Después de que las circunstancias forzaran una «travesía del desierto» más larga de lo que a cualquiera nos habría gustado, Salamanca retoma la necesaria actividad concertística personificada en Tiento Nuevo y la programación del CNDM materializada en el ciclo Salamanca Barroca, con un fantástico escaparate de sonidos napolitanos al servicio de un programa de lo más pastoral.
Por Álvaro de Dios | @Kynkos
Salamanca. 24-02-2021. Auditorio Fonseca. Centro Nacional de Ddifsión Musical y Universidad de Salamanca [Salamanca Barroca]. De la naturaleza. Obras de Alessandro Scarlatti, Johann Adolf Hasse, Leonardo Leo, Francesco Corradini, Juan Manuel de la Puente, Domenico Sarro y Andrea Sefano Fiorè. Nuria Rial [soprano], Maurice Steger [flautas de pico] • Tiento Nuovo | Ignacio Prego [clave y dirección].
Vivimos una situación a la vez extraña y complicada que no es pertinente comentar demasiado aquí, por no ser el lugar ni el momento adecuados; es la que nos ha tocado vivir y no hay muchas más vueltas que dar al asunto. Pero sí conviene, tal vez, revisar las implicaciones que tiene la cuestión en el mundo musical, reflexión que surgía al hilo de las palabras de agradecimiento de Ignacio Prego al final del concierto. Palabras de agradecimiento que recogemos en estas líneas y que hacemos nuestras, desarrollando la idea un poco más hasta el punto de que se convierten en el hilo conductor de la crítica, a la vez que revierten el agradecimiento al autor original de las mismas.
El concierto de Tiento Nuovo cobraba así un interés añadido, por suponer el regreso de una actividad que, probablemente, nunca debió paralizarse y que se puede retomar gracias a los múltiples esfuerzos de muchas personas. Empezando por el público, que vence los miedos comprensibles al mal pandémico y terminando por el esfuerzo de todos los implicados para mantener los conciertos y las medidas de seguridad que garantizan que todo irá bien. Así que ya tenemos una primera reivindicación, la de la cultura segura, una reivindicación más que necesaria que sólo requiere la autorización del político de turno, pues existen los medios, la actitud y el esfuerzo de todas las variables de la ecuación: los músicos quieren hacer conciertos, los gestores quieren mantenerlos y el público quiere asistir –por cierto, el aforo limitado estaba religiosamente ocupado hasta la última localidad–, así que sólo resta que nos dejen hacerlos.
Para continuar, la tropa de Ignacio Prego nos propone un programa diseñado con un gusto exquisito, en torno a la naturaleza y lo pastoral. No sé a ustedes, pero a mí me sirve en bandeja la reivindicación de la vuelta a la naturaleza, al sonido sencillo de inspiración primaria, a la música de esencia, al artificio justo y a tocar las emociones del oyente y del intérprete, a la retórica del afecto y a la Música, en definitiva. De paso, y ya metidos en materia, aprovecho a reivindicar la interpretación historicista y la recreación de estos mundos con el mayor rigor posible en la recuperación, reivindicación coincidente con el planteamiento del CNDM en estos circuitos; me podrán acusar, con razón, de hacer una reivindicación de lo más personal, pero a fin de cuentas, una crítica es y debe ser un ejercicio de lo más personal, no me escondo.
En todo caso, creo que conviene ir cerrando este primer bloque de reivindicaciones –seguramente habrá alguna más– con otras de talante más humano, pero no por ello menos importantes: reivindicamos los abrazos postconcierto entre gente que se ve sanísima, porque esa especie de catarsis musical debe expresarse de algún modo y nos encanta ver cómo un flautista exultante abraza a una soprano igualmente feliz por haber hecho un gran concierto. Y la propina, claro que reivindicamos la propina, porque a un músico lo que le gusta es dar propinas a un público entregado y satisfecho. Señor Prego, por si quiere tomar nota, es mejor propinas en plural, que en singular.
Y entrando de lleno en el concierto, si les parece bien, hacemos dos cosas:
Primera, vamos a tutearnos, porque necesitamos esa cercanía y esa comunicación entre quien escribe y quien lee; si no la tenemos y no me lees, no tendrá mucho sentido que lo escriba, y la próxima me lo quedo para mí, lo pienso y no te lo cuento, querido lector.
Segunda, os hago dos críticas en una, para que quienes vayan cortos de tiempo y tengan mejores cosas que hacer que leer las cosas que escribe un tipo en Internet puedan seguir con sus asuntos: pedazo de concierto. Y ya, vámonos. Palabra de aficionado.
Pero como probablemente se espera algo más y nos van a pagar lo mismo, desarrollemos un poco para los que han llegado hasta aquí y pretenden quedarse.
Partimos de la base de que no conocía a Tiento Nuovo, y la sorpresa es mayúsculamente agradable, o agradablemente mayúscula, como prefiráis. Es importante, porque anula cualquier prejuicio de entrada que se pueda tener y permite una aproximación totalmente en blanco. Un momento, ¿que este tipo está diciendo que los críticos también tienen prejuicios iniciales sobre los que se produce el acercamiento al concierto, como cualquier otra persona, pero que hay que aceptar ese hecho y gestionar sus consecuencias? Pues eso parece. En el haber de Prego y sus huestes, mucho doble check: el grupo suena compacto y afinado –esto último se da por supuesto–, presentando una plantilla numerosa y de gran riqueza tímbrica –cinco violines, viola, y un continuo contundente con cello, violón, órgano y clave–, que exhiben un magnífico empaque como conjunto y un más que loable enfoque de la música que interpretan, de lo que hablaremos más adelante. No ocultaremos que también hay algún «debe», pero no importa tanto la existencia objetiva de algún pero, como su importancia en el resultado final, así que no le vamos a conceder más atención, por ser perfectamente irrelevante.
Globalmente podemos afirmar que se alcanza un equilibrio difícil de conseguir, pero que Tiento Nuovo consigue en todo el recorrido de un repertorio que se antoja estilísticamente muy complicado. Prego aborda un programa que pivota sobre la escuela napolitana y sobre la naturaleza y lo pastoral, hecho que de antemano establece pautas interpretativas a las que hay que ajustarse, como que la citada escuela resulta más comedida, amable y relativamente austera que la locura veneciana de la stravaganza, cuestión que de algún modo se refuerza con las exigencias de la aproximación pastoral, situando en ese lado imaginario del concierto a las obras de Scarlatti, Leo, Sarri y Fiorè. Pero podemos distinguir un segundo bloque estilístico que se antoja aún más complicado, el de los tiempos en que la retórica tardobarroca comienza a agotarse, a la vez que el discurso neoclásico y galante asoma a saludar por la ventana, extremo en que situamos las obras de los «españoles» –Corradini, como si lo fuera– y Hasse. Desde luego, es más que improbable que cada autor tuviera la más remota conciencia de época o de ataduras estilísticas concretas a la hora de componer, pero convenimos en escandalizarnos si se interpreta a Alessandro Scarlatti con los mismos criterios que a Corradini, por poner un ejemplo. Del equilibrio de fuerzas vendrá, o no, la excelencia del concierto. Y podemos adelantar que efectivamente viene.
Arrancamos con el Concerto grosso n.º 3 en fa mayor de Alessandro Scarlatti (1660-1725), uno de los más insignes representantes de la citada escuela napolitana. Como buen integrante de la misma, dedica la práctica totalidad de sus esfuerzos a la música vocal –más de cien óperas, oratorios, cantatas…–, lo que hace que tenga escrita poca música instrumental. Se le conoce una única colección de seis concerti grossi que ven la luz en circunstancias un tanto extrañas, por cuanto su publicación por Benjamin Cooke en Londres tiene lugar quince años después de la muerte del compositor. No existe demasiada información adicional sobre estos conciertos, de los que destacamos cierta timidez alejada del discurso exuberante de otros grossi, con las distintas partes muy integradas en los tutti y un peso solista relativamente escaso. Una elección perfecta para abrir el concierto y calentar motores, evidenciando desde el primer momento un sonido equilibrado, con mucho gusto, al que tal vez no habría sobrado un poco más de insistencia con la disonancia barroca. Pero para ser justos, hablamos más de un gusto personal que de un argumento objetivo, desde el momento en que el marco napolitano exige cierta sujeción en comparación con la exageración veneciana.
La segunda y última contribución de Scarlatti a esta primera parte del concierto fue «Più non m’alletta e piace», de Il giardino d’amore (ca. 1700-1705), una música que representa a las mil maravillas esa escuela napolitana y que sirve perfectamente de escaparate para que los solistas exhiban su capacidad de diálogo, con unos duelos divinos entre pajarillos con forma de flauta y de soprano. Una pieza elegante y estilosa, deliciosamente trivial y ligera, abordada con equilibrio e inventiva en su justa medida.
Continuamos trayecto con Juan Manuel de la Puente (1692-1753) y su «Árboles y flores», cantada humana con violines. El jienense –de adopción– es uno de los grandes maestros de capilla que ha tenido la catedral de Jaén, donde toma posesión del cargo allá por 1716, tras las correspondientes pruebas de limpieza de sangre y ahí se quedó hasta su muerte, legando una extensa obra musical con abundancia de villancicos y cantadas como la que nos ocupa. Podríamos situar su estilo en ese limbo entre el barroco tardío y las primeras galanterías, con su bajo continuo, su concepción armónica barroca o sus ecos, situando todo al servicio de la expresión del texto, en un formato muy querido en la época de alternancia entre recitado y aria, al estilo de la estructura típica del villancico con su estribillo y copla, pero incorporando en el aria la forma tópica barroca del da capo y los ritornelli enmarcando las intervenciones vocales. Nuria Rial hace su primera intervención en el concierto cogiendo temperatura con un canto muy natural y expresivo, claridad en la dicción del recitado y sobria en la ornamentación de la volta.
Y llega el turno de Leonardo Leo (1694-1744) con su delicioso Concierto para flauta y cuerdas en sol mayor. Otro napolitano por aquí, que sin ser en absoluto un desconocido, no es de los más habituales en programas y grabaciones, algo que resulta injusto a poco que revisemos brevemente su producción. Estudió en la Pietà dei Turchini y muy probablemente también tomó lecciones de A. Scarlatti. Como buen napolitano, su producción es predominantemente vocal, aunque también destacan conciertos como este, que evidencian gran maestría en el dominio armónico y perfecto manejo de la forma del concierto solista típico, con sus tres movimientos contratastantes al servicio del lucimiento del solista. Y precisamente eso es lo que hace Maurice Steger en términos generales: lucirse abrumadoramente, contrarrestar con mucho empuje la fuerza de los ritornelli y tocar con la solvencia del mejor Antonelli. Tal vez se podría criticar cierto exceso de audacia inventiva con la digresión tonal que se marca en el Allegro, que le perdonamos bajo el paraguas del impacto barroco, porque desde esta tribuna siempre preferiremos un exceso –más o menos defendible–, que la indiferencia de lo timorato.
De Francesco Corradini (ca. 1700-1769) escuchamos Desde la cárcel de Cupido, perteneciente al Cuaderno de cantadas humanas y divinas, cuya interpretación se recupera en tiempos modernos en una versión con adición de violines sobre la versión que se conocía, gracias al trabajo de Ars Hispana, o Raúl Angulo y Toni Pons, si lo preferís.
De origen napolitano –cómo no–, Corradini se viene pronto a España y a poco de cumplir los treinta años ya está asentado en Madrid, tras pasar algunos años de aclimatación en Valencia. Y ello viene al caso, porque de la auténtica invasión de músicos italianos que se vivió en esos años, Corradini seguramente sea uno de los más españolizados, como un perfecto maestro «coctelera» de lo hispano y lo italiano. El señor Corradini produjo mucha música para los teatros públicos madrileños, fue nombrado director de la orquesta del Buen Retiro y maestro de música de cámara de Isabel de Farnesio en el Real Sitio de San Ildefonso, estando inmerso en todo el entramado escénico musical de Farinelli y el Marqués de la Ensenada. Por tanto, escuchamos una pieza que es producto lógico y típico de todo ello: desde el querido formato de «cantada», hasta los giros melódicos y clichés muy usados en la época. Es una música fuertemente expresiva y teatral, aunque probablemente carece de la inventiva musical y la frescura que podemos encontrar en otras. Es un ejemplo clarísimo de la dificultad estilística que tiene la interpretación de estas músicas, en las que es tan fácil pasarse como no llegar. Y por mucho que existan mil tratados teóricos reflejando «el gusto correcto», las referencias más fiables terminan siendo el criterio y buen gusto del intérprete.
Domenico Sarro (1679-1744), otro compositor italiano de… Sí, habéis acertado, otro napolitano, que se forma en el conservatorio de S. Onofrio –tal vez en la Pietà dei Turchini, no está del todo claro– con Durante y que tiene el histórico honor de haber estrenado el teatro S. Carlo de Nápoles con una de sus óperas. Esto último no influye lo más mínimo en la escritura de su magnífico Concierto para flauta, dos violines, viola y bajo continuo en la menor, pero creo que os gustará saberlo. Concierto un tanto extraño este, por cuanto que la escritura contrapuntística tiene un papel esencial, algo sin duda más atípico entre los italianos que entre los alemanes. Y mirad, como en última instancia una crítica es un ejercicio de lo más personal, confieso sin pudor que a mí este concierto me ha parecido una maravilla desde la primera a la última nota. Alejado de la estructura tradicional del concierto solista que tan bien apuntala Vivaldi y a la vez cercano cuando se pone programático; aunque Sarro no lo diga, el concierto tiene un más que evidente aire a Vivaldi cuando emerge una viola increíble desde algún remoto rincón del bosque a arropar los gorjeos de la flauta; bueno, yo lo percibo así, e si non è vero…. Después, un fantástico allegro lleno de empuje y verdad musical, en el que las partes conversan con intensidad, casi contrapuntísticamente, con una maravillosa retórica de diálogos fluidos y cortos pasajes con terceras muy calóricas y ricas, propias de la dieta mediterránea. El discurso solista no es excesivamente marcado en las cuerdas, aunque tiene más peso en la flauta –la mesura napolitana–. Los violines –insistiendo pero no abusando con las terceras– y la flauta nos dibujan un larghetto de extraordinaria dulzura antes de que la traca final del spiritoso nos deje con la boca abierta y ganas de saltar, con un Steger desatado y más grande que el universo
En la última parte del concierto, Andrea Stefano Fiorè (1686-1732) nos regala su «Usignolo, che col volo», extraído de su ópera Engelberta (1708). Y es un caso curioso el de Fiorè, al que podemos llamar cariñosamente «el rarito» de este concierto. Porque dicen los que saben del tema que fue un niño prodigio, que ni es napolitano, ni se forma allí, ni estudia con Scarlatti, aunque lo hace con Corelli, que tiene las mismas garantías y le añade una pizca de exceso barroco muy bien recibido. Es la parte del concierto en que estamos todos a temperatura óptima de funcionamiento: el espectador, feliz e inmerso en el ambiente napolitano y pastoral, y los músicos en esas fases dulces de un concierto, cuando el disfrute en la interpretación es máximo y el oyente lo nota. Y eso que en algún momento de los duelos entre pajarilla y flauta me falta un poquito de coordinación, de entenderse... Pero os aseguro que no es relevante: lo esencial es encontrar el espíritu de la música, respetarla y transmitirla. Aunque objetivamente exista alguna imperfección en la ejecución, nunca debe ser algo relevante, mientras haya verdad en la ejecución y la transmisión. Y aquí había mucha.
Terminamos, propina aparte, con el «L’augelletto in lacci stretto», perteneciente a la ópera Didone abbandonata (1742) de Johann Adolph Hasse (1699-1783). Igual que asimilamos a Corradini a España, el alemán Hasse es otro integrante de pleno derecho de la escuela napolitana: se forma y triunfa en Nápoles –otro discípulo de Alessandro Scarlatti–. Compone Didone abbandonata en 1742 de la que se extrae el aria de Araspe, una música muy popular en su tiempo, que seguramente fue convertida en aria de baúl por algún integrante del star system del momento. Tras la música de Fiore, retornamos al discurso de la galantería avanzada y salimos a abrir la puerta al equilibrio neoclásico, que llama insistentemente. Y no es que pretenda yo expulsar a Hasse del olimpo de la ornamentación y la voluta, pero ya no es lo mismo, no señor. Comparativamente hablando, el recurso a la estructura estrófica ofrece menor inventiva y variedad que composiciones anteriores, con lo que parece una buena opción para cerrar un concierto si lo que se pretende es calmar un poco la intensidad alcanzada con Fiore o Sarri.
Fotografías: CNDM
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