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Crítica: Legendaria «Alcina» de Handel, para el CNDM, con Les Musiciens du Louvre y Marc Minkowski en estado de gracia

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Autor: Mario Guada
21 de febrero de 2023

Una estratosférica orquesta, con el incombustible y siempre excepcionalmente dramático Marc Minkowski al frente, ofreció una versión memorable de esta gran ópera «handeliana», con un elenco en general brillante, encabezado por una Magdalena Kožena tan brillante como en sus mejores tiempos

Una orquesta para Alcina

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 15-II-2023, Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Alcina, HWV 34, de George Frideric Handel. Magdalena Kožená [mezzosoprano], Anna Bonitatibus [mezzosoprano], Elizabeth DeShong [mezzosoprano], Erin Morley [soprano], Valerio Contaldo [tenor], Alex Rosen [bajo], Alois Mühlbacher [contratenor] • Les Musiciens du Louvre | Marc Minkowski [dirección].

Creo que es la mejor [ópera] que ha hecho nunca, pero he pensado lo mismo de tantas, que no diré positivamente que es la mejor, pero es tan buena que no tengo palabras para describirla. Strada tiene toda una escena de encantadores recitativos –hay mil bellezas–. Mientras el Sr. Haendel tocaba su parte, no pude evitar pensar que era un nigromante en medio de sus propios encantos.

Mary Pendraves, en una carta a su madre [12-IV-1735].

   No nos vamos a engañar, tener sentado al público durante ciento ochenta minutos escuchando una ópera sin representación alguna tiene su mérito y resulta una apuesta hasta cierto punto osada. El Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] lleva varias temporadas estirando este órdago al extremo, con el afán de ofrecer al público del ciclo Universo Barroco todas las óperas –completadas con los oratorios– de Il caro Sassone, George Frederic Handel (1685-1759). No vamos a descubrir ahora el enorme olfato dramático y musical del germano-británico a la hora de componer sus obras escénicas, sin duda uno de los ejemplos más brillantes en el género, no ya solo del siglo XVIII, sino de toda la historia. Alcina, HWV 34 es, además, uno de los títulos más conocidos y celebrados por el público, así que esta apuesta protagonizada por un elenco vocal de cierto relumbrón, acompañados por la agrupación francesa Les Musiciens du Louvre –bien conocida por el público madrileño– tenía visos de concitar mucha expectación. Y así lo hizo, pero no podemos obviar el hecho de que fueron numerosos los espectadores que abandonaron el Auditorio Nacional a eso de las 21:30, cuando tuvo lugar el único descanso de la noche. Quedaba por delante casi otra y media, y sin duda se hacía tarde para algunos. Una lástima, porque no pudieron presenciar en su totalidad una de las noches más memorables que se recordarán en este Universo Barroco y entre todas las ya muy numerosas veladas dedicadas a las óperas «handelianas».

   Parte de la culpa, tanto del tiempo requerido como del éxito imponente del concierto, lo tuvo un tal Marc Minkowski, uno de los directores más activos en el campo de la ópera barroca, al que, sin duda, los dramas «handelianos» le sientan excepcionalmente bien. Suya, como digo, es la culpa de todo ello, primero por negarse a recortar recitativos o da capo en las arias –una práctica tan habitual en nuestros días como lamentable para el devenir de la trama–, segundo por ser capaz de esculpir una versión con un sentido dramático pasmoso –sí, incluso sin representación escénica alguna–, en la que destacó por encima de toda una orquesta absolutamente imponente. Y no lo hizo solo por la impactante formación presentada, con una cuerda conformada por hasta treinta y dos miembros [10/8/6/4/3], además de tres oboes, dos flautas de pico, un traverso, dos trompas y tres fagotes, más un poderoso continuo completado por dos claves y una tiorba –lo nunca visto–, sino porque el trabajo y el sonido logrados fueron absolutamente impactantes desde el inicio de la obertura y hasta el último acorde del coro final. No recuerda en los últimos cinco años, en verdad, una orquesta historicista con ese empaque, vigor, energía tan enfocada, afinación, empaste, equilibrio entre las líneas –cada una de las partes de la cuerda llegaba con cristalina claridad–, tan certeros en las articulaciones, rítmicamente impecables y con un sonido tan mimado y grandioso a partes iguales. Todas las grandes emociones y los momentos musicalmente más extraordinarios fueron rubricados por Les Musiciens du Louvre, y es de justicia reconocerlo, máxime en un género en el que son los solistas los que suelen recoger las mieles del éxito.

   Handel tomó de Ludovico Ariosto la trama para su ópera Alcina, tomando el Orlando furioso [1516] como fuente –que ya le había servido de inspiración en dos óperas previamente: Orlando [1733] y Ariodante [1735]–. La ópera adapta el libreto anónimo que Riccardo Broschi –hermano de Carlo Broschi, es decir, «Farinelli»– [c. 1698-1756] utilizó para su ópera L’isola d’Alcina [1728], basada en los cantos VI y VII del del texto del poeta italiano. Con Alcina, el compositor se reestrenó con la Royal Academy of Music en el paso del King’s Theatre al recientemente construido Covent Garden Theatre londinense, donde se estrenó el 16 de abril de 1735. Handel, uno de los más audaces compositores para cantantes de la historia, contó en el estreno con un elenco de imponente nivel: Anna Maria Strada del Pò [soprano, como Alcina], Cecilia Young [soprano, como Morgana], Giovanni Carestini [castrato alto, como Ruggiero], Maria Caterina Negri [contralto, como Bradamante], John Beard [tenor, como Oronte], Gustavus Waltz [bajo, como Melisso] y William Savage [niño soprano, como Oberto].

   El musicólogo y especialista en ópera «handeliana» Winton Dean comenta lo siguiente acerca de esta ópera: «Como nos informa el argumento del libreto, ‘la historia está tomada de los cantos sexto y séptimo del Orlando furioso de Ariosto, pero alterada en parte para una mejor conformidad dramática’. Ariosto aporta el elemento central de la trama, la seducción de Ruggiero por Alcina y su huida final, y una escena en particular en la que Melisso, disfrazado de Atlante, abre los ojos de Ruggiero a la verdadera naturaleza de Alcina por medio del anillo mágico. Estos tres son los únicos personajes importantes en el relato de Ariosto. Melissa [sic] es una maga benévola, guardiana de los intereses de Bradamante, que no solo planea de Ruggiero, sino que devuelve a los amantes de Alcina su forma humana. Bradamante permanece en segundo plano; Morgana se menciona de pasada como una hechicera no menos que su hermana, Oronte y Oberto en absoluto. […] De las treinta y cuatro arias de Broschi –incluidos el dúo y el trío–, Handel conservó el número excepcionalmente elevado de veinticuatro, diecinueve de ellas para los mismos personajes y cinco –con algunos cambios textuales– para personajes diferentes en situaciones distintas. De los diez textos no conservados, seis desaparecieron y tres fueron sustituidos, dos de ellos por arias más fuertes y positivas para la propia Alcina […] Alcina completa el trío de sus óperas de Ariosto, y es su última ópera de contenido mágico. La magia no es un mero andamiaje para sostener la trama; el sabor del encantamiento (en más de un sentido) impregna toda la partitura. Como en Orlando, Handel se inspira en la visión del mundo natural y sobrenatural de Ariosto. En ambas óperas, y en Ariodante, se tiene constantemente presente el trasfondo de la naturaleza y el aire libre. Esta combinación atrajo la imaginación de Handel, evocando una cualidad que podríamos calificar de romántica. Sin las ataduras del racionalismo o la moralidad, en la medida en que se extendían a la convención operística, era libre de describir las seductoras delicias de la isla de Alcina con extraordinaria viveza. Fue capaz de explotar los nuevos recursos –ballet, coro, los espectaculares efectos escénicos asociados a las pantomimas de John Rich– adquiridos con el traslado a Covent Garden, con el resultado de que, en una buena representación, Alcina atrae por igual a la vista, el oído y la imaginación, formando una fusión profundamente satisfactoria de las artes que componen la ópera: música, drama, danza y espectáculo. Burney pensó que, si alguna ópera de Haendel tuviera que ser reestrenada en el escenario en su totalidad, Alcina sería una candidata idónea», sentencia.

   Y continúa explicando: «La disposición está cuidadosamente planificada, tanto en el libreto como en la música. Las arias están colocadas de tal manera que, además de hacer avanzar la trama y desarrollar los personajes, se ponen en relieve unas a otras, contribuyendo en gran medida a la ironía dramática que impregna la partitura. […] Mientras que al principio y al final de la ópera la textura es atractivamente variada por coros y danzas, a primera vista sorprende descubrir que las arias se ajustan más de lo habitual a un estricto plan da capo. No hay ni un solo dal segno en las nueve arias del acto I y solo seis en la ópera (aunque incluyen al menos dos ejemplos sobresalientes) frente a diecinueve con da capo exacto (veinte con el trío). Pero no hay riesgo de monotonía formal. Tres arias tienen secciones B contrastadas en tempo y métrica, así como en tonalidad, y cuatro se dirigen a dos personajes alternativamente o en parte al público. Se percibe un plan tonal definido. El acto I está firmemente asentado en si bemol (la obertura y tres arias, incluida la última) y la tonalidad regresa en el trío culminante; el acto II pasa de sol menor (dos de los solos de Ruggiero) a la relativa menor de sol mayor; el acto III de dos movimientos en re menor a sol mayor. Todas las danzas (excepto la pantomima del final del acto II, que pasa del mi menor del aria de Alcina a mi mayor) y todos los coros menos uno están en sol menor o mayor; el cuarto está en su dominante. Aunque el escenario es mítico y el curso de los acontecimientos se presta a perturbaciones sobrenaturales, el rasgo distintivo de los personajes es su intensa humanidad. Las grandes óperas de Handel suelen tener un tema dominante que les confiere su ‘particular tinta’, por tomar prestado el término de Verdi; el amor sexual desinhibido en Giulio Cesare, la fidelidad conyugal en Rodelinda, los lazos entre padre e hija en Tamerlano, la traición de la inocencia en Ariodante. En Alcina, el amor tiene muchas caras: la pasión que consume a la propia Alcina, una relación más superficial en Oronte y Morgana (al menos hasta su última aria), lazos conyugales en Bradamante, filiales en Oberto, casi paternales o al menos tutelares en Melisso. Incluso hay un toque maternal en la escena del segundo acto de Alcina con Oberto, donde invoca su ‘materno amore’. El escenario mágico parece haber agudizado, como en sus otras óperas mágicas, la percepción de Handel de la debilidad y la locura humanas. Alcina puede ser una bruja, pero sus emociones y deseos son los de una mujer mortal elevada al grado más alto. Su música no deja lugar a dudas de que está desesperadamente enamorada de Ruggiero, mientras que él es víctima de una obsesión, ya que está atado por un hechizo. Significativamente, no tiene música de amor directa, lo que debe ser raro para un héroe castrato. Alcina es la más desarrollada de las hechiceras de Handel y una de las grandes heroínas trágicas de la ópera. Su carácter, dibujado con maravillosa sutileza, evoluciona radicalmente en el transcurso de la acción. […] Los movimientos corales y de danza y las espectaculares transformaciones escénicas contribuyen no poco al impacto de Alcina en el teatro. El coro, más que en otras óperas de Handel de la temporada de 1734/35 o posteriores, desempeña un papel integral en la acción, primero como cortesanos de Alcina, después como sus víctimas. Como cabía esperar de la participación de Marie Sallé, las danzas reflejan la influencia francesa; de ahí la lengua francesa de la mayoría de sus títulos».

   Para concluir, un asunto siempre necesario cuando se habla de la producción musical de Handel: como indica John Roberts en Handel Sources, «la ópera registra nueve préstamos, principalmente de Reinhard Keiser y de Giovanni Bononcini. Ninguno de ellos supera unos pocos compases. Uno o dos, como admite Roberts, son tenues y pueden ser coincidentes: el resto podría ser el resultado de que la memoria de Handel retuviera, tal vez inconscientemente, un fragmento de la obra de otra persona y lo utilizara como punto de partida para una nueva composición». Sin embargo, Dean añade en un apéndice en su estudio de las óperas tres autores más citados [Georg Philipp Telemann, Francesco Gasparini y Giovanni Antonio Cesti], además de varios autopréstamos de algunas composiciones previas.

   Metiéndonos ya en el análisis de lo acontecido en esta memorable velada, y aunque algunas intervenciones orquestales se irán comentando a la par que las de los solistas vocales, merece la pena detenerse nuevamente en comentar algunas de las múltiples bondades de la orquesta, fundada hace cuatro décadas en localidad francesa de Grenoble. Lo que probablemente más impactó fue la oportunidad de presenciar una orquesta tan nutrida casi como una orquesta sinfónica moderna para un repertorio romántico, pero esto de poco serviría de no ser porque cualquier efecto y recurso sónico llegaron amplificados por tres gracias al trabajo de pincel excepcionalmente fino llevado a cabo por Les Musiciens du Louvre. Es indiferente si se trataba de lograr el mayor lirismo posible de las arias melódicamente más encantadoras, como «Tornami a vagheggiar» o «Verdi prati», por mencionar solo un par, o si el impacto debía llegar de la sincronía y un trabajo de exquisita filigrana en los pasajes de más puro furore «handeliano», como en el recitativo accompagnato «Ah! Ruggiero crudel» o en Le combat des Songes funestes et agréables. La realidad es que nunca antes se ha visto, ni siquiera en las versiones discográficas existentes –Christie, Curtis, Hickox o Bolton–, un muestrario tan ricamente labrado de las emociones humanas y un tratamiento orquestal tan plenamente abrazado a la psicología de los diversos personajes del drama. Un logro monumental que no debe pasarse por alto. El resultado pudo apreciarse en cada aria, pero además tuvieron tiempo para brillar con la inclusión de esos ballets que prácticamente nunca se suelen ofrecer en las versiones en directo. Inspirados por el empuje de una sección de cuerda comandada por Alice Piérot con excepcional mano –Nicolas Mazzoleni lideró a los segundos–, el resto de la orquesta se elevó a cotas raramente vistas con anterioridad, merced a un sonido terso, límpido al extremo, afinadísimo y empastado como pocas veces se haya escuchado a una orquesta barroca en las tablas del Auditorio Nacional. La sección de violas –con David Glidden al frente– fue sin duda todo un espectáculo, tan presente como bien trabajada, regalando alguno de los momentos más memorables y dramáticamente potentes de la noche. La colocación de la orquesta, además, muy inteligentemente dispuesta por Minkowski con contrabajos a ambos lados del tutti, violines I/II enfrentados, violas tras los primeros, violonchelos al lado de los segundos, delante de sendos claves, con la tiorba en primera línea, quedando en la última fila las maderas –con las eventuales trompas a la derecha de los oboes–, amplificó y dispersó muy bien las distintas líneas, lo que, aunado al trabajo de filigrana en las articulaciones y dinámicas, expuso todo el entramado orquestal con una claridad apabullante. No es posible pasar por alto el trabajo excepcional de los violonchelos, con una solidez y calidez de sonido pasmosas, al frente de los cuales estuvo un Gauthier Broutin imperial, encargado además de los recitativos, en una labor tan exigente como impolutamente resuelta: vibrante, sutil, expresivo… En varias arias tuvo de compañero de aventuras al contrabajista Christian Staude, excelente en sus labores también. No menos sólidos los fagotes de Jani Sunnarborg, Tomasz Wesołowski y David Douçot, tanto en el continuo como en tareas orquestales. Refinada y elegante Annie Laflamme al traverso, con un sonido mimado y un fraseo muy musical, a pesar de tener un papel menor. Loas merecieron también los oboes, liderados por el español Rodrigo Gutiérrez, junto a Gilberto Caserio de Almeida y Yanina Yacubsohn, tanto en las arias solistas como en las labores de tutti, bien fuera doblando violines, en pasajes al unísono o en las líneas independientes. El continuo se completó con dos vigorosos y sugerentes claves firmados por Maria Shabashova y Yoann Moulin, tan firmes como imaginativos en el desarrollo del bajo. La finura y el detalle de orfebrería lo puso el japonés Yasunori Imamura a la tiorba, meritoriamente audible en muchos pasajes orquestales, gracias en buena medida a su colocación en el escenario y a una pulsación muy controlada.

   La presencia de la mezzosoprano checa Magdalena Kožená en el papel principal era temida por muchos –entre los que me encuentro–, pues hace tiempo que no parecía estar en su mejor momento vocal. Sin embargo, demostró que la inteligencia en su elección por parte de Minkowski fue plenamente acertada. Él –que la conoce bien desde hace años– supo ver en ella una Alcina como la que fue, expresiva, vehemente, verosímil escénicamente, a pesar de los escasos medios, y con una vocalidad que se adaptó perfectamente a las exigencias del rol. La voz corrió con facilidad, como demostró desde el aria inicial [«Di’, cor mio, quanto t’amai»], sin prescindir, eso sí, de un vibrato algo acusado en ciertos momentos –notas de largo desarrollo y cadencias finales, sobre todo–, que mantuvo bastante controlado, al menos sin resultar molesto. Hizo gala de un color hermoso, de cierta personalidad, brillo en el agudo y un toque plúmbeo en el registro medio, con un medio-grave solvente, aunque sin alardes. Su dicción, por lo demás, resulto excelente modelada sobre un italiano muy natural. El impecable trabajo de concertación ayudó a configurar un rol de Alcina de enorme altura, porque el carácter y la vocalidad del personaje se adaptaron muy bien a sus características canoras, que además brindó al espectador algunas de las más bellas arias de toda la ópera. La sección de cuerda ayudó sin duda en este proceso, gracias a sus múltiples cualidades. En el aria «Sì, son quella! Non più bella», sin embargo, carácter y vocalidad no parecieron coincidir, con un registro agudo algo tenso, aunque logró encaminarlo más tarde en un registro mezzoforte y con brillante emisión. Especialmente poderoso y convincente a nivel expresivo resultó aquí el da capo, concluyendo en un agudo final de gran impacto dramático. En «Ah! mio cor!», el apabullante crescendo en staccato de la cuerda creó el ambiente propicio para la entrada de la voz, cuya contención muy expresiva logró un enorme impacto por contraste. Descomunal vigor orquestal en el recitativo accompagnato «Ah! Ruggiero crudel», sostenido sobre un unísono perfectamente definido entre la voz y los violines, antes de dar paso a «Ombre pallide, lo so», una de las grandes arias de la ópera. Excelente manejo de las dinámicas bajas en la orquesta, con un sonido más cobrizo, de tintes sin duda obscuros, arropando a una voz que tuvo aquí uno de los momentos más comprometidos, tanto por el aporte muy sustancial que requiere a nivel expresivo, como por la complejidad de mantener la tensión en ese rango dinámico medio, la cual privilegió por encima de una emisión de exquisito sonido. Excelente dicción, por lo demás, de Kožená. Sus dos últimas arias, «Ma quando tornerai» –enorme convicción y gran resultado en la coloratura– y «Mi restano le lagrime» –con reducción de la cuerda en algunos pasajes, llegando hasta un íntimo cuarteto de gran conmoción dramática– corroboraron una actuación casi impecable, a la altura de las mejores Alcina que se recuerdan.

   Por su parte, el Ruggiero de la mezzosoprano italiana Anna Bonitatibus –rol al que Handel dedica más arias, con un total de siete, más dos ariosos y un trío–. Fue la que más se metió en el rol de todos, ofreciendo un desarrollo de los recitativos impecable a nivel dramático y con una dicción verdaderamente orgánica. Desde la primera de sus arias [«Di te mi rido»] demostró que estaba totalmente comprometida. Su rol, creado originalmente para el castrado Carestini, es quizá el más exigente vocalmente, demandando del solista unas agilidades a prueba de diafragma. A la italiana le costó un poco encontrar acomodo en la coloratura al inicio, pero la fue asentando en la segunda parte del aria, mostrando una zona media-grave de notable solidez, aunque pierde algo de brillo y no le corre tanto como el medio-agudo. Impresionantes colores y dinámicas las logradas por toda la cuerda en «La bocca vaga, quell’occhio nero», sobre la que asentó una solista con más presencia en la zona central que en un grave que se diluyó por momentos. En los ariosos «Col celarvi» y «Qual portento mi richiama» la excelente labor sobre la prosodia llegó en plenitud, haciendo gala de un color de interesantes matices. La monumentalidad de la orquesta quedó nuevamente patente en el segundo de ellos, tanto en las dinámicas bajas de pleno control –refrendadas muy bien por Bonitatibus– como en los amplios saltos interválicos elaborados por la cuerda grave con precisión milimétrica. En «Mi lusinga il dolce affetto» –una de sus grandes arias–, tanto la orquesta como la voz lograron una simbiosis de carácter y color exquisita, complementada con una labor en el continuo de enorme fineza –qué detallismo en la tiorba de Imamura–. La sección B del aria, con reducción de violines, en una dinámica piano de sonoridad casi volátil, resultó verdaderamente emocionante, envolviendo a una voz que respondió con igual sensibilidad. La sobrecogedora disonancia en la cadencia final remató un aria de enorme impacto. En «Mio bel tesoro», las flautas de pico –tañidas, como suele ser en estos casos, por los oboístas–, nuevamente las dinámicas bajas lograron una poderosa conmoción expresiva, refrendado por una línea de violas que dejó uno de los pasajes más destacados en toda la orquesta a lo largo de la noche. «Verdi prati, selve amene» es siempre una de las arias más esperadas de toda la ópera, en parte porque contiene una de las melodías más subyugantes y que mejor funcionan de todo el catálogo escénico «handeliano». Para que logre emocionar se requiere una sección de cuerda y un continuo eficaces, pero no en el puro sentido técnico, sino capaces de trasladar del fraseo una esencia de fragilidad y describir esos campos, valles, flores y ríos que evoca el texto. No es tarea fácil, desde luego, pero si lo que LMdL lograron en esta velada no está en la cima de lo que cabe esperar, dudo que otra orquesta ahora mismo pueda ofrecer algo mejor. Lástima que la voz no plasmara con idéntica [aparente] fragilidad su línea, y quizá el balance no estuvo todo lo equilibrado que hubiera sido deseable. Aún así, logró meterse en el papel como pocas veces se ha visto. «Sta nell’Ircana pietrosa tana» es la última de las arias –antes del trío– que interpreta Ruggiero, aria de bravura que requiere la presencia de unas trompas aquí plenamente solventes en manos de Hermann Ebner y Kurumi Kudo, amplificada su brillantez por una coloratura de Bonitatibus apabullantemente firme, con una colocación perfecta.

   Sin duda, una gratísima sorpresa resultó la presencia de dos espléndidas cantantes estadounidenses como son Elisaberth DeShong y Erin Morley, a quienes no tenía ubicadas, al menos en directo. Ambas firmaron unas actuaciones de enorme altura, comenzando por la mezzosoprano DeShong –que lo mismo interpreta Barroco que se mete en la piel de un personaje «wagneriano»–, quien encarnó a un Bradamante complejo vocalmente, radiante en la agilidad –aunque a veces algo descontrolada en tempo en función de la orquesta– y poderosa en el registro grave, de color luminoso en el agudo y un precioso cariz obscuro en las notas más bajas. Si se busca la homogeneidad, quizá esta no sea la cantante pretendida, pero sorprendió enormemente por la versatilidad en la línea de canto, una pulida dicción y su pujanza escénica. Impactó ya desde su primera aria [«È gelosia, forza è d’amore»], pero aún más en «Vorrei vendicarmi», aria de exigente coloratura que defendió con brillantez, con un excelso trabajo de concertación aquí a cargo de Minkowski, destacando la personalidad y calidez de su emisión, así como la prestancia en las agilidades. Con alma «All’alma fedel» completó un rol en el que mostró una enorme inteligencia musical y un manejo técnico a placer para adaptarse a las exigencias vocales de Bradamante. Junto a Kožená y Bonitatibus brindó un trío [«Non è amor, né gelosia»] de excelente factura, liderado por el sonido brillante y aquilatado de la orquesta, en un fraseo y articulaciones absolutamente modélicos. Excelente el balance logrado entre el trío vocal, aportando cada una de ellas su marcada personalidad canora, pero imbricándose en un contrapunto muy fluido.

   Morley, una soprano de agudo bastante brillante y contundente proyección, logró encandilar al público con una Morgana muy refinada, elegante en el fraseo y firme en la agilidad. Sin ser en absoluto una especialista, mostró un control canoro y una adecuación estilística de gran solidez, comenzando por el aria inicial de la ópera, «O s’apre al riso», aunque le costó algo entrar, sobre todo hasta asentar un agudo que en los intervalos amplios presentó cierta tensión y que perdió algo de personalidad tímbrica y densidad. A pesar de que la concertación fue impecable en todo momento, estuvo algo ausente vocalmente en los finales de frase en el aria «Tornami a vagheggiar», que por otro lado fue uno de los puntos álgidos de la noche, con un agudo muy enfocado y de destacable brillo, cargando las tintas en dicho registro en un da capo muy límpido y ricamente ornamentado, aportando ligereza y calidez por momentos, abrazada además por una sección de cuerda impecable. En «Ama, sospira» compartió protagonismo con un extraordinario solo de violín a cargo de Piérot, en un dúo en el que sería difícil juzgar quien de las dos «cantó» mejor, mostrando ambas un registro sónico de imponente luminosidad y pulcritud. El bueno de Gauthier Broutin compartió con ella la subyugante aria «Credete al mio dolore», que requiere un apasionado solo de violonchelo. Soberbio en afinación –no rehúsa en absoluto el vibrato, sino al contrario, especialmente en el desarrollo de las notas de cierta duración–, presentó una calidez en el sonido y un fraseo extraordinariamente evocador, todo ello respondido con gran carga expresiva por la soprano, aunque su vocalidad en exceso brillante no se adaptó especialmente a un aria de planteamiento más terrenal y menos etéreo. En el da capo, ambos tuvieron lugar para su lucimiento personal, especialmente Broutin, que desplegó un catálogo de recursos [dobles cuerdas, acordes, amplitud de registros] tan exigentes como impecablemente resueltos.

   Papeles menores quedaron para el bajo estadounidense Alex Rosen, el tenor italiano Valerio Contaldo y el contratenor austríaco Alois Mühlbacher, de mejor a peor por ese orden. El primero, que encarnó a Melisso en su papel breve en recitativos y con tan solo un aria [«Pensa a chi geme d’amor piagata»], es un bajo de recursos, con un registro grave sólido, buena proyección y una nobleza tímbrica, con cierta carnosidad, que le aporta mucha solidez a su presencia escénica, aunque todo ello se diluye notablemente en el registro agudo, donde tiende a apretar y sus cualidades pierden enteros. Los ataques de los violines y los oboes doblando a los mismos aportaron un punto excelente en lo orquestal. El tenor italiano, bastante requerido en los últimos años en la escena de ópera y oratorio barroco, no posee un timbre especialmente agradable, tendente además a la nasalidad en el tercio superior, pero sí una proyección poderosa, que incluso desde el fondo del escenario le permitió llegar con soltura todo el auditorio. Faltó cierto gusto y dosis de finura en su planteamiento vocal de Oronte, un personaje que por otro lado tampoco plantea una enjundia dramática especial. El registro agudo nasalizó y engoló en varios momentos [«Semplicetto! A donna credi?» y «È un folle, è un vil affetto»], abriendo además excesivamente en las notas más altas del agudo en unos da capo bastante libres, aunque defendidos en su coloratura con bastante solvencia. Sin duda estivo más sólido y elegante en la hermosa aria «Un momento di contento», sin duda contagiado por la sutileza y exactitud aplastante de la cuerda y el bajo continuo acompañantes. Por último, el muy joven contratenor alemán fue sin duda lo más irregular y poco memorable de la noche. De no usar un niño soprano –como el papel original–, su presencia fue sin duda lo más cercano a dicho rol, a pesar de que sus cualidades vocales no estuvieron en plenitud. Forzado en el agudo, poco natural, con un timbre no especialmente agradable ni musical en el fraseo, además de poco homogéneo entre registros, el aspecto escénico resultó algo más convincente. Eso sí, cabe destacar su notable proyección, algo no muy habitual en muchos falsetistas. No estuvo especialmente afinado en varios momentos de sus tres arias [«Chi mi insegna il caro padre», «Tra speme e timore» y «Barbara! Io ben lo so»], con diferencias de pronunciación en las vocales según el registro y una dicción algo afectada de su alemán natal, además de unas agilidades más mecánicas de lo deseable. Todo ello a pesar de que estuvo acompañado por un continuo exquisitamente flexible en violonchelo y dos claves en la primera de las arias y por una orquesta en plenitud en las dos restantes, que supo adaptarse muy bien a su línea de canto.

   Completaron el elenco unos coros para los que Minkowsi dispuso más voces que las solistas –2 dos sopranos, dos altos [contralto y contratenor respectivamente], dos tenores y dos bajos], lo que aportó un empaque a los cuatro coros de la ópera, sumándose en algunos de ellos el elenco solista. Nunca se ha visto un coro final [«Dopo tante amare pene»] con tan poderoso plenamente coral sonido como en esta ocasión. Una velada para el recuerdo, liderada por ese demiurgo orquestal, operístico y muy «handeliano» que es Marc Minkowski, cuyo olfato y la experiencia de muchos años han dado con la tecla de una formación en plenitud de facultades. Sin duda, el mejor ejemplo de ópera firmada por Handel que se ha escuchado en el CNDM, al menos desde que tengo recuerdo.

Fotografías: Rafa Martín/CNDM.

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