuestran que el Sr. Azorín no ha entendido Tosca de Puccini sobre libreto de Luigi Illica y Giuseppe Giacosa basada en el drama de Victorien Sardou.
Foto: Javier del Real / Teatro Real
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