Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 28-I-2021. Jacques Offenbach: Les contes d’Hoffmann. Elena Sancho Pereg (Stella), Olga Pudova (Olympia), Ermonela Jaho (Antonia), Nino Sugurladze (Giulietta), Marina Viotti (Musa / Nicklausse), Laura Vila (Voz de la tumba), John Osborn (Hoffmann), Aleksander Vinogradov (Lindorf / Coppélius / Doctor Miracle / Dapertutto), Francisco Vas (Spalanzani), Alexey Bogdanov (Luther / Crespel), Carlos Daza (Hermann / Schlémil), Vincent Ordonneau (Andrès / Cochenille / Frantz / Pitichinaccio), Roger Padullés (Nathanaël). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Riccardo Frizza. Dirección coral. Contxita Garcia. Dirección escénica: Laurent Pelly.
El estreno de Les contes d’Hoffmann en el Gran Teatre del Liceu se demoró hasta 1924, cuarenta y tres años después de su primera representación, en París. No es menos sorprendente el hiato entre ese estreno tardío y la siguiente programación liceísta de esta ópera, en 1980. Desde entonces, la obra de Jacques Offenbach no ha vuelto al teatro barcelonés sino con cautela, solo en tres temporadas, sin contar la presente, y ya conocen ustedes las consecuencias de la parquedad y la poca costumbre: «La lluvia en Sevilla es una maravilla», reza la involuntaria paráfrasis arriesgada por un anónimo traduttore/traditore del inglés. De la excepción se suele predicar la maravilla, en efecto, pero no es menos cierto que la propia ópera de Offenbach amerita de por sí el asombro de una manera extraña. Primero, por la pionera audacia de llevar al medio operístico textos de literatura fantástica, como son los relatos de E. T. A. Hoffmann. Segundo, por la inteligencia del libreto de Jules Barbier, basado en una obra teatral previa que el propio libretista había coescrito con Michel Carré y que sintetiza con prodigiosa destreza el imaginario hoffmanniano mediante la adaptación de una certera selección de tres relatos del autor de las Opiniones del gato Murr –«El hombre de arena» (1816), «Consejero Krespel» (1818) y «El reflejo perdido» (1814)–, sazonada, además, con un puñado de elementos tomados de otras páginas del escritor prusiano, así la alusión al protagonista del cuento «Klein Zachs, gennant Zinnober» (1819), del que ignoro traducción al español.
A estas bazas, hay que sumar el trasiego al que se ha visto arrastrada la partitura, ya que la muerte sobrevino a Offenbach antes de emprender la orquestación, que finalmente completó Ernest Guiraud. Esta circunstancia y otras, como el fuego en la Opéra Comique de París que en 1887 destruyó partes importantes de la partitura, han propiciado que el tiempo haya ido amontonando versiones de la ópera de Offenbach y, sobre todo, han frustrado fatalmente la aspiración de una versión definitiva. Un halo de palimpsesto identifica, pues, a esta ópera, cuya condición de ensamblaje frankensteiniano no hace más que avivar su poder desconcertantemente fascinador, análogo –no lo esconderé– al de aquel petit avorton qui se nommait Kleinzach.
Confío en que, si no ha caído en saco roto, se me disculpará este dilatado preámbulo, pues no alberga otra intención que la de postular, si quiera con algún escándalo, la mera programación liceísta de Les contes d’Hoffmann como una verdadera fiesta orgiástica, pero ¿no es el propio Hoffmann de la ópera quien exhorta a sus compadres de taberna con aquello de «Allumons le punch! Grisons-nous! Et que les plus fous roulent sur la table»? A fin de cuentas, este fiel amanuense al servicio de ustedes les confiesa sin rubor que se abandona, como el poeta, a las pasiones del espíritu, y en su defensa podrá alegar que no le ocupa, precisamente, la crítica o reseña de un tratado medieval de escolástica. De todos modos, no tengan cuidado, me abrocharé los botones antes de seguir.
Para la ocasión que nos concierne, es preciso no abandonar el hilo de lo mostrenco para señalar que el Liceu, en atención las restricciones horarias derivadas de la pandemia, ha presentado una versión mutilada de la partitura de la ópera, con múltiples cortes, unos más significativos que otros. Al margen de esta circunstancia tímidamente lamentable, lo que ha hecho el teatro barcelonés ha sido reponer el montaje de la ópera de Offenbach firmado por el director Laurent Pelly, que pudo verse en la temporada 2012-2013 y que se ha reafirmado ahora como una producción inteligente, que logra una eficaz teatralidad mediante una escenografía sencilla, con unos pocos decorados polivalentes, bien diseñada para su propósito y, sobre todo, ambientada con un diestro juego de luces lúgubres que resulta en una estética que remite sutilmente –y es inevitable– al imaginario gótico, pero que reposa sobre todo en un expresionismo moderado que se corresponde muy bien con la obra. Se trata, a fin de cuentas, de una propuesta sorprendentemente sobria, sin recursos demasiado complejos, pero oportunos y ejecutados con precisión, a lo que debe sumarse un esmero notable con respecto al movimiento de los cantantes en escena. Sirvan de ejemplo de esto último las apariciones insidiosas del Doctor Miracle apostándose sucesivamente desde distintos flancos del escenario, mientras Antonia canta «Ah! quelle est voix qui me trouble l’esprit?», en el tercer acto.
Sin embargo, y pese a que la ópera de Offenbach es teatral donde las haya, la mejor escenificación sería insuficiente o incluso baladí de no contar con unos cantantes a la altura, y justo es reconocer y celebrar que esta vez el Liceu ha dispuesto sobre las tablas un equipo vocal admirable y sin mácula. Mayor es la alegría si se tiene en cuenta que Les contes d’Hoffmann es una ópera exigente en el aspecto vocal, con una multitud de personajes de relieve que además revisten una complejidad dramática a veces extrema, como es el caso del rol principal, Hoffmann.
Uno de los mayores hallazgos del libreto de Barbier es, precisamente, el de incluir como personaje protagonista al propio escritor Hoffmann, ya que pocas veces un autor se puede solapar tan cómodamente con su yo poético (dichter-ich). Así, ese yo poético hoffmanniano es invocado como frustrado amante en tres historias amorosas con tres respectivos paradigmas de mujer –una artista (Antonia), una doncella (Olympia) y una cortesana (Giulietta)– que finalmente resuelven en una amada que los encarna a todos, Stella, la gran diva de una representación operística que transcurre extramuros de la taberna nuremburguesa del primer y el quinto y último actos, ante cuya parroquia Hoffmann relata, por cierto, su tríptico de desventuras sentimentales. De todo ello, resulta uno de los más fascinantes, complejos y también extenuantes roles de tenor de todo el repertorio. Polifacético, el de Hoffmann es un personaje que deambula entre la grotesca locura del primer y quinto actos, el refinado lirismo truncado por la humillación y la tragedia, respectivamente, en los actos de Olympia y de Antonia, y el arrebato apasionado y donjuanesco del acto de Giulietta.
Lejos de amedrentarse ante tamaño reto, el tenor John Osborn asumió se apropió del rol desde el mismo momento en que irrumpió por vez primera en escena. Perfecto conocedor del estilo francés, el tenor norteamericano cimentó su actuación sobre una voz de timbre atractivo, esmaltado, y de emisión homogénea en todos los registros. No es la de Osborn una voz de caudalosa, pero el tenor supo proyectarla en todo momento de manera incólume, límpida, como también supo reservarla inteligentemente según las demandas distintas de cada momento de la ópera. Así, pudo advertirse la frescura con que Osborn, pese a todo el esfuerzo previo, llegó al acto de Giulietta, el que exige del tenor una mayor extroversión vocal. En los actos más líricos de Olympia y Antonia, el tenor estadounidense, como era de prever, presentó las mejores credenciales, con un canto de línea invariablemente elegante, expresiva y atenta a los detalles más sutiles, pero también supo Osborn amoldarse al aspecto más guiñolesco del personaje sin perder la compostura. Como colofón de su triunfo vocal, el tenor trufó su actuación de algunos sobreagudos –el primero, para coronar el relato de Kleinzach– ejecutados con una facilidad rutilante, tal como fue costumbre de Alfredo Kraus cuando afrontó este rol. Sin embargo, lo que en el tenor canario acusaba cierto efectismo de divo, en Osborn quedó plenamente integrado, y no sorprende. Si se exceptúa su creación como Werther, Kraus nunca dejó de ser Kraus sobre las tablas, pero Osborn fue de veras Hoffmann en todas sus facetas, construyendo el personaje sobre una dicción francesa excepcionalmente inmaculada –condición especialmente imprescindible en este repertorio– y una presencia escénica versátil e implicada. Nada más que elogios pueden agregarse sobre esta actuación irreprochable con la que Osborn ha legado al público barcelonés un Hoffmann de referencia, un logro que será difícil de igualar en los tiempos que vienen.
Pese a que la dificultad vocal no es tan extremada como la que presenta el rol protagonista, afrontar los cuatro personajes maléficos de esta ópera –Lindorf, Coppélius, Doctor Miracle y Dapertutto– entraña uno de los más atractivos desafíos del repertorio operístico, y el engañoso carácter grotesco de estos personajes ha propiciado que más de uno, más de dos y más de tres lo afronten mal, es decir, amparándose en una presumible vis histriónica para esconder, sin éxito, insuficiencias o incluso vergüenzas vocales. Otros intentos fueron, no cabe duda, más nobles e incluso alcanzaron notoriedad, como el del belga José Van Dam, cantante pulcrísimo –su Ferrando en Il trovatore no tiene parangón en la historia– cuyo registro grave siempre brilló por su ausencia, lo que emblanqueció siempre sus imprudentes aproximaciones a roles de enjundia cavernosa, como son, efectivamente, lo personajes maléficos de la ópera de Offenbach. Afortunadamente, quien asumió el desafío en el Liceu no presentó ninguna de estas falencias. El bajo ruso Aleksander Vinogradov encarnó a las cuatro figuras del mal con una voz de timbre rotundo, emisión libre, fresca y homogénea en todos los registros, y con una proyección generosa. Vinogradov se adueñó del escenario desde su aparición y, con una vocalidad sin trucos ni artificios, sino espontánea y distinguida a un tiempo, logró estremecer, especialmente, como Doctor Miracle en el cuarteto con Crespel, Antonia y Hoffmann del acto tercero («Eh oui! je vous entends! Tout á l'heure! Un instant!»).
En un montaje que presenta a los cuatro personajes malignos bajo un mismo aspecto, Vinogradov, de planta mefistofélica realzada por su atuendo, fue versátil y supo dar cuenta de los matices que distinguen a cada uno de los roles, sin caer en un trazo grueso. Pocas son, en definitiva, las ocasiones en que estas figuras diabólicas son encarnadas con el lujo de medios vocales que acreditó el joven bajo ruso, de quien no cabe sino anhelar que frecuente en lo sucesivo el teatro barcelonés.
A nadie escapa que, entre tantas cosas extraordinarias como atesora o, en este caso, propicia esta ópera, está la del reverso femenino del desafío de asumir los cuatro roles malignos, a saber: encarnar los personajes de las tres mujeres, Olympia, Antonia y Giulietta, al que se les puede sumar el de Stella. Sin embargo, las exigencias vocales de los personajes femeninos son enormemente más dispares que las de los roles masculinos, y eso, como es lógico, ha impedido que las tentativas de afrontar este otro reto sean poco comunes, lo cual es más una suerte que una desgracia. Así, para esta ocasión liceísta, los roles femeninos, a los que la partitura reserva sendos y peculiares lucimientos, han ido a cargo de respectivas cantantes distintas.
Olga Pudova encarnó –si se me permite la contradicción– al autómata Olympia, a la que dotó de una voz lírica de bello timbre y segura emisión. Su gran momento, la popular «Les oiseaux dans la charmille», lo resolvió sin derroche de virtuosismo, pero con solidez en la coloratura y con claridad en la articulación. Una actuación vocal que la soprano rusa acompañó con una gestualidad precisa y adecuada a la de una muñeca, algo que nunca deja de causar sensación, intensificada por la escenografía, que dispone a la cantante en lo alto de una grúa que la encarama, al final del aria, literalmente sobre el foso de la orquesta.
Completamente distinto es el personaje de Antonia, y no pudo hallar una intérprete más adecuada que Ermonela Jaho. La afamada soprano albanesa, a la que en más de una ocasión se le puede reprochar el abordaje de roles cuya vocalidad desborda las condiciones de su instrumento, más bien frágil y de timbre poroso, se plegó, esta vez, como un guante a la personalidad vocal y dramática de la joven cantante de salud quebradiza que es Antonia. A Jaho siempre hay que agradecerle su entrega en el escenario y el grado de identificación con sus personajes, aunque esto no siempre amerite el aplauso. Como Antonia, la soprano albanesa conmovió de verdad, con una voz que en esta ocasión no se vio exigida por encima de sus posibilidades y que, por tanto, Jaho emitió con una solidez al servicio siempre de la escena, completando una actuación que justamente mereció una de las mayores ovaciones de la noche.
Cerró el trio de mujeres la Giulietta de la mezzosoprano georgiana Nino Sugurladze. Si bien su actuación fue menos destacable que la de sus dos colegas referidas, Sugurladze afrontó el rol de Giulietta con buena línea canora y un timbre de bello centro, aunque con alguna que otra tirantez en la zona aguda, lo cual no empañó un desempeño bien cimentado en una presencia escénica seductora y sofisticada, como exige el rol. Algo que pudo apreciarse ya en la celebérrima barcarolle que inicia el acto cuarto.
Barcarolle que Sugurladze cantó al alimón con su Nicklausse, es decir, con la mezzosoprano Marina Viotti, quien, junto a Osborn y Vinogradov, fue la sensación de la noche. Como es habitual, en tanto Nicklausse, Viotti asumió también la parte de la musa, primer personaje que aparece en toda la ópera. La irrupción de Viotti como esa musa que sale de un tonel, de la feliz ebriedad hoffmanniana, no fue sino un presagio de la maravillosa función que habría de tener lugar. Como musa, Viotti tuvo una presencia arrebatadora; como Nicklausse, la mezzosoprano italiana fue un nervio que dinamizó la escena, fiel a la jovialidad desenfadada del personaje. Vocalmente, Viotti exhibió una voz de timbre bello, bruñido y cálido a una vez, sólida siempre en la emisión, densa, pero distinguida, todo ello aunado a una línea de canto de un gusto exquisito. Con estas bazas, Viotti exprimió al máximo las posibilidades de un personaje menos secundario de lo que parece a simple vista.
La participación femenina se completó con la Stella de Elena Sancho Pereg. El rol, corto, pero no exento de lucimiento, fue bien aprovechado por la soprano donostiarra, con una voz de proyección discreta, pero de emisión pulcra y de atractivo timbre lírico.
Entre las peculiaridades de la ópera de Offenbach, figura también la de presentar una colección llamativa de personajes comprimarios. En la velada que nos ocupa, todos ellos fueron encarnados con sobrada prestancia vocal y escénica. El barítono Alexey Bodganov dobló su participación asumiendo primero el rol del tabernero Luther y, en el tercer acto, el del padre de Antonia, Crespel, indudablemente de mayor relieve que el primero. La de Bogdanov es una voz de notable espesor, algo ruda en la emisión, pero consistente y sobrada con respecto a las exigencias de los dos personajes. Además, mostró una presencia escénica importante. También con holgura vocal anduvo otro barítono, Carlos Daza, quien igualmente dobló su intervención asumiendo el rol de Herman, en el primero y quinto actos, y el de Schlémil, en el acto de Venecia. Roger Padullés y Laura Vila cumplieron con meritoria corrección como Nathanaël y La voz de la tumba, respectivamente. Por su parte, tenor Francisco Vas ofreció una simpática interpretación del excéntrico artífice de Olympia, Spalanzani, mientras que Vincent Ordonneau asumió con mesurada comicidad los cuatro personajes clownescos que aparecen a lo largo de la ópera, a saber, Andrès, Cochenille, Frantz y Pitichinaccio.
Si el equipo vocal de esta producción mereció, sin duda, la unánime ovación del público, la labor de los conjuntos estables del teatro de Las Ramblas fue también, aunque en menor medida, digna de elogio. Es cierto que el coro del Liceu atraviesa un momento crítico y que ya hace un tiempo que clama por una renovación, pero su voluntariosa actitud, con Contxita Garcia al mando, salvó los muebles, sin perturbar, así, el nivel de excelencia de la función. Por su parte, la orquesta, con Ricardo Frizza en el podio, aprovechó la ocasión para resarcirse del descalabro de La traviata reciente, todavía en el recuerdo. Frizza dirigió con orden y claridad, concertó y acompaño con atención a los cantantes. Logró, en definitiva, una respuesta, cuanto menos, unitaria de parte de la orquesta. En pocas palabras, ejerció de director, en una función vocalmente soberbia y que, en términos generales, logró algo menos habitual de lo que sería deseable: a saber, que quien les escribe estas notas críticas se reencontrara con la verdadera experiencia de la ópera. Una experiencia que, en consonancia con la hoffmanniana obra maestra de Jacques Offenbach, no puedo sino calificar de auténticamente mesmérica.
Fotos: David Ruano
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