El joven director finés, una de las sensaciones en el panorama internacional de la dirección orquestal, se puso al frente de la orquesta noruega para ofrecer una brillante versión del ciclo integral sinfónica de Jean Sibelius
Por todo lo alto
Por Pedro L. Lapeña Rey
Viena, Konzerthaus, 21, 22 y 23-V-2022. Sinfonías n.º 1-7, Vals triste, Finlandia, y El regreso de Lemminkäinen, de Jean Sibelius. Oslo Philharmonic. Director musical: Klaus Mäkelä.
Hace un par de años, tras haber pasado la primera ola de la pandemia en París, un buen amigo me habló sobre Klaus Mäkelä en términos elogiosos –le había visto el concierto con el que reabría la Philharmonie parisina– y terminó con algo que no es habitual. «Este chaval no solo es muy bueno, es que engancha». Desde entonces, con poco más de 25 años, el finlandés, el último –hasta que salga otro– de los alumnos del mítico Jorma Panula, se ha encaramado a los podios de la Orquesta de París y de la Filarmónica de Oslo, ha debutado con varias de las orquestas más reputadas del orbe, y su nombre suena con fuerza para podios tan prestigiosos como los de Ámsterdam, Múnich o Chicago. Hasta ahora no se le conocía en Viena, más allá de un concierto de cámara el pasado septiembre con su instrumento, el violonchelo. El último confinamiento del pasado otoño se llevó por delante lo que hubiera sido su presentación con la Sinfónica de Viena, por lo que podemos considerar estos tres conciertos como su presentación en la ciudad. Y por lo visto en ellos, pocos de los que hemos asistido lo olvidaremos ya que su llegada ha sido como un torbellino. Y eso que estos días hay mucha competencia en la ciudad. La primavera ya ha llegado a Viena, y nos ha traído todo un aluvión de acontecimientos musicales. En poco mas de quince días están anunciados directores del calibre de Riccardo Muti, Christian Thielemann, Andris Nelsons, Kiril Petrenko, Hebert Blomsted o Simon Rattle (seguro que me dejo alguno). A ello le podemos sumar los dos ciclos wagnerianos del Anillo del Nibelungo más toda la programación habitual de la ópera, e innumerables propuestas de interés. A pesar de ello, la apuesta del Konzerthaus por Mäkelä ha sido todo un éxito. El papel se ha vendido casi en su totalidad, y la respuesta del público ha sido entusiasta.
Una integral en vivo de las sinfonías de Jean Sibelius es un rara avis fuera de Finlandia. Que yo recuerde nunca hemos tenido ninguna en España. En mis años en Nueva York, estuve a punto de conseguirlo, cuando Osmo Vänskä la programó en el Carnegie Hall con su Orquesta de Minnesota, pero una inoportuna huelga se la llevó por delante, y en la temporada siguiente, nos tuvimos que conformar con un único programa. Así las cosas, la ocasión era única –en unos días repiten el ciclo en la Elbphilarmonie de Hamburgo– y así lo entendió el público vienés.
Si ha habido un denominador común a las tres jornadas es la evidente complicidad entre la orquesta y su joven maestro. El gesto de Mäkelä no es particularmente atractivo y las entradas no siempre son claras. Sin embargo, es elegante y contenido. Solo hay grandes gestos en los clímax. Hay continuas sonrisas entre sus músicos y él, incluso cuando salta alguna pifia –muy pocas, la verdad–, lo que a los músicos les da mucha seguridad y obviamente confianza. Y es fiel a la «escuela Panula»: los músicos se escuchan entre ellos, como si la orquesta fuera varios grupos de cámara. Dirige indistintamente con la batuta o con las manos, y hay multitud de entradas con la mirada y con los hombros. Refuerza sistemáticamente la cuerda grave, con lo que violonchelos y contrabajos dan a sus versiones una densidad de primera. Su fraseo es muy natural, podríamos decir que intuitivo, dándole siempre un punto extra de tensión que hace sus versiones muy interesantes. Se vuelca más con las maderas que con los metales, lo que en ocasiones aumenta la estridencia de estos, pero que en líneas generales le da una sonoridad muy rusa, igualmente muy atractiva.
Otra sorpresa positiva para el que suscribe fue constatar el altísimo nivel al que ha elevado a la Filarmónica de Oslo, comparado con la última vez que la vi con Vasily Petrenko hará unos 3 años en Ibermúsica. La densidad orquestal, la gran brillantez de las cuerdas, el empaste que consiguen, el virtuosismo de sus primeros atriles –mujeres en el caso de las cuerdas– y su conexión excepcional con el Sr. Mäkelä hicieron que tuviéramos mucho ganado de entrada.
El ciclo se planteó en tres jornadas, pero no en orden cronológico, ya que como es lógico, las dos cumbres del ciclo –segunda y quinta– debían cerrar dos de los conciertos. Así que comenzamos el sábado 21 con primera, sexta y séptima; seguimos el domingo con cuarta y segunda; dejando para el lunes la tercera y la quinta.
Como en todas partes cuecen habas, y en esto Viena no es mejor que Madrid, el precioso tema inicial del clarinete sobre el repique del timbal con el que arranca la Primera Sinfonía tuvo el acompañamiento de un teléfono móvil, casi hasta la entrada de la cuerda. Afortunadamente, tanto Mäkelä como sus músicos nos hicieron olvidar rápidamente el incidente. La versión fue eléctrica, de amplias dinámicas y muy expresiva, con ese patetismo tchaikovskiano que rezuma por sus pentagramas. La orquesta estuvo un altísimo nivel con unas cuerdas incandescentes, unas maderas ágiles y precisas, y unos metales contundentes. Solo en el Andante nos dio un momento de respiro. Preciosa la melodía inicial de las cuerdas y el clarinete, o el impactante solo posterior de la trompa. De nuevo flamígeros el “scherzo” y el “finale”, llevándonos al borde del infarto.
Las cosas se calmaron tras el descanso. Mäkelä dejó la batuta sobre el atril, y abordó la compleja sexta. Se notaron obviamente los 24 años de diferencia que hay entre ambas sinfonías. Terminada en 1923, la obra es difícil –aunque tradicional en el sentido de los cuatro movimientos, no hay ninguno lento y no es evidente el diferenciarlos–, y junto a la cuarta la menos popular del ciclo. Sibelius tardó cerca de 5 años en componerla, lo que conlleva distintos estados de ánimo en el compositor. Pero el joven finés cree en la obra y le dio un empaque que a veces cuesta encontrar. Cómodo tanto en los tonos sombríos del Allegro inicial, donde tanto cuerdas como maderas frasearon con la emoción a flor de piel, supo extraer el carácter alegre –casi pastorales– del segundo tema. Una transparencia cristalina inundó los movimientos centrales, para desembocar en un Allegro molto final pleno de intensidad, perfectamente fraseado, con una parte final bellísima en que la música se fue difuminando con maestría hasta el final. De nuevo las cuerdas dieron ese plus que no siempre se obtiene de una orquesta, por buena que sea.
Cerraba el concierto la impresionante Séptima, obra en un solo movimiento, de una hondura y profundidad que no decae en sus cerca de 25 minutos. Sibelius encadena una melodía tras otra, modificando aquí el tempo, aquí las texturas orquestales. De nuevo Mäkelä confió en el poder de sus cuerdas, exigiendo sobre todo a violonchelos y contrabajos, consiguiendo una densidad y un empaque importantes. Gestionó con habilidad las múltiples transiciones, algo de suma importancia en un movimiento tan largo, y al virtuosismo habitual de las maderas, añadió un control algo mayor del habitual de los metales, con lo que garantizó una versión intensa y a la vez muy equilibrada, quizás demasiado. Y este fue el pequeño debe de la versión. Nos había puesto el listón tan alto, que echamos en falta ese punto mayor de excelencia que, por ejemplo, nos dio en Madrid hace cerca de 20 años Sir Colin Davis con la Sinfónica de Londres.
En cualquier caso, el resultado global de concierto fue magnífico, y tuvo como colofón un excelente Vals triste ofrecido como bis.
La segunda jornada del ciclo, el domingo 22, constaba de la cuarta y de la segunda. Si la sexta es compleja, la cuarta no le va a la zaga. Estrenada en 1911, Sibelius la compone tras superar poco antes un tumor cancerígeno, lo que según varios biógrafos se traduce en una obra sombría, plena de desolación. Aun con cuatro movimientos, huye de la tradición y los lentos –primero y tercero– anteceden a los rápidos –segundo y cuarto–. Sin embargo, Mäkelä armó todo el edificio con maestría. Se sintió en su salsa en los tonos graves de violonchelos y contrabajos, con lo que una vez más la densidad orquestal estuvo garantizada. Excepcionales los metales con sordina del quasi adagio inicial, llenos de misterio y que nos ponían todavía más en suerte ante lo que se nos venía al final. El Allegro molto vivace posterior fue el único momento de luz entre tanta sombra. El Largo tuvo una intensidad sobrecogedora y por qué no decirlo, la desolación y la desesperanza estuvieron ahí. Definitivamente Mäkelä maneja estos pasajes «graves» con una maestría impropia de su edad. Ni siquiera el Allegro final nos dio pie a abandonar esa especia de congoja que nos regaló el finés. En los saludos finales levantó a la violonchelista principal, puntal de toda la obra, que fraseo primorosamente durante toda la obra y con la que la conexión salta a la vista.
Tras el descanso, vino uno de los momentos claves del ciclo. Una versión de la Segunda impresionante e inolvidable para todos los que estuvimos allí. Si hasta entonces Klaus Mäkelä nos había ganado en los tonos graves y sombríos de 4.ª y 6.ª, aquí nos demostró que también se puede manejar como pez en el agua en los paisajes bucólicos y soleados de la Italia donde se bosquejó la obra. Por ejemplo, en el perfecto lirismo, no exento de una exquisita transparencia orquestal como el que arrancó el Allegretto inicial, llevado a tempo vivo y con la habitual densidad orquestal de las cuerdas. En los movimientos centrales, amplió las dinámicas –espectacular el Vivacissimo–, la obra respiró más, utilizando un rubato muy adecuado que le permitió ganar intensidad sin perder el «trazo fino» inicial. Impresionante el finale, lleno de contrastes, con crescendos explosivos, transiciones idílicas de las maderas, y metales con un punto de estridencia atractivo. Mäkelä exigió mucho a la orquesta y la respuesta de esta fue excelente, con un nivel de virtuosismo de muchos quilates.
El público «explotó» en aplausos y vítores, y orquesta y director correspondieron con una Finlandia plena de fuegos artificiales, como cualquier himno que se precie.
Claramente el listón estaba muy alto, de cara a la sesión final del lunes 23, con la tercera y la quinta.
Oyéndola como la oímos, es difícil entender como la Tercera, estrenada en 1907, no está tan presente en los auditorios como la segunda, la primera o la quinta. De cánones más clásicos, menos densa que primera y segunda, Mäkelä impuso un tempo rápido, aligerando texturas. La orquesta respondió con ataques precisos y claridad diáfana, aunque sin perder el nivel clave de intensidad. Si hasta ahora nos habíamos fijado en la predilección que Mäkelä parece sentir por las cuerdas graves, aquí demuestra con tampoco le hace ascos ni a violines ni a violas, bien dirigidos y soberbios durante toda la sinfonía. La música fluyó natural y cristalina en un Andantino bellísimo, de tempo reposado, donde cada frase pareció perfilada con pincel, y sin que hubiera el menor atisbo de pérdida de tensión. De nuevo ni un momento de respiro en el Moderato-Allegro conclusivo, donde la brillantez de las cuerdas nos volvió a cautivar.
Con la Quinta el ciclo tocaba a su fin. Sibelius no quedó contento con su estreno en 1915 y la revisó en profundidad en 1919 dejándola en 3 movimientos. Con los años se ha convertido en una de las favoritas del público. El Sr. Mäkelä estableció un tempo bastante ortodoxo, marcando los metales el tema inicial, y corriendo en general algo más de lo deseable. Al alto nivel de virtuosismo, le faltó algo de naturalidad. Exquisito el arranque del movimiento central con unas flautas estupendas, y pizzicatti sonoros y precisos de las cuerdas. Sin embargo, la transición al segundo tema no quedó tan natural como en otras ocasiones, perdiendo la ocasión de dejarlo respirar algo mas. Elevaron el tono en la parte final con unos pizzicatos más sonoros, y oboes y clarinetes fraseando a gran nivel. Arrancaron las cuerdas con rapidez el tema inicial del Allegro molto final uniéndose en el desarrollo primero las trompas y luego el resto del metal. Mäkelä pisó el acelerador, y la orquesta le respondió sin ningún problema, pero el problema anterior continuo prácticamente hasta el final. Lo que ganamos en virtuosismo y espectacularidad lo perdimos en empaque. Esas melodías continuas de las trompas ganan con un tempo algo más reposado, y aún más cuando tienes unos contrabajos excelentes que pueden resaltar aún más si cabe la segunda línea rítmica. Aquí siempre estuvimos al límite, en mi opinión algo acelerados de más.
Sin embargo y pesar de estas pequeñas reticencias, la ejecución fue de primera y así fue recibida por el público. Los vítores y aclamaciones se sucedieron, y orquesta y director nos dieron un tercer bis de Sibelius, El regreso de Lemminkäinen también de excelente nivel.
Así concluyó un ciclo Sibelius histórico en esta ciudad. Klaus Mäkelä no es una promesa. Es una auténtica realidad que junto a su Filarmónica de Oslo han triunfado en toda regla. Nos han regalado grandísimas versiones de las 3 primeras sinfonías prácticamente insuperables. Nos han «redescubierto» las siempre difíciles cuarta y sexta en versiones que serán muy difíciles de volver a escuchar. Y aun con las pequeñas reticencias mencionadas, tanto la quinta como la séptima han alcanzado un nivel muy alto, aunque me atrevo a decir, que si tenemos la ocasión de volvérselas a ver dentro de quince o veinte años, serán capaces de elevar aún más el listón.
Fotografías: Lukas Beck/Wiener Konzerthaus.
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