Y entre las masas surgió Vasilisa Berzhanskaya
Por Raúl Chamoro Mena
Pesaro, 19-VIII-2021, Rossini Opera Festival. Vitrifrigo Arena. Moïse et Pharaon (Gioachino Rossini). Roberto Tagliavini (Moisés), Erwin Schrott (El faraón), Eleonora Buratto (Anaï), Vasilisa Berzhanskaya (Sinaïde), Andrew Owens (Aménophis), Alexey Tatarintsev (Éliézer), Monica Bacelli (Marie), Matteo Roma (Aufide), Nicoló Donini (Osiride/voz misteriosa). Coro del Teatro Ventidio Basso. Orchestra Sinfonica Nazionale della RAI. Director musical: Giacomo Sagripanti. Director de escena: Pier Luigi Pizzi
La presencia de Rossini y su Festival en Pesaro es absoluta y se aprecia en cualquier paseo por la ciudad. Este año, además, se han colocado luminosos con los títulos de todas sus óperas en via Passeri, céntrica calle cercana al Teatro Rossini. Bellísimo.
La mayor amplitud del Vitrifrigo Arena permite una representación más cercana a la «normalidad» con la orquesta en su lugar y sin esas distancias entre los músicos que pude apreciar en el Teatro Rossini. Eso sí, con fuertes restricciones de aforo, que posibilitan que las butacas a derecha izquierda de las ocupadas queden vacías, pero la holgura del recinto posibilita que no se note tanto y la representación se acerque a la anhelada situación prepandemia.
La llegada de Gioachino Rossini a París, meta de cualquier gran músico que se preciara en el siglo XIX, no sólo como Rey de la ópera italiana, también sus obras acumulaban éxitos en el parisino Théatre Italien, posibilitó que el teatro lírico francés pasara de la Tragedie Lyrique a la Grand Opera. El maestro adaptó la condición claramente oratorial del originario Mosé in Egitto napolitano, añadiendo música nueva, el preceptivo ballet, así como un mayor sustrato teatral y tono grandioso a la historia bíblica con un especial protagonismo de la masa sobre los personajes individuales, lo que ejercerá una importante influencia, sin ir más lejos, en el Nabucco verdiano. El éxito del estreno en 1827 fue absoluto y daba continuidad al obtenido el año antes en la presentación del cisne de Pesaro en la Sala Le Pelletier de la Academia Real de Música-Opera de París con Le siége de Corinthe (El asedio de Corinto).
Como amante de las voces, de los grandes cantantes, y dado que suelo lamentarme por encontrarnos en lo que denomino «La edad de hojalata del canto» considero adecuado destacar, como se merece, lo que para mí ha sido todo un descubrimiento, la rusa Vasilisa Berzhanskaya. Estamos ante un mezzosoprano acuto, con generosa extensión en la zona alta, emisión mórbida, impecable colocación, apoyo sul fiato y total control sobre la columna de aire que le permite amplio juego de dinámicas, filados, reguladores y una espléndida agilidad. Igualmente notas graves sólidas y de emisión ortodoxa, sin forzaduras. Ejemplo de todo ello fue su magnífica interpretación del gran aria del segundo acto «Ah, d'une tendre mére». Asimismo, esa magnífica técnica, ese perfecto apoyo, le permitió dominar los concertantes, pues siempre la técnica, la adecuada proyección, la nitidez, se impondrán al mero volumen de natura sin apoyo técnico.
Como ocurre habitualmente en la lírica actual en que se canta de todo, independientemente de la mayor afinidad o idoneidad frente a determinado repertorio, Eleonora Buratto pasa de Mozart a Mimi y las verdianas Luisa Miller, Desdemona y Aida!!!, a afrontar un papel de tanta exigencia belcantista como Anaï, que fue estrenado por Laure Cinti Damoreaux, soprano de acreditado virtuosismo y favorita de Rossini. El timbre de la Buratto resulta, por supuesto, atractivo, esmaltado, de soprano lírica pura, con carne el centro y su escuela de canto es de buena ley, pero la falta de remate técnico y de dominio de los resortes belcantistas quedaron en evidencia tanto en su dúo con Aménophis en el primer acto como en su gran escena solista del último acto «Quelle horrible destinée!». La agilidad de la Buratto resultó trabajosa, aspirada, los filados se quedaron en intento, pues falta ese remate técnico para mantenerlos con firmeza y en los agudos extremos el sonido se abre, además de atacar algunos con portamento. Queda el buen gusto de un canto falto de contrastes y especial fantasía. En el aspecto interpretativo no se puede discutir la expresión directa y sincera de la soprano de Mantua, pero sin mayor personalidad para poner de relieve el gran conflicto interior de un personaje que se debate entre la lealtad a los suyos, su pueblo y su Dios y la pasión amorosa por Aménophis, hijo del Faraón.
Entre los dos bajos protagonistas no pudo existir más contraste entre el Moisés de Roberto Tagliavini, timbre grato y homogéneo, emisión ortodoxa, legato de factura, modos sobrios, expresión serena, frente al Faraón de Erwin Schrott, vozaca caudalosa, amplia, resonante, con sonidos que debieron oirse hasta en Urbino, personalidad y exuberancia en escena - cuando entra el Schrott-Faraón en el escenario «pasa algo»- demasiada extroversión, quizás, bordeando el exceso, lo que sumado a lo plebeyo de sus modos canoros y su legato pobre, le sitúan en la antítesis del mundo Rossiniano. Eso sí, Tagliavini, a cuyo noble canto le falta variedad y fantasía, resultó anodino en el pasaje más famoso -justamente, pues es sublime- de la obra, la plegaria de Moisés del cuarto acto, que careció de grandiosidad. Ni el bajo, demás solistas, ni la batuta ofrecieron un mínimo de la trascendencia de la pieza, que ¡no obtuvo aplauso alguno! Sólo recordar que cuando ví esta ópera en Roma en 2010 con un inconmensurable Riccardo Muti a la batuta, el fragmento se bisó ante un público enloquecido.
Más bien flojos los dos tenores, tanto Akexey Tatarintsev como un Éliézer de escasa dimensión sonora, como Andrew Owens en el importante personaje de Aménophis, hijo del Faraón, papel estrenado por el mítico Adolphe Nourrit. Desde el gran dúo del primer acto con su enamorada Anai, Owens mostró sonido modesto y escasamente proyectado, sin nada en el centro, así como timbre retrasado y nasal, para ir todavía a menos durante la función y terminar en el último acto entre audibles toses y carraspera. Monica Bacelli, por su parte, pudo demostrar su musicalidad y elegancia en el corto papel de Marie. Buen trabajo de Giacomo Sagripanti al frente de una notable Orquesta Nacional de la RAI, pero un buen sonido, una aceptable organización y concertación -pero ayuna de contrastes- brío genérico, sin auténtica progresión dramática, así como un correcto acompañamiento al canto - carente de estímulo al fraseo y acentos- no son suficientes para hacer total justicia a obra tan grandiosa.
Muy bien el coro del Teatro Ventidio Basso preparado por Giovanni Farina, que a su empaste y seguridad musical, añadió entrega entusiasta. El ya mítico Pier Luigi Pizzi de fundamental trayectoria en las puestas en escena de las óperas de Rossini y en el Festival de Pesaro, ofrece un trabajo típico suyo junto a su habitual colaborador Massimo Gasparon. Figuras geométricas en perfecta armonía, contraste de colores, buen gusto y elegancia generales..., pero la dirección de actores es escasa, se limita a colocar el coro a los lados y los artistas a su aire, sin que en ningún momento intente superar el estatismo que subyace en la obra. Una buena iluminación y unas proyecciones que evocan las plagas bíblicas, una pirámide, símbolo egipcio por antonomasia, que se desintegra y la apertura de las aguas del mar Rojo completan un montaje agradable de ver, pero sin ideas ni fuerza teatral. Eficaz y con cierta vistosidad, pero nada más, la coreografía de Gheorghe Iancu para un ballet dominado por el azul eléctrico y una correcta actuación de los bailarines.
Por cierto, no entiendo la moda que se está imponiendo en Pesaro, particularmente en las funciones del Vitrifrigo Arena, de patear en sentido de reconocimiento positivo, cuando es una tradición alemana absolutamente ajena a los teatros italianos.
Fotos: Festival Rossini de Pésaro
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