La excepcional agrupación historicista gala ofreció un recital absolutamente demoledor en lo orquestal, de sonido estratosférico y con un programa que, aunque conceptualmente poco interesante, puso en liza la música del genial operista francés.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 03-III-2019. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Une Symphonie Imaginaire, obras de Christoph Willibald Gluck y Jean-Philippe Rameau. Les Musiciens du Louvre | Marc Minkowski.
Debemos recurrir a las reglas [de la música] solo cuando nuestro genio y nuestro oído parezcan negarnos lo que buscamos.
Jean-Philippe Rameau: Le Nouveau Système de musique théorique, 1726.
Si alguien descubrió ayer a Jean-Philippe Rameau (1683-1764), a buen seguro no se habrá llevado una idea nítida del tipo de compositor y de toda su capacidad compositiva, que es inmensa, porque a mí entender no es solo una de las luminarias de todo el siglo XVIII francés, sino uno de los auténticamente grandes compositores en la historia de la música occidental. Es absolutamente increíble que, a estas alturas del siglo XXI, en España no se haya tenido oportunidad de ver escenificada –ni en versión concierto, diría– alguna de las extraordinarias creaciones operísticas del genial Euclide-Orphée –como así le apodó el mismísimo Voltaire–. Sea como fuere, el hecho de tener algo de su música sobre los escenarios madrileños ya supone todo un lujo para los oídos, así que deberemos conformarnos con esto hasta que a alguno de los programadores pudientes del panorama se le ilumine la bombilla y entienda que dejar fuera de la escena a Rameau es dejar a uno de los grandes operistas de la historia. Así de sencillo.
El programa presentando aquí, que el conjunto está llevando de gira por algunas ciudades de Francia, Italia, Rusia y Alemania, recaló en el Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM], no es otro que aquel proyecto discográfico que Marc Minkowski y sus huestes, Les Musiciens du Louvre [LMdL], grabaran para Archiv Produktion allá por 2005, bajo el título Une Symphonie Imaginaire. El concepto es claro, recrear una especie de gran sinfonía conformada a base de fragmentos orquestales extraídos de varios de los grandes títulos operísticos de Rameau. Minkowski dio una especie de vuelta de tuerca a esas grabaciones de las suites orquestales extraídas de las óperas –bastante habituales durante algunos años–, creando aquí un imaginario «rameauniano», una especie de tarro de las esencias de la increíble calidad compositiva y el descomunal tratamiento de la paleta orquestal que el de Dijon fue capaz de crear a lo largo de los últimos años de su vida –es necesario recordar que, a pesar de una notable cantidad de creaciones para la escena, Rameau llegó a la ópera a la vetusta edad de 53 años–. ¿El programa funciona? Puede decirse que lo hace, pero solo porque la calidad musical de las obras es tan superlativa, que es capaz de sostener todo un concierto sobre esa visión conceptualmente simplona y que aporta poco al conocimiento en profundidad del autor francés. Así, puede suceder que alguien que no conozca la subyugante aria «Tristres appretês, pâles flambeuax» –de la ópera Castor et Pollux–, no comprenda de dónde se extrae esa Scène funèbre que protagoniza el segundo movimiento de esa imaginaria sinfonía; del mismo modo, alguien que escuche el inquietante y rítmicamente fascinante Prélude del Acto V de Les Boréades no comprenderá cómo una escritura así es posible, pues lógicamente no se puede comprender hasta que el oyente escucha el aria de Borée y coro «Obeissez, quittez vos cavernes obscures» subsiguiente. Del mismo modo, extraer y aislar las danzas, que en las obras escénicas francesas y de Rameau son parte tan esencial del espectáculo, carece en general de sentido.
De cualquier manera, lo cierto es que al escuchar la interpretación absolutamente descomunal de la orquesta y director galos, es probable que al público, más aún a aquel que no conoce el vasto universo «rameauniano», se le hayan olvidado todos sus males. Estamos hablando de una las actuaciones más vigorosas, refinadas y técnicamente apabullantes que se hayan podido ver en la programación del CNDM en sus últimas temporadas. Minkowski siguió de forma estricta la estructura de aquella grabación, presentando en el mismo orden y manera los diecisiete números que conforman la sinfonía. Que nadie espere novedades significativas, cambios de carácter, tempi o color en relación con aquella grabación, que por otra parte ya era excepcionalmente buena. Una orquesta nutridísima –de esas que solo puede soportarse si hablamos de giras, de conjuntos extranjeros, del CNDM y de una serie de instituciones francesas que apoyan y sostienen económicamente a la orquesta–, protagonizó la velada, con una sección de cuerda imponente [8/6/4/4/2], nada menos que cuatro oboes y cuatro fagotes, dos traversos, dos trompas, trompeta, timbales y clave.
Un lujo auditivo de primer orden, pero que de nada serviría si no viniese avalado por la excelencia más absoluta, la de un conjunto y director que conocen al dedillo ese lenguaje francés tan particular, no obstante, Minkowski y los suyos han sido unos apasionados de la música francesa de los siglos XVII y XVIII desde sus inicios, aunque hayan ido derivando con el tiempo en otra serie de repertorios posteriores. Su atención a la música de Rameau ha sido notable, contando entre su discografía con algunas grabaciones que pugnan con las de Les Arts Florissants y Christie, entre otros conjuntos, por ser las referencias en la ópera rameauniana: Hyppolite et Aricie, Dardanus, Les Surprises de l’Amour, Platée o Anacréon. El trabajo es todas las secciones rozó la perfección. La limpidez, tersura, equilibrio y empaste en la sección de violines –comendados por Thibault Noally– fue modélica. Pocas veces su puede escuchar tan nítidamente una sección de violas como la aquí conformada por David Glidden, Joël Oechslin, Marco Massera y Pierre Vallet, de la misma manera que el color y calidez sonora aportados por los violonchelos de Frédéric Baldassare, Elisa Joglar, Aude Vanackère y Vérène Westphal resultó tan sorprendente como fascinante.
Es necesario alabar la empresa de los cuatro oboístas –liderados por quien es probablemente uno de los grandes intérpretes de oboe barroco de la actualidad, el español Rodrigo Gutiérrez– [Claire Sirjacobs, Mathieu Loux y Seung Kyung Lee-Blondel]. El trabajo de afinación y empaste en los múltiples y extremadamente virtuosísticos pasajes a unísono entre los cuatro oboes y los violines fue tan sublime como solo la máxima exigencia logra solventar. Y tratándose de Rameau –y de Minkowski, que no debemos olvidar comenzó su carrera como fagotista barroco en conjuntos como Clemencic Consort o Les Arts Florissants–, hay que aplaudir con efusividad el maravilloso trabajo de los cuatro fagotes de la noche: Marije Van Der Ende, Nicolas André, David Douçot y Katalin Sebella, quienes, posicionados al fondo de la orquesta, de pie y flanqueados a cada lado por los dos contrabajos de Christian Staude y Gautier Blondel –impecable labor la suya, con un exquisito empaste con la sección de violonchelos, sosteniendo de manera muy firme los cimientos de la compleja arquitectura armónica de Rameau–, ofrecieron lecturas de hermoso sonido, técnicamente muy trabajadas, de un gran balance con el tutti orquestal y una afinación casi perfecta –salvo leves excepciones–. Pocas veces –y conozco francamente bien estas obras– he escuchado de forma tan exacta y clarificadora algunos de los fantásticos giros que a los fagotes destina Rameau. Sus maravillosas líneas en fragmentos como la Scène funèbre o la indescriptible contramelodía de la Entrée de Polymnie [Les Boréades] fueron momentos para enmarcar y recordar largo tiempo. Muy lograda, del mismo modo, la participación en los traversos de Jean Brégnac y Nicolas Bouils, especialmente en el trabajo de unísono entre sí y con otras secciones, además de pasajes solistas fantásticamente bien resueltos en sonido, elegancia del fraseo y detallismo de las ornamentaciones. Notable, por el color, la afinación lo vigoroso de la misma, la presencia de las trompas de Takenori Nemoto y Kurumi Kudo.
Magnífico el concurso del percusionista David Dewaste, que aportó el punto justo de sonido y color en los timbales, tambores y panderos. No podemos olvidar el pulcro concurso desde el continuo del clavecinista Luca Oberti, que jugó de forma muy inteligente y expresiva con el color, el uso del registro de laúd y unas imaginativas, pero muy equilibradas ornamentaciones, logrando además en balance sonoro muy eficaz.
Un ejemplo evidente de este exquisito trabajo de orfebrería orquestal se tuve, de forma muy evidente, en pasajes como el maravilloso fugato del Ritournelle del Acto III de Hyppolite et Aricie; la sincronización milimétrica en Orage, de Platée; la elegancia y vaporosidad de los Riguadons I/II del prólogo de Naïs; y, por supuesto, en la mágica e hipnótica Entrée de Polymnie, sin duda unas de las piezas orquestales más hermosas concebidas jamás por Rameau, que fue plasmada aquí con una emoción y belleza tal, que probablemente supusieron el punto álgido de un concierto de extrema calidad.
Marc Minkowski no es probablemente el mejor director del mundo. No llega a todo, y aunque su deriva hacia repertorios operísticos y sinfónicos del XIX resulta en ocasiones muy poco afortunada, tiene una mano exquisita para el Barroco francés y especialmente para Rameau. Tiene una virtud especial, que no parece perder con el paso de los años cuando se trata de este repertorio: casi siempre logra aportar el punto justo de calidez sonora a sus interpretaciones, sus tempi resultan tremendamente ajustados, logrando captar con prístina nitidez la esencia de lo musical, para convertir el sonido en una expresión emocional muy intensa. Cuenta con una orquesta de absoluto lujo, pero la orquesta ha de trabajarse día a día; este nivel no es resultado de una eventualidad ni una casualidad sorprendente. Sin un gesto especialmente técnico, ni una atención desmedida a los detalles de lo que sucede en cada una de las secciones, lo cierto es que esa visión global con la que el francés parece dirigir la música no parece corresponderse con el excepcional trabajo de filigrana sonora que emana LMdL, pero ahí está, y en dosis ingentes. Algo tendrá el agua cuando la bendicen...
El programa se completó con otra sinfonía imaginaria, extraída esta vez del ballet Don Juan ou Le Festin de Pierre, Wq 52, estrenado en Wien en 1761, con música de Christoph Willibald Gluck (1714-1787) sobre libreto de Ranieri de’ Calzabigi y con coreografía de Gasparo Angiolini. Minkowski ofreció una selección del ballet –cuya acción se sitúa además en Madrid–, leyendo en el francés original parte del libreto, con el fin de explicar la trama que antecedía a cada uno de los números –aprovechando para meter ciertas morcillas humorísticas de las que tanto gusta el director francés–. Lástima que no hubiera ni proyección alguna ni traducción disponible en el programa de mano con el libreto, para haber comprendido mejor lo narrado por Minkowski, que quiso hacer algo parecido –en una terrible mezcolanza entre el inglés, francés e italiano, con los movimientos de la sinfonía de Rameau, algo que se podría haber ahorrado, por innecesario–. Magnífico el concurso orquestal en esta breve primera parte del concierto, como antesala de lo que estaba por llegar, que alcanzó momentos culminantes en el fandango –a pesar de que el libreto lo llama chacona– y especialmente en el último movimiento, que narra el final de Don Juan consumido por las consecuencias de su lujuriosa vida –en el cual se inspiró Luigi Boccherini para componer su Sinfonía en Re mayor «La casa del diavolo» G. 506–.
Minkowski hizo saludar de forma individual a varias de las secciones de la orquesta, en un merecido reconocimiento público por la calidad alcanzada y reservó como propina y despedida la repetición de la célebre Danse des Sauvages, de Les Indes Galantes, que a la manera de una Marcha Radetzky hizo acompañar con las palmas del público. Una fiesta musical servida por un showman que define la dirección como «un acto de comunión», añadiendo «mi trabajo consiste en generar atmósferas y en evocar emociones. No soy un mero técnico de sonido que ajusta la orquesta y se marcha». Sin duda, un reflejo total de su manera de concebir la música. En cualquier caso, y dejando a un lado estos actos innecesarios, el numeroso público asistente pudo presenciar una velada de primer nivel, servida por una orquesta superlativa y la música de un genio como ha habido pocos en la historia de la música. Tomen nota y programen de una vez a Rameau más y más adecuadamente en nuestros escenarios. Por pura justicia.
Fotografía: Elvira Megías/CNDM.
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