Crítica de Pedro Lapeña Rey de Lass uns die welt vergessen – olvidémonos del mundo, de Theu Boermans y Keren Kagarlitsky en la Volksoper de Viena
Ejemplar manera de afrontar un pasado muy oscuro
Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 08-I-2024, Volkosper. Lass uns die Welt vergessen – Volkoper 1938 [Theu Boermans/Keren Kagarlitsky]. Marco Di Sapia [Alexander Kowalewski, Intendente], Andreas Patton [Ossip Rosental, apuntador], Florian Carove [Hugo Wiener, autor], Carsten Süss [Fritz Löhner-Beda, libretista], Lukas Watzl [Kurt Herbert Adler, director de orquesta], Jakob Semotan [Kurt Hesky, director de escena], Johanna Arrouas [Hulda Gerin-Miss Violet], Ben Connor [Viktor Flemming - Conde Uli von Kürenberg]. Orquesta de la Volkoper. Dirección Musical: Keren Kagarlitsky. Dirección de escena: Theu Boermans.
Como hemos comentado en multitud de ocasiones, para la mayor parte de los visitantes de Viena, la música se reduce a la Ópera, al Musikverein, y a los infinitos conciertos para turistas donde se masacra sin el menor pudor la música de Mozart y de Johann Strauss. Sin embargo, para los vieneses, la ciudad no puede entenderse sin otras instituciones de enorme importancia como, entre otros, el Konzerthaus, el Theater an der Wien, la Kammeroper o la Volksoper, la «Ópera del pueblo». Situada en el Gurtel, el cinturón que rodea el centro de la ciudad, fue inaugurada en 1898 con el nombre de Kaiser Jubiläums Stadttheater. Se cumplían 50 años de la coronación del Káiser Francisco José, pero como nos recuerda el entrañable personaje del «jefe de sala» en la función de esta noche, «el Káiser no acudió, la corte consecuentemente tampoco, y pocos años después el pueblo la convirtió en su casa». En su larga historia ha acogido ópera (aquí se estrenaron en Viena Tosca o Salomé), teatro, danza, cabaret o musicales, y es reconocida internacionalmente como el templo de la opereta.
Ahora, con motivo de cumplir 125 años, echa la vista atrás, a uno de los periodos más negros de su historia. Los días previos y posteriores al Anschluss, la «anexión» de Austria por parte de la Alemania nazi en marzo de 1938. Estaban en plenos ensayos de una nueva opereta: Gruß und Kuss aus der Wachau - Saludos y besos desde Wachau, una opereta clásica llena de melodías pegadizas que rezuman la alegría de vivir. El problema es que si uno de cada diez vieneses era judío, en la plantilla de la Volksoper el porcentaje era aun mayor. Austria no ha sido un ejemplo de afrontar su pasado. Durante años se presentaron como los «primeros invadidos» por los nazis, olvidando en parte que la mayoría del pueblo les abrió las puertas y que en zonas limítrofes con Alemania, el partido nazi austriaco estaba plenamente extendido. Evidentemente, el afrontar un pasado así no es fácil, y han tenido que pasar tres cuartos de siglo para que algunas instituciones, como la Orquesta Filarmónica de Viena, o ahora la Volksoper hayan investigado de verdad la expulsión y la persecución de sus miembros judíos. La historiadora Marie-Theres Arnbom publicó recientemente un libro impagable «Sus servicios ya no son necesarios. Expulsados de la Volksoper - Künstlerschicksale 1938», donde tras estudiar cientos de archivos –mucha documentación despareció en la guerra– presenta las historias de muchos de ellos. Hubo de todo, «éxitos y fracasos», supervivientes que rehicieron con gran éxito su carrera tras la guerra, supervivientes que colaboraron, otros que simplemente malvivieron y obviamente otros que perecieron.
La holandesa Lotte de Beer, intendente del teatro desde la temporada pasada, encargó a su compatriota Theu Boermans una obra que sirviera para homenajear de la mejor manera posible a aquellos artistas que durante años estuvieron vinculados a la Volksoper. Con el asesoramiento de la Sra. Arnborn, el Sr. Boermans crea la obra Lass uns die Welt vergessen – Volkoper 1938 -Olvidemonos del mundo – Volkoper 1938, donde conviven alguno de los represaliados reales –entre ellos la pareja protagonista de la opereta, el libretista o el intendente del teatro– con otros «inventados» –el apuntador, otros personajes de la opereta original o el director de escena– que en realidad no lo son. Estaban allí en 1938 pero no se encuentran entre los artistas conocidos y registrados históricamente. La historia se desarrolla en tres capas paralelas y en todas va creciendo la tensión opresiva que generan los acontecimientos. La primera capa nos muestra como los ensayos de la opereta alegre y divertida –con personajes muy típicos como tres hermanas en busca de novio o una rica americana que compra un castillo con conde arruinado incluido– se van «complicando» día a día. Las condiciones de trabajo van modificándose, los nazis van ganando terreno en el teatro y en la calle, y terminan por apropiarse de ella. La música –de Jara Benes– y la letra –de Hugo Wiener, Kurt Breoer y Fritz Löhner-Beda– que eran de autores judíos, terminan por ser de los nuevos rectores. En el proceso, los cantantes y el equipo escénico también mayoritariamente judíos, primero son escépticos frente a los nuevos cambios pero ven como paulatinamente les van purgando y quitando de en medio con lo que el miedo empieza a adueñarse de ellos y poco a poco ven que la única opción es escapar y emigrar. El segundo nivel superpone al desarrollo de la opereta los acontecimientos reales que ocurrían en la calle, a través de vídeos históricos del Canciller Schuschnigg, de Hitler, del referéndum que promovió el primero y que imposibilitó el segundo, de los militares alemanes llegando a las fronteras, del propio Anschluss con el recibimiento festivo que los austriacos obsequiaron a la Wehrmacht, del histórico discurso de Hitler en la Heldenplatz, y de las consecuencias posteriores con las tiendas de judíos señaladas y pintadas con la palabra «JUDE» y con muchos de ellos fregando las calles. El tercero nos muestra por un lado los salones particulares de los protagonistas donde se masca primero el temor y luego el horror, y por otro lado como tratan de escapar. Unos lo consiguen e incluso triunfan tras la guerra como Kurt Herbert Adler que llegó a ser director de la Ópera de San Francisco, o Hulda Gerin, la famosa Hilde Güden que llegó a cantar más de 500 funciones en la Ópera de Viena hasta los primeros años 70. Otros simplemente sobreviven como el intendente Alexander Kowalewski, que tras pasar la guerra en el Sur de Francia pudo regresar y trabajar hasta su muerte en 1948. Los mas desafortunados como el libretista Fritz Löhner-Beda o el tenor Viktor Flemming son asesinados en Auschwitz. Incluso el personaje ficticio del apuntador se suicida.
Musicalmente la velada es una gozada. La joven directora israelí Keren Kagarlitsky, recientemente nombrada directora musical de la casa tras la renuncia en septiembre de Omer Meir Wellber, tuvo que escudriñar lo poco que quedaba de la partitura original para piano de Jara Beneš y reconstruirla del todo. Es una música alegre, llena de melodías y bailes populares que reflejan un mundo ideal. Además, para acompañar las imágenes históricas añade música de compositores como Gustav Mahler –el alegre tema klezmer del Scherzo de la Sinfonía Titán–, Arnold Schönberg o Viktor Ullmann, y además compone una buena parte de la música de la parte final, más intensa y compleja, más expresiva y dura sobre todo cuando se van sustituyendo artistas judíos por «arios» con menor nivel artístico que aprovechan para conseguir papeles a los que no accedieron por méritos pero que ahora son necesarios tanto para los ensayos como para el estreno. La tristeza, la melancolía y la muerte se funden con la alegría de la vida alegre y despreocupada del Wachau. El conjunto música-letra tiene una fuerza tremenda –como debe ser en cualquier ópera– ayudada por la convicción y el empeño que pone la Sra. Kagarlitsky y por el excelente desempeño de los músicos de la Volksoper. El corazón se nos encogió en el momento en que se celebran cinco bodas simultaneas junto al Danubio, como todos los novios con uniforme nazi mientras en la pantalla se proyectan las imágenes de prisioneros famélicos y prácticamente desnudos en un campo de concentración.
En un reparto tan coral y con tantos personajes a un excelente nivel, es complicado destacar a unos sobre otros. Sin embargo será difícil olvidar al barítono australiano Ben Connor en el papel estelar de Viktor Flemming y a su partenaire, la soprano vienesa Johanna Arrouas que por momentos se transformó en la legendaria Hilde Güden. Tampoco olvidaremos la dignidad en escena del barítono italiano Marco Di Sapia en el papel de Alexander Kowalewski, el intendente del teatro –impresionante la respuesta que le da al conserje del hotel del sur de Francia a donde se exilia cuando éste le pregunta hasta cuando se quedará: «hasta que se vaya Hitler»– o la excelente transformación del también vienés Jakob Semotan en el papel del regisseur Kurt Hesky, que pasa de comenzar todos los ensayos preguntando de manera exultante en voz alta «¿A quién servimos? Al arte, ¿y quien más? A nadie más», a terminar de manera lastimosa, casi inaudible y francamente irónica «¿A quién servimos? A Hitler». Y como no mencionar a los veteranos Andreas Patton como el apuntador y Gerhard Ernst como el jefe de sala, que rezuman clase y tablas en cada una de sus intervenciones.
Velada especial, intensa, de gran fuerza dramática aunque siempre con un punto de escape –no olvidamos que estamos en la Volksoper– y que termina contándonos el destino de los personajes. Como en algunos casos recientes te preguntas si esto es ópera, opereta o teatro musical. Da igual. De manera digna y elegante, lo que tanto se echa en falta en los escenarios últimamente, te plantea preguntas muy duras, del tipo de ¿cómo nos habríamos comportado en un caso así?, o aún más actual: ¿cómo nos comportaríamos hoy en una situación similar? Te das cuenta que las respuestas no son fáciles. El espectador también lo tiene duro y difícil.
Fotos: Barbara Pálffy
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