El Festival de Teatro Lírico Español de Oviedo programa la zarzuela Los gavilanes bajo la dirección musical de Miguel Ángel Gómez Martínez y escénica de Mario Gas
The Gavi-Land of Joy
Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
Oviedo, 24-II-2022. Teatro Campoamor. Los gavilanes, Jacinto Guerrero. Ángel Ódena, Carmen Solís, José Bros, Beatriz Díaz, Lander Iglesias, Esteve Ferrer, Marisa Vallejo, María José Suárez, Enrique Baquerizo, Bárbara Fuentes, Sagrario Salamanca, Enrique Dueñas, Alfonso Aguirre, Luis Alija, Cristina Galán, Dalia Alonso, Vanessa del Riego, Ángel Palacios, Gaspar Braña Lucía Prada, Marta Pardo. Capilla Polifónica «Ciudad de Oviedo». Oviedo Filarmonía. Director musical: Miguel Ángel Gómez Martínez. Director de escena: Mario Gas. Escenografía: Ezio Frigerio. Vestuario Franca Squarciapino. Iluminación: Vinicio Cheli y David Hortelana. Diseño de audiovisuales: Sergio Metalli. Movimiento escénico: Carlos Martos de la Vega.
Han pasado casi cien años desde el estreno de Los gavilanes [Teatro de la Zarzuela, 1923], ópera española hablada y cantada con libreto de José Ramos Martín puesto en música por el gran Jacinto Guerrero, un hombre fundamental para entender nuestro género lírico en la primera mitad del siglo XX, nada menos que constructor del teatro-cine Coliseum en la Gran Vía madrileña, como explicaba Ramón Sobrino en su artículo «El mundo lírico de Jacinto Guerrero», publicado en febrero de 2004 en aquellos preciosos programas de mano que la temporada de zarzuela del Campoamor realizaba, ahora ya no, junto a siete funciones de un título que esta temporada se han quedado en dos.
En 2004 el Campoamor puso en escena Los gavilanes con una producción del Teatro de la Zarzuela ideada por Gerardo Malla y dirigida en lo musical por Luis Remartínez, con Milagros Martín, Arantza Irañeta, Luis Cansino y Alejandro Roy en el reparto, entre otros. Como es natural, el Coliseo de la calle de Jovellanos ha sido siempre la referencia en este género tan misterioso como indefinido, pero el Campoamor ha lucido con luz propia, aunque ahora encontremos al festival un tanto perdido en la orgullosa y confusa sustancia del presente.
En 2007 y 2010 se volvió a poner el título en Oviedo, con dirección de escena de Arturo Castro. En la producción actuaba el gran actor asturiano Juan Antonio Lobato, hoy tristemente fallecido, junto al legendario Luis Varela, un genio sobre el escenario.
Y el año pasado el Teatro de la Zarzuela volvió a recuperar la obra tras una larga ausencia, en medio de una huelga de técnicos del INAEM que provocó la cancelación de su estreno el día 8 de octubre. Se contó con uno de nuestros más importantes directores de escena, Mario Gas, cuya Tabernera del puerto se ha convertido en una de las producciones más atractivas de los últimos años, junto al Juramento y Katiuska ideados por Emilio Sagi [esta última se podrá ver esta misma temporada en el Campoamor], Los sobrinos del capitán Grant de Paco Mir y Los diamantes de la corona de José Carlos Plaza, una obra maestra de la dirección de escena que parece haber desaparecido de la faz de la tierra.
La propuesta de Gas para estos Gavilanes no es tan redonda y evocadora como la de La tabernera. Sobre la escena, la proyección audiovisual de dibujos animados, la escenografía y el vestuario se superpusieron sin encajar del todo con naturalidad, como si a Gas no le hubiese seducido tanto el título o se hubiese conformado con salir del paso con cierta vistosidad ante su falta de redondez dramática. Es una obra difícil Los gavilanes, con momentos preciosos, eso sí, y muy conocidos en lo musical. En su Tabernera, el puerto de mar respiraba de la poética de aquel mágico y cálido cine de verano de Cinema Paradiso. En estos Gavilanes, el lugar provenzal, ya un un tanto lejano en lo geográfico y cultural, se mostró con cierta frialdad, enmarcado en unos grandes andamios que podrían pasar como parte de las tripas del Campoamor. Una escenografía que, por cierto, se usó también para la producción de The Land of Joy.
Gas no terminó de fundirse con el título ni sus componentes, perdiendo un poco la perspectiva de ciertos detalles que saltan a la vista y que lo sacan a uno de la obra: nos mostró al indiano orgulloso de volver a su tierra disfrazado con un pintoresco poncho peruano y a la joven Rosaura excesivamente infantil. Las escenas de baile parecieron contar únicamente con dos bailarinas auténticas que se recortaban del resto con facilidad y el movimiento escénico resultó estático y poco natural para la acción que se mostraba.
Esta sensación de falta de encaje se trasladó a lo musical. Dirigió a la Oviedo Filarmonía Miguel Ángel Gómez Martínez, que no es, desde luego, el director más flexible del mundo ni el que mejor acompaña las voces. Más bien fue el reparto el que tuvo que acomodarse, a veces como pudo, a un contexto sonoro un tanto grueso y tosco, que es posible entender dentro de una cierta idea de naturalidad pero que, a nuestro juicio, resulta excesivamente vulnerable. Fue una incertidumbre apasionada y de postín, que incluso tuvo su aquel orquestal por cierto grado de tensión intempestiva, pero dentro de un tono inopinado tendente a la grandilocuencia. ¿Y cómo estuvieron los cantantes? Ángel Ódena fue un Juan imponente, capaz de extraer lo mejor de sus recursos, aceptar con naturalidad sus limitaciones y las de los demás y mostrar relucientes sus mejores virtudes. ¿Cuántas voces pueden hacernos vibrar como la suya llenando de esa forma el Campoamor? Es un torrente, Ódena, una fuerza de la naturaleza que, en esencia, representa cierta magia cada vez más difícil de encontrar en la ópera. El elenco hubo de adaptarse a la naturaleza un tanto impensada de la versión. Carmen Solís se inmiscuyó con solidez y elegancia, dibujando una notable Adriana. Fueron preciosas todas y cada una de las participaciones de José Bros, que interpretó magistralmente el papel del joven y enamorado Gustavo. Y deliciosa, profundamente emotiva su versión del aria «Flor roja». Qué preciosidad dibujada en el aire nos regaló José Bros, inseguridades incluidas. Con qué calidez, humanidad, ternura y clase se puede llegar a hacer música cuando este tenor está sobre el escenario.
Beatriz Díaz conoce muy bien el papel de Rosaura [lo interpretó en 2007 en el propio Campoamor], cuyas características no dejan ver del todo las grandes cualidades canoras de esta artista, que además de cantar como los ángeles «Oh mio babbino caro» es capaz de retratar con gran fortuna un personaje como el de esta ocasión, tan peculiar como ingrato. Esteve Ferrer estuvo espléndido y magnético como Triquet, y Lander Iglesias, apropiado como Clariván. El resto del numeroso reparto acompañó muy bien la acción. El Coro Capilla Polifónica Ciudad de Oviedo lució solvente sobre el escenario, quizás no tan ilusionado y brillante como esperábamos. Lamentamos el reciente fallecimiento de Francisco González Álvarez-Buylla, gran valedor del conjunto y hombre querido en Oviedo que, a lo largo de su vida, mostró un profundo amor por la música.
Fotos: Alfonso Suárez
Compartir