Los Músicos de Su Alteza nos traen sus reflexiones musicales sobre la verdad y la vanidad en unos primeros compases del s. XVII, en pleno afianzamiento de la nueva retórica, terminando de superar la dialéctica con el viejo mundo musical.
Por Álvaro de Dios | @Kynkos
Salamanca. 22-III-2021. Auditorio Fonseca. Centro Nacional de Difusión Musical [Salamanca Barroca], y Actividades Culturales de la Universidad de Salamanca [USAL]. Veritas, Vanitas. Olalla Alemán [soprano] • Los Músicos de Su Alteza: Víctor Martínez, Marta Fernández [violín barroco]. Pedro Reula [viola da gamba] Josías Rodríguez [chitarrone y guitarra barroca] | Luis Antonio González [clave, órgano y dirección].
Estamos acostumbrados a escuchar desde pequeñitos todo un discurso maniqueo –y necesario– sobre la verdad buena y la mentira mala, que de algún modo pierde consistencia cuando te desarrollan el asunto con que las verdades duelen; porque, claro, si las verdades duelen, uno puede pensar que ya no son tan buenas. También te dicen que las verdades no ofenden: duelen, pero no ofenden y esto empieza a ser un tanto ininteligible en la mente infantil y en la no tan infantil. Luego, pasan los años, el humano crece y se da cuenta de que ni la realidad es tan maniquea, ni el campo es tan estrecho, ensanchado hasta el infinito por una no menos infinita gama de matices. Ah, los matices, siempre los matices.
En este contexto, Los Músicos de Su Alteza traían a Salamanca un interesante programa construido en torno a la verdad y la vanidad, donde la última no solo está revestida de esa connotación inherente de mentira –y por tanto mala, negativa– y la primera no siempre es completamente buena, frecuentemente duele, y a veces incluso ofende.
Estamos bastante convencidos de que en el momento cronológico acotado en este programa había mucha intencionalidad de combatir la indiferencia, de «molestar», si se quiere: no tienen cabida las músicas ni los textos que sólo alcancen tibieza en el oído del espectador, y mucho menos en sus almas. Hay que hablar con la música y ya sabemos que con el habla se expresan cosas de todo pelaje, y que algunas duelen. Se busca mover los sentimientos, hay que reforzar la retórica del afecto, impactar en el que está al otro lado del escenario, para que la verdad no sólo duela, sino que incluso ofenda. Porque en ese momento musical, los autores igual quieren transmitir verdades tan dolorosas que ofenden, con textos y cromatismos que pretenden desgarrar al oyente, que buscar otros caminos musicales en los que la sencillez y la pureza sin excesivo artificio terminan encontrando el mismo nivel de verdad musical. Se camina hacia un impacto parecido, pero por distintas vías: los extremos se tocan y confluyen en el mismo lugar.
Así, la gente de Luis Antonio González daba fiel reflejo de este momento histórico de notable efervescencia musical, en el que conviven los coletazos de una forma de entender la música más grave y austera –donde de algún modo la gravitas se encarna en la veritas– con la juventud y el empuje de los lenguajes novedosos –no obstante, ya asentados– que entendemos como barrocos, que gustan más de la vanitas y una relativa levedad de espíritu. Se lleva la concepción barroca del contraste al mismo origen del programa, donde veritas es peso y gravedad, mientras que a vanitas le corresponderían la frescura y la sensualidad.
De algún modo, este contexto –algo polarizado, sí– nos obliga a elegir y a posicionarnos con algún bando, y la cosa está difícil. Encontramos en el lado de la gravedad y la verdad las cantadas anónimas, las de Carlos Patiño y Urbán de Vargas, y a la música instrumental más ligera en el lado de la vanitas. ¿Y a Claudio Monteverdi? Si lleva toda la vida ejerciendo de puente estilístico y nexo cultural, bien podemos dejarlo entre los bandos, aunque luego terminemos de situarlo.
A decir verdad, el bloque de la ídem transita con desigual fortuna. La cantada de Patiño se antoja música de circunstancias, de las que se componían por paletadas en la época, con recursos y retórica muy familiares en el momento; las había más brillantes y otras que lo fueron en menor medida, y sirve para ir cogiendo una temperatura que el concierto no alcanza hasta la anónima «Deja el sueño en vida», que empieza a mostrarnos a los Altezas que conocemos. Resulta cuanto menos curioso, desde el punto de vista contemporáneo de la exaltación de las vanidades, que alguien llegara a escribir una pieza tan interesante como esta y a la vez renunciara al orgullo de perpetuar su nombre firmándola; en su lugar, queda atribuida a anónimo, que como es por todos sabido, consta como el autor más prolífico, ecléctico y longevo, según las últimas teorías musicológicas. Bromas aparte, conforme la hemiolia asoma por la ventana, el grupo parece despertar con esta pieza, con empuje, con verdad musical y una soprano de altura. Muy bien.
Prolongando ese estado de gracia, situamos la increíble Canzonetta spirituale sopra alla nanna, de Tarquinio Merula, al que atribuiremos el mérito –con toda probabilidad, sin pretenderlo– de inventar el minimalismo cuatro siglos antes que Philip Glass y compañía. Cuesta encontrar a esta particular nana la utilidad de dormir a un niño –por más el adjetivo «spirituale» nos abra el campo–, con la tremenda tensión que genera ese bajo cromático de sólo dos notas y el efecto hipnótico, oscuro e inquietante de su repetición. Puede parecer sencillo de tocar, pero para el intérprete es todo un reto mantener el interés del oyente con algo tan repetitivo y en esta ocasión superan el desafío con nota.
Antes, pudimos disfrutar de un Monteverdi adscrito por derechos de texto al bando de la veritas, pero con funciones de agente doble por esa deliciosa utilización de recursos musicales, que también lo sitúa –a nuestro juicio– en el de la vanitas, por esos delicados ritornelli que dan al instrumentista la oportunidad de permanecer en la memoria del oyente. Sin embargo, el Divino Claudio se nos quedó en el campo de las medias verdades: teniendo en cuenta que las canzonettas estróficas contenidas en sus Scherzi Musicali son una especie de experimento ubicado en el origen mismo de su producción operística, entenderemos que su fin último es hablar con música, la expresividad a su más alto nivel. Si bien Olalla Alemán se desenvuelve con soltura en el cromatismo y hace bueno el objetivo de estas notas, no encuentra la misma fluidez en su réplica instrumental, con quienes no compartimos la orientación de unos ritornelli lentos y pesados, que ejercen de lastre a la fluidez del discurso; Monteverdi dejó escrito con precisión cómo quería que se interpretaran en cuanto a estructura y plantilla instrumental, pero se conoce que olvidó indicar el carácter que buscaba. Olalla Alemán prevalece siempre, con una magnífica expresividad y dicción, así como una afinación sin apenas tacha –si somos muy pejigueros con ese tema, se reconoce y no pasa nada–.
Y tras hablar del bloque serio, bien nos merecemos un reposo espiritual con la música de la vanitas, la de ser más feliz y celebrar moderadamente el descanso del espíritu con obras instrumentales de aparente sencillez de escritura –a veces real– y enorme pureza conceptual. En ese contexto, hubo un poco de todo: hasta bien entradas las folías, escuchamos música instrumental con interpretación algo sombría y pesada, con un discurso desvaído bastante alejado de la volatilidad que atribuimos a estos passacaglia y folías. Después, como por arte de magia, Andrea Falconieri da un golpe de timón y empezamos a escuchar lo que se espera en una folía: empuje, verdad musical, con un continuo contenido –costaba identificar el clásico bajo de folía al que tanto crédito dará Lully posteriormente– y unas cuerdas que presumen del necesario grado de locura y dejan que la música respire. Podría decirse que guarda la compostura, pero empieza a soltarse el pelo, sin terminar de despeinarse; tal vez sea cosa de que nuestros prejuicios sobre las folías exigen despendole y alharaca, no sabría deciros.
La piezas están inteligentemente distribuidas en el programa, de modo que a la vanidad de la folía, le sigue la angustia vital de La verita sprezzata. Maurizio Cazzati, compositor avezado en defender su verdad y que otros la desprecien, escribe esta pieza intensamente expresiva con el mejor lenguaje retórico de la época y parece adaptarse como un guante a las habilidades canoras de Olalla Alemán, que se echa a la espalda el peso del concierto y se convierte en pilar esencial del mismo.
Tras tanta verdad existencial, cerrar el concierto muy al alza con la Ciaccona de Merula se antoja un guiño un tanto osado, que a mí me gusta particularmente: si esta danza se concebía como una especie de mambo del s. XVII, para que las jóvenes se movieran sensualmente y estaba mal visto por las gentes de recta moral y pensamiento conservador, pues hagamos una chacona carnal y sensual. Esta de los Músicos de Su Alteza está impecablemente ejecutada y es correcta en todo momento, pero admite más fogosidad, que me habría gustado encontrar. No sé, tal vez todo sea pura gestión de expectativas del que junta estas letras.
A la postre, pudimos disfrutar de un buen concierto, aunque no de esos que situamos en el Olimpo de los eternamente recordados. Nos gusta la propuesta de Los Músicos de Su Alteza, cuando viene a contarnos que la severidad y la seriedad de la verdad no son nada sin el contrapeso de la banalidad y la locura, sobre todo en los tiempos que corren, en los que necesitamos abrazar la evasión de la verdad que nos regala una humilde folía. Pero a tanta verdad le faltó ese punto de agresividad tan barroco que tanto nos gusta y que hace que la verdad ofenda. Esta sólo dolió un poquito.
Fotografías: USAL/CNDM.
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