La gran pianista argentina Martha Argerich interpreta el Concierto en sol de Ravel en el Festival Internacional de Música y Danza de Granada, a las órdenes de Charles Dutoit
Martha Argerich, gran diva del piano
Por José Antonio Cantón
Granada, 5-VII-2022. Palacio Carlos V de la Alhambra. LXXI Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Orquesta Filarmónica de Monte-Carlo. Solista: Martha Argerich (piano). Director: Charles Dutoit. Obras de Ravel y Tchaikovsky.
La presencia de un mito de la interpretación como es la pianista argentina Martha Argerich se ha constituido en una de las citas obligadas del Festival, máxime si se anunciaba con una de sus obras más queridas y mejor realizadas de su repertorio con orquesta; el Concierto para piano y orquesta en sol de Maurice Ravel, del que ha sido siempre una traductora que ha ido más allá de sus últimas consecuencias estéticas. Tenía como alter concertante al director suizo Charles Dutoit al frente de la Orquesta Filarmónica de Montecarlo, con el que siempre ha generado un modelo admirable de interacción musical.
Con una seguridad absoluta sobre la trascendencia estética de esta obra, se dispuso a transmitir la alegría que marca el aire del primer movimiento, estado de ánimo que expresaba a través de la alternancia de unos pasajes rápidos y otras lentos que se entrelazaban y mezclaban con la calidad de sonido que surgía de la sección de viento-madera, especialmente el fagot y en un fino apunte del corno inglés, resultando un animado contraste en el que la pianista ejercía de manera absoluta autoridad y mando. Estas cualidades se vieron realzadas a través de su poderosa técnica, siempre eficaz y nada efectista, que la muestra como el resultado natural de su palpitante cordialidad musical, esa que surge del corazón y va dirigida al corazón, parafraseando a Beethoven cuando se refería al secreto que animaba la inspiración de su Missa Solemnis.
El Adagio central supuso entrar en la celestial pureza de una de las páginas ravelianas que mejor define la grandeza musical de este compositor. La muy definida ambigüedad con la que transmitió la coloración de sus evoluciones, generaba en el escuchante esa sensación de tensión indescriptible que sólo llegó a relajarse en ese suspiro que deriva de ese crescendo culminante con la orquesta de su parte central, que sirvió para reconducir la sensibilidad del oyente con la ayuda de un cornista que supo estar a la altura de las excelencias de la pianista y muy acertado en el reencuentro con la melodía que sustancia la espiritualidad que irradia este movimiento.
En el Presto final, apareció el enorme temperamento de Martha Argerich propiciado por la efervescencia de su discurso percusivo en el piano y la constante transformación y variación expresiva de la orquesta, que llegaba a los límites de sus capacidades virtuosísticas antes de su áspero final. Un delirante estallido del público que llenaba el recinto carolino se producía como respuesta necesaria ante tan incomparable actuación de esta auténtica diva del piano, en el sentido más auténtico del término, que se brindó a ofrecer como bises dos pequeñas piezas de Bach que trató con tal grado de originalidad de ornamentación inventada o improvisada por ella misma para realzar como ocurrentes guiños algunos de sus pasajes, que quedaba innecesaria cualquier valoración estilística al uso. Genialidad en estado puro.
La velada se había iniciado con una interpretación del homenaje orquestal Le tombeau de Couperin con el que Ravel quiso dedicar un magistral recuerdo a los grandes maestros de la música barroca francesa, personificados en la figura del François Couperin. La versión de Dutoit con los filarmónicos monegascos no pasó de discreta, sin llegar plenamente al preciosismo camerístico que requiere, destacando el moderado y gracioso minueto por el equilibrio que presentaba la sección de viento-madera, a la que el director impulsó serenamente desde su diáfano gesto, que sirvió para realzar su preciosa musette, que funciona como un penseroso y delicado trío.
La segunda parte del concierto fue ocupada por la Cuarta sinfonía en fa menor, op. 36 de Piotr I. Tchaikovsky. El primer movimiento no paso de ser una propuesta de intenciones de lo que contiene esta obra, sin trascender su modelo de manera determinante. Quedó en una mera exposición. Algo más de tensión se apreció en el Andantino, causada por las sucesivas intervenciones de distintos instrumentos exponiendo su sugerente canzona antes de orientarse a su conclusión. El Scherzo tuvo escasez de viveza en su característico pizzicato, dando la sensación de falta de cuerda, sección referencial respecto de la adecuada dimensión que ha de tener una orquesta sinfónica. Por último, la explosión con la que empieza el fogoso allegro final ya vino a determinar que este instrumento hay que trabajarlo en dinámica, que se manifestó irregular, y darle la proporción adecuada en número de componentes para responder con el volumen sonoro que requiere el gran sinfonismo que, en esta ocasión, no ha pasado de un espectro meramente correcto, sin que se notase demasiado que se estaba ante un gran maestro de la batuta como es Charles Dutoit, que durante una larga etapa de cinco lustros integró a la Orquesta Sinfónica de Montreal entre las mejores de Norte-América, que es como decir las mejores del mundo.
Éste quiso agradecer al auditorio sus aplausos con la Farándula que cierra la segunda suite La Arlesiana de Geroges Bizet dejando una última sensación alegre y gozosa de la presencia de esta orquesta en el Festival, cuya principal distinción ha sido concertar con la divina Martha Argerich.
Fotos: Fermín Rodríguez / Festival Internacional de Música y Danza de Granada
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