«No deja de sorprender que la obra sinfónica del decano de los compositores gallegos vivos -y el más influyente durante años- sea prácticamente desconocida en su propia tierra»
Choque de tritonos y un cambio de estación
Por Julián Carrillo Sanz | @quetzal007
La Coruña, 30-X-2021. Palacio de la Ópera. Orquesta Sinfónica de Galicia. Programa: Rogelio Groba, Sinfonía nº 1, «Lúdica»; Dmitri Shostakóvich, Concierto para violín y orquesta nº 2 en do sostenido mayor. Vadim Gluzmanm violín; Dima Slobodeniouk, director.
Rogelio Groba nació en Guláns (Pontevedra) en 1930. Fue profesor de contrapunto y fuga, composición y armonía –además de director- en el Conservatorio de A Coruña; unió efectivos de la Orquesta del Conservatorio con los de la Orquesta de Cámara Municipal y en el límite de los años 80 y 90 organizó pequeñas temporadas de conciertos en la sala de cámara del entonces llamado Palacio de Congresos Auditorio (hoy Palacio de la Ópera) de A Coruña. La pandemia de coronavirus hizo que su 90º aniversario (2020) pasara prácticamente desapercibido en A Coruña, celebrado con apenas un concierto de la Orquesta de Cámara Gallega, fundada y dirigida por su hijo Rogelio, en el Teatro Colón.
Pero, más allá de esta circunstancia, no deja de sorprender que la obra sinfónica del decano de los compositores gallegos vivos -y el más influyente durante años- sea prácticamente desconocida en su propia tierra. Y más teniendo en cuenta que la mayoría de ella ha sido escrita a partir de su jubilación (1995), especialmente en lo que va de siglo, como refiere Maruxa Baliñas en las notas al programa de este concierto.
No es el caso de la Sinfonía nº 1, «Lúdica», programada por la Orquesta Sinfónica de Galicia para el último fin de semana de octubre: escrita por Groba en 1983, es una obra estructurada en los cuatro movimientos clásicos pero con un lenguaje muy propio del autor. A lo largo de ella, Groba hace un uso abundante del llamado tritono –intervalo que abarca tres tonos enteros y que provoca una cierta sensación de inestabilidad dependiendo de cómo se resuelva-.
Esta sensación se une a su empleo de un motivo melódico que se reproduce a lo largo de toda la obra y de un ritmo obsesivo en sus movimientos rápidos, lo que unido a una dinámica abundante en fortissimi confiere a la obra un carácter expansivo del que es difícil evadirse, especialmente por la abundancia de densísimos tutti. La lectura de Slobodeniuk y la Sinfónica hizo honor a la partitura, con una más que notable actuación –por esencia, presencia y potencia- de la sección de percusión y la sólida y segura musicalidad de los solos de trompa de David Bushnell.
Un descanso «como los de antes», de considerable duración, permitió a los asistentes salir de sus butacas e incluso hacer uso del bar, a lo que instaba el personal del Palacio recorriendo los pasillos del recinto -«si queréis ya podéis (sic) ir al bar, que ya está abierto», recuerdo que era la frase empleada-.
Tras esta pausa saltó a la sala el milagro del sonido: Vadim Gluzman con su Stradivarius «ex-Leopold Auer» de 1690, prestado por la Sociedad Stradivari de Chicago, y una grandísima versión del Concierto para violín nº 2 de Shostakóvich. La multiplicidad y claridad de líneas y diversidad de planos sonoros de la escritura de Shostakóvich fueron idóneamente plasmadas en sonido desde el inicio del Moderato inicial por Gluzman y Slobodeniouk con la riqueza de ataques y timbres escritos por el compositor ruso.
Gluzman hizo una versión enorme del concierto con el concurso de un soberbio acompañamiento de la Sinfónica y Slobodeniouk. Las intervenciones junto al violín solista con el flautín de Mª José Ortuño, la trompa de Nicolás Gómez Naval, el fagot de Steve Harriswangler y el clarinete de Iván Marín fueron como partes de una fluida conversación en un mismo y hermoso idioma. A destacar asimismo el mantenido con la flauta de Claudia Walker Moore al principio del segundo movimiento, Adagio, lleno de un profundo lirismo del violín y la orquesta. Fueron sobresalientes la cadenza de Gluzman por su riqueza de timbre y su contraste entre la inquietud y la más elevada calma, así como el de la brillantez orquestal y el serenísimo diminuendo final.
El Adagio – Allegro final fue la coronación del concierto –entiéndase el término en su doble acepción como obra musical y como evento-. Una versión brillantísima técnica y musicalmente de Gluzman, con una infinita riqueza de sonidos y timbres al servicio de la partitura y una Sinfónica que fue a más a lo largo de toda la obra entusiasmaron a un público que se partió las manos aplaudiendo antes de lograr una deseada propina, la que fuera, del intérprete ucranio-israelí.
Y fue. Nada menos que la Sarabande de la Partita nº 2 en re menor, BWV 1004 de J.S, Bach: por unos minutos el otoño desapareció de A Coruña, con las múltiples facetas del espíritu de Bach Padre emergiendo de sus notas como flores en primavera y una nota final de una tersura perfecta, una nota y un sonido que no deberían haber terminado nunca. Gracias, maestro.
Foto: Marco Borggreve
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