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Crítica: La Vaghezza en el ciclo de jóvenes intérpretes de la Fundación Juan March

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Autor: Mario Guada
18 de marzo de 2022

El conjunto, conformado por cinco talentosos instrumentistas, presentó en la institución de la calle Castelló un programa centrado en la música instrumental del Seicento noritaliano, demostrando grandes dosis de energía y una magnífica conexión.

El Seicento que habla

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 7-III-2022, Fundación Juan March. Ciclo de jóvenes intérpretes. Obras de Tarquinio Merula, Francesco Cavalli, Biagio Marini, Claudio Monteverdi, Giovanni Battista Vitali, Giovanni Battista Fontana, Andrea Gabrieli, Salomone Rossi y Andrea Falconieri. La Vaghezza: Ignacio Ramal y Mayah Kadish [violines barrocos], Anastasia Baraviera [violonchelo barroco], Gianluca Geremia [tiorba], Marco Crosetto [clave y órgano positivo].

Lo que importa no es tanto la calidad de lo que hemos compuesto en privado para nosotros mismos, como la forma en que lo presentamos. Porque es escuchando como cada uno de nosotros se emociona [...]. Y, de hecho, me atrevería a decir que un discurso medio hecho notable por la fuerza de las habilidades oratorias será considerado más apropiado que el mejor discurso privado de pronunciación.

Joachim Burmeister: Musica poetica: definitionibus et divisionibus breviter delineata [1606].

   El joven conjunto europeo La Vaghezza –concepto estético que describe una belleza imposible de entender o captar: como el humo, algo que llama a ser tocado pero que permanece intangible–, formado por cinco instrumentistas de importante talento llegados de tres países distintos [un español, una argentina-rusa y tres italianos], se plantó en el escenario de la Fundación Juan March para ofrecer, dentro de su ciclo de jóvenes intérpretes –habría que preguntarse si realmente un conjunto, sin duda joven, pero con la trayectoria de este ensemble no podría estar ya en la programación «absoluta» de la institución–, un concierto centrado casi de forma íntegra en el programa de su primera grabación [Sculpting the Fabric, Ambronay Editions, 2021]. Se trata de un caleidoscópico programa que, en palabras del propio conjunto, «conforma un retrato de los colores y las atmósferas de principios del siglo XVII en Italia. Es una música de originalidad, imprevisibilidad, extravagancia, experimentación y gran libertad, cualidades muy apreciadas por nosotros. Hemos incluido a varios de los compositores más influyentes del periodo, al tiempo que hemos tratado de destacar el repertorio que no ha sido ampliamente grabado. Las formas musicales elegidas (sonate, balli, etc.) pretenden ofrecer una visión general del panorama musical de la época. En el siglo XVII, la partitura musical se convirtió en un animal más complejo que en el siglo anterior y, sin embargo, gran parte de los detalles de la música no estaban escritos en la partitura, sino que se dejaban a la sensibilidad del intérprete. Se daba gran importancia a las gracias, los ornamentos, las improvisaciones y las disminuciones que añadía el intérprete. Las partituras que se nos han transmitido a lo largo de los años son el esqueleto, los huesos, que el intérprete debe completar y dar sangre al tejer su propia música. Roger North hablaba maravillosamente de este proceso en su autobiografía, sosteniendo que el sonido que produce un músico debe ser luego esculpido, tallado, mediante gracias y ornamentos. En esta idea nos inspiramos para el título de este programa, Sculpting the Fabric [Esculpiendo el tejido]. Las prácticas históricas en este periodo musical son una invitación para que los intérpretes sigan reinventando esta música, para que cada interpretación de la música sea un acto creativo».

   Y como tal se plantearon este programa, como digo –salvo las piezas de Biagio Marini–, extraído de forma exacta de su fantástica grabación. Obras de pleno Seicento noritaliano –Cremona y Venezia, principalmente–, que Jean-François Lattarico explica así en las notas de la grabación: «Si bien el desarrollo del madrigal y el nacimiento y la difusión de la ópera en Italia en la primera mitad del siglo XVII significaron el triunfo de la vocalidad y, por tanto, del texto poético, que fue el principal vector de los afectos, también hubo una importante producción de piezas instrumentales que fueron adquiriendo su propia autonomía. Sin embargo, el vínculo entre el instrumento y la voz seguía siendo muy estrecho, como lo demuestran los balli o las sinfonie, que se encontraban regularmente en los drammi per musica, al final de los actos para los primeros, al principio e insertados aleatoriamente en la ópera, según la importancia dramatúrgica de la escena, para los segundos. Pero su publicación en colecciones, como fue el caso en el siglo XVIII de las arias extraídas de las óperas, revela la adquisición de esta autonomía, reforzando así la retórica de una música que se había liberado de su soporte vocal. Se han publicado numerosos tratados que ilustran el componente retórico de la música instrumental. […] En efecto, el objetivo del discurso musical, cantado o no, es suscitar la emoción, poner en marcha los afectos mediante una atención constante a la articulación y la explotación de las numerosas figuras musicales que contienen los afectos. El programa propuesto es un testimonio significativo basado en la producción instrumental de la Italia del siglo XVII. […] La dimensión rítmica, indisociable del estrecho vínculo entre la música y la prosodia del texto, verificable en las numerosas composiciones madrigalescas de finales del Cinquecento, encuentra una perfecta correspondencia en las diminuciones, realizadas por el conjunto La Vaghezza, de dos piezas de origen vocal. Los balli, a su vez, ocuparon un lugar destacado en la producción de la época, que también vio la publicación de los primeros tratados del género (Il Ballarino de Fabrizio Caroso en 1581 y, sobre todo, Le grazie d'Amore de Cesare Negri en 1602), contemporáneos al nacimiento de la ópera y anteriores a la aparición de las primeras formas de sonata. Las canzonas instrumentales y las sinfonías forman un conjunto heterogéneo muy representativo de la producción instrumental italiana, que da voz y elocuencia al instrumento, al tiempo que cohabita con el tratamiento vocal de la música, sobre todo en las óperas y en las representaciones cortesanas».

   Con estos mimbres se fue articulando un programa diverso, de enorme interés y en el que La Vaghezza se movió con mucha soltura, una comodidad apabullante, ofreciendo versiones luminosas, plenas de energía y con una conexión muy especial entre sus miembros. El cremonés Tarquinio Merula (1594-1665) fue el autor más representado, con hasta tres obras, alternada a lo largo del programa: Ballo detto Eccardo, Ballo detto Gennaro y Ballo detto Pollicio, tres ejemplos de balli extraídos de Canzoni overo sonate concertate per chiesa e camera, Op. 12 [Venezia, 1637], de los que dice Lattarico lo siguiente: «Los balli de Tarquinio Merula atestiguan un alto nivel de tratamiento de las distintas partes. El virtuosismo también está presente aquí, especialmente en Il ballo detto Pollicio, así como en Il ballo detto Gennaro, magníficas ilustraciones del stile concitato heredado de Monteverdi, más tenso en el primero, más sobrio en el segundo». La primera de las piezas sirvió de toma de contacto del conjunto con la sala llena de público –aunque ya habían actuado el día anterior, este tipo de salas de acústicas exigentes requiere unos pocos minutos para su adecuación al lugar–, pero ya pudo atisbarse la frescura y limpidez del sonido de los cinco miembros, con un diálogo entre los violines del español Ignacio Ramal y la italiana Mayah Kadish –quienes se fueron intercambiando los roles de violín I y II a lo largo de la velada– muy bien construido, ornamentando sin excesos y articulando con notable precisión los pasajes más intrincados, algo el color entre ambos podría homogeneizarse más, como así quedó patente a lo largo del concierto. También se echó de falta cierta calidez en momentos como el segundo de los balli, aunque los dúos en los violines llegaron afinados con exquisita pulcritud, aportando además unas brillantes ornamentaciones al discurso melódico, mientras la tiorba de Gianluca Geremia elaboraba un delicado ostinato sobre el que se alzaron estos, con violonchelo y órgano positivo en notas tenidas. La ultima de las piezas de Merula fue un momento de bravura y energía, por más que faltó algo de control sonoro en esos momentos de escritura más extrovertida, como sí lo hicieron con la articulación, clarificando el contrapunto con inteligencia.

   Del bresciano Biagio Marini (1594-1663) se ofrecieron sendas obras: Sinfonia Sesto Tuono, tomada de Per ogni sorti di strumento musicale diversi generi di sonate, da chiesa, e da camera, Op. 22 [Venezia, 1655] y «La Zorzi», Sinfonia grave a 3, de sus Affetti musicali, Op. 1 [Venezia, 1617]. Riquísima construcción del continuo en la Sinfonia, con mucha inteligencia en el aporte de color escogido para cada uno de los tres instrumentistas, una línea similar seguida en «La Zorzi», con el clave de Marco Crosseto desarrollando un continuo muy imaginativo, acompañado por el órgano positivo en notas tenidas ayudado por el tiorbista Geremia, reconvertido en teclista para la ocasión. Ambos aportaron una profundidad de sonido y un color que va muy bien con la escritura de esta obra de Marini, expandido en las líneas superiores por un vibrante y cálido dúo de violines. El conocimiento del lenguaje del Seicento quedó patente aquí, igual que lo hizo en muchos otros momentos de esta refinada velada matinal.

   Otros autores fundamentales de este período en la música instrumental desfilaron en este catálogo exquisitamente planteado, sobre todo porque se huyó de los muy habituales nombres –no tanto de compositores, pero sí de las obras escogidas– presentados cuando un conjunto se acerca al Seicento instrumental, lo que es muy de agradecer, dado lo vasto y excelso del repertorio. El cremascho –de Crema, provincia de Cremona– Pier Francesco Cavalli (1602-1676), por ejemplo, mucho más conocido por su aportación al desarrollo de la ópera veneciana a mediados del siglo XVII, estuvo representado con su Canzona à 3 [Musiche Sacre, concernenti messa, e salmi concertati con istromenti, imni, antifone et sonate; Venezia, 1636], pieza «emblemática del puente que la retórica establece entre la voz y el instrumento: aquí el diálogo gira en torno a dos violines y al bajo continuo que les responde, en un ritmo lúdico al principio, luego más suave y conmovedor, antes de que los intérpretes, en orden inverso, se unan en una queja desgarradora digna de un dramma per musica del maestro». Comenzó con el violín I, sumándosele después el segundo en un unísono magníficamente engarzado con el órgano positivo, para elaborar más adelantes unos excelsos dúos de muy mimado sonido. El violonchelo barroco de Anastasia Baraviera tuvo aquí espacio para su lucimiento, con un fraseo de sobrada elegancia y una presencia central en la elaboración del discurso contrapuntístico. Visión general muy bien equilibrada aquí, remarcando el potente carácter multiseccional de la pieza, así como elaborando con precisión un trabajo rítmico casi de orfebres. Muy bien articuladas, por lo demás, las ornamentaciones planteadas por las líneas altas. Otro ejemplo es el mantovano Salomone Rossi (1570-1630), con su Sinfonia nona [Il primo libro delle sinfonie e gagliarde… per sonar; Venezia, 1607], un género con el que «ilustra una práctica más amplia del diálogo concertado, […] magnificando con opulencia –dominan los colores oscuros– el tejido instrumental dispuesto en contrapunto con precisión entomológica. La presencia de la tiorba, que también introdujo en sus madrigales, contribuye a la claridad y transparencia del discurso musical». De hecho, la tiorba tuvo especial presencia aquí, iniciando la obra a solo –faltó algo de limpieza en su línea–, dando paso a los dos violines, cuyo discurso delicadamente cromático resultó tan punzante en lo expresivo como refinado en su color, acompañados por un bajo continuo de poderosa y antagónica sobriedad.

   El género de la sonata no fue ajeno a este recorrido, representado por una de las luminarias en el surgimiento de este con notable independencia a inicios del siglo XVII, el también bresciano Giovanni Battista Fontana (1589-1630), de quien se interpretó su Sonata settima –que posibilita la opción de ser tocada a solo [violín o cornetto] o por dos violines–, extraída de Sonate per il violino, o cornetto, fagotto, chitarone, violoncino o simile altro istromento [Venezia, 1641]. «La obra de Fontana reproduce el mismo principio dialógico [voces superiores con un bajo], pero juega más con un cierto virtuosismo del instrumento, alternando pasajes vehementes y más inquietantes antes de que todos se unan alegremente ‘en concierto’». Leves desajustes en los violines al inicio, aunque la firmeza del diálogo quedó muy patente desde los primeros compases, con algunos pasajes a solo muy luminosos a cargo de Kadish, respondida después con el mismo carácter por Ramal. La escritura vigorosa y rítmicamente imponente fue delineada con notable éxito por ambos, con momentos del tutti de notable valor artístico aquí.

   Las obras sobre un ostinato tuvieron también su lógica presencia, tanto en la Bergamasca [Partite sopra diverse sonate, manuscrito, c. 1680] del boloñés Giovanni Battista Vitali (1632-1692) como en la conocida Folia hecha para mi señora doña Tarolilla de Carallenos [Il primo libro di canzone, sinfonie, fantasie, capricci, brandi, correnti, gagliarde, alemane, volte; Napoli, 1650] del napolitano Andrea Falconieri (1585-1656). En la primera, el violonchelo –como tañedor del mismo que era Vitali– toma todo el protagonismo, cuyas «notas introductorias del motivo bergamasco dan luego rienda suelta al violonchelo para desplegar un discurso lleno de guirnaldas virtuosas, tratándose el compás binario característico de esta danza, como suele ser el caso, a través de una serie de variaciones, […] que traducen el gusto eminentemente barroco por la fantasía, desprovista de todo esquema preestablecido, una concepción del alma en movimiento». Así, tras una conexión a modo de preludio con la pieza anterior, las notas del conocido ostinato en el chelo de Baraviera, a la que se sumó la tiorba, antes de regresar la primera para elaborar una preciosista melodía de un virtuosismo muy bien concebido. «Quizás el ejemplo más emblemático y extremo de este discurso musical basado en un bajo ostinato, cuyo significado primario se asocia a la diversión desenfrenada, no canalizada por el filtro tranquilizador del logos, sea el célebre motivo de La Folie d'Espagne. He aquí el triunfo del patetismo, la forma más auténtica del canto humano. La versión de Falconiero, para dos sopranos y bajo continuo, no es tan desenfrenada como las versiones de Marais, Corelli o Vivaldi. También en este caso, el pequeño tamaño de la orquesta permite destacar mejor la transparencia del discurso y este auténtico laboratorio sonoro, recordándonos que el orador, en el discurso como en la música, es ante todo un artesano». Quizá faltó precisamente un punto de esa claridad de discurso en las líneas altas, así como una afinación más pulcra, aunque la visión contrastante entre tensión/distensión fue muy bien concebida, sostenidos los violines sobre un firme y flexible bajo continuo.

   Dos fueron los principales ejemplos de disminuciones en este concierto, a cargo del cremonés Claudio Monteverdi (1567-1643) y una versión de su madrigal «Cor mio, non mori? E mori!», extraído de Il quarto libro de madrigali [Venezia, 1603], así como el veneciano Andrea Gabrieli (1510-1586), con su madrigal «Giovane donna sott’un verde lauro» [1568], que Lattarico explica así: «La sustitución de las partes vocales por los instrumentos en forma de disminuciones improvisadas, según la fantasía de los intérpretes, se realizaba de acuerdo con las prácticas de la época: el ornamento, que establece precisamente por modificación y distorsión de la duración inicial del motivo musical, es el equivalente musical de las figuras estilísticas teorizadas en los tratados de retórica musical como los de Burmeister». Como era preceptivo en la época, fueron los propios violinistas los encargados de crear las disminuciones para cada una de sendas piezas, en la de Monteverdi a cargo de Kadish y en la de Gabrieli de mano de Ramal. Bien remarcadas las disonancias en el primero de los madrigales, un trabajo de expresividad muy bien plasmado, un arreglo muy funcional para conjunto instrumental de esta obra original para cinco voces; gran trabajo en la imbricación de las disminuciones, forma muy orgánica, sin forzar el discurso. Sin duda una versión muy impactante, de notables sutilezas en su factura, y en la que ambos violinistas supieron adoptar su papel de líder y gregario de forma muy inteligente. En el madrigal a 4 de Gabrieli –precedido de una breve intonazione organística muy propia–, el trabajo sobre las disonancias y modulaciones tan marcadas llegó remarcado con perspicacia, y aunque a Ramal le costó entrar en sonido unos compases, sus disminuciones resultaron muy convincentes, con algunos momentos en los que el continuo fue sostenido únicamente por una brillante tiorba. Una interpretación si bien no muy impactante, sí inteligentemente planteada y resuelta.

   Importante recital para La Vaghezza, un conjunto al que conviene no quitar el foco, pues ahora que están retomando su actividad de forma continuada –tras unos meses complicados– prometen seguir ofreciendo grandes momentos como el de este recital. Una muy interesante apuesta sobre el refinadísimo –y muchas veces maltratado– Seicento instrumental, que necesita de agrupaciones como esta, con convicción y vehemencia en su respeto hacia este repertorio, para que sea puesto en el valor que realmente tiene. Ya hay, aquí en España, ejemplos muy fructíferos de conjuntos dedicados a ello de forma exclusiva, así que la irrupción de La Vaghezza debe verse como un feliz acontecimiento que viene a completar un panorama, hasta hace no mucho, incierto, pero que cada vez se presenta más esperanzador.

Fotografías: Dolores Iglesias/Archivo Fundación Juan March.

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