El Teatro de la Zarzuela estrena La Celestina del compositor español Felipe Pedrell
Se estrena, por fin, La Celestina de Felipe Pedrell
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 9-IX-2022, Teatro de la Zarzuela. La Celestina (Felipe Pedrell). Maite Beaumont (Celestina), Andeka Gorrotxategui (Calisto), Miren Urbieta-Vega (Melibea), Juan Jesús Rodríguez (Sempronio), Simón Orfila (Parmeno), Sofía Esparza (Lucrecia), Lucia Tavira (Elicia), Gemma Coma-Alabert (Areúsa), Javier Castañeda (Pleberio), Mar Esteve (Tristán), Isaac Galán (Sosia), Coro Titular del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Guillermo García Calvo. Versión concierto.
La Celestina de Felipe Pedrell (Tortosa 1841-Barcelona 1922) constituye uno de los más emblemáticos mitos del «problema» de la ópera española. La gran mayoría de amantes de la lírica, desde nuestros primeros acercamientos al género, habíamos oído hablar de ella como una gran obra, de claras influencias wagnerianas, pero sin conseguir escuchar una sola nota de su música y asumiendo con estupor, que no se había estrenado desde su creación en el año 1902. Un ejemplo paradigmático de las enormes dificultades de estas óperas para abrirse camino en los teatros españoles y de la escasa importancia que en nuestro país ha ocupado siempre la música, incluida o, más bien, particularmente, la de nuestros compositores.
Pedrell, gran musicólogo y pedagogo, maestro, entre otros, de Manuel de Falla, Enrique Granados, Isaac Albéniz y Joaquín Turina, fue otro de los músicos españoles que ansiaba lograr una ópera Nacional que asumiera las corrientes musicales modernas en Europa, apartándose de la Zarzuela, el género lírico hispano por antonomasia, por considerarlo demasiado popular y castizo y, por tanto, menor. Después del éxito de Los Pirineos, el músico catalán se basa en un gran clásico de la literatura española para su siguiente ópera, La Celestina de Fernando de Rojas, con la que continuar ese camino de construcción de una ópera nacional, como estandarte de un nacionalismo musical español que combine los ritmos y melodías de la música tradicional española con la vanguardia europea del momento. De tal forma, en La Celestina, que asume el continuum musical y la superación de los números cerrados tradicionales como ya ocurría en la mayoría de la ópera europea de finales del XIX, encontramos, además de la clara influencia wagneriana, presencia de la ópera francesa, también del impresionismo de Debussy y del verismo italiano, en combinación con elementos folklóricos nacionales y de la música antigua española, principalmente medieval y del Renacimiento castellano. Todo ello queda magníficamente explicado en el imprescindible artículo del programa editado por el Teatro de la Zarzuela a cargo del catedrático Emilio Casares Rodicio. Después de esta primera escucha, se puede afirmar que nos encontramos ante una labor en la que se aprecia más el indudable oficio y conocimiento musical de Pedrell, que la presencia de verdadera inspiración.
El Teatro de la Zarzuela, y hemos de felicitarle por ello, se apunta el tanto -en su apertura de la temporada 2022-2023- del estreno de La Celestina en el centenario del fallecimiento de Pedrell y, con ello, continúa cumpliendo con su obligación estatutaria de salvaguardar y difundir el género lírico español, particularmente los títulos que han caído en el olvido. Eso sí, hay que lamentar que este estreno sea en versión concierto, pues la ópera basada en la tragicomedia de Calisto y Melibea, pide a gritos la escena. Por tanto, en esta primera escucha de esta interpretación concertística con algunos cortes, basada en la edición crítica de David Ferreiro Carballo y que alcanzó una duración de 160 minutos, incluido un descanso de 15, la obra me resultó un tanto monótona, no exenta de interés, pero en la que la raramente asoma la inspiración con una escritura para la voz consistente, básicamente, en un monocorde declamado dramático. Por destacar algún pasaje, el lamento final de Melibea con acompañamiento del coro a bocca chiusa y el dúo de los protagonistas.
En cuanto a la interpretación escuchada, cabe lamentar en primer término, la pobre prestación orquestal, que no permitió apreciar los avances de la partitura en dicho aspecto, que siempre han destacado los comentaristas. Guillermo García Calvo, titular de la casa y maestro siempre serio y riguroso, garantizó cierto orden, pero no fue capaz esta vez de obtener un sonido -borroso, opaco, estridente, basto- mínimamente asumible. A pesar de situar los músicos en el foso, la orquestación en muchos momentos abundante y densa, no fue aquilatada con transparencia y morbidez, lo que hubieran agradecido los cantantes. Al contrario, se escuchó un sonido turbio, aparatoso y descolorido con una cuerda sin empaste ni tersura, unas maderas muy discretas y unos metales erráticos. El coro, de unos 50 miembros, y con una importante presencia en la obra, resultó más sonoro que verdaderamente empastado, además de avaro en gama dinámica.
Maite Beaumont asumió con mérito el papel titular de la alcahueta Celestina, pues sustituyó con una antelación de apenas dos semanas, a la prevista inicialmente Ketevan Kemoklidze. La Beaumont, cantante fina y musicalísima, no pudo, sin embargo, superar la insuficiencia de sus medios vocales para enfrentarse a una escritura muy exigente, propia, por dar un ejemplo, de una joven Fiorenza Cossotto. A pesar la cuidada línea canora de la Beaumont y que sacó adelante la complicada escena de su asesinato -la de mayor fuerza teatral de la obra- la falta de volumen, anchura, carne vocal y extensión para la parte fue evidente, resultando demasiadas veces tapada por la orquesta, de sonido grueso y escasamente refinado, bien es verdad. Estas limitaciones vocales junto a la falta de caracterización escénica de la versión concierto tuvieron como consecuencia que la Beaumont resultara una vieja alcahueta escasamente creíble.
Tampoco es un grano de anís la parte de Calisto, una escritura vocal crispada, constantemente situada en el paso y agudo. El tenor vasco Andeka Gorrotxategui apechugó con la misma con su timbre atractivo y de calidad, pero con esa técnica somera y la habitual emisión siempre tensionada y a presión, por lo que le ocurrió algo parecido que en la reciente interpretación de Tabaré en el mismo teatro. El sonido se fue quebrando, surgieron los incidentes vocales, los silencios y las frases omitidas en un tortuoso y esforzado camino para llegar al final.
Por su parte, el barítono Juan Jesús Rodríguez venció sin problemas las dificultades del papel de Sempronio, criado de Calisto, con su material baritonal tan recio, bello, caudaloso y empastado, como noble, así como sus acentos siempre incisivos.
La doncella Melibea se benefició del timbre muy atractivo, esmaltado, homogéneo y bien emitido de la soprano donostiarra Miren Urbieta-Vega, así como de su musicalidad y buen concepto del canto, con un fraseo, si se quiere falto de un punto de variedad, pero siempre muy cuidado. Sólo empañaron su interpretación unos ascensos al agudo extremo problemáticos, en los que el sonido se abre y torna agrio. Muy bien cantado resultó el lamento final de Melibea, previo a su suicidio, un pasaje que plasma, como explica el profesor Casares, que la obra de Pedrell, apartándose de la finalidad ejemplar de la tragicomedia original, asume el asunto típico de la ópera romántica decimonónica, es decir, la pasión amorosa que lleva a la muerte, pues al no poder cristalizar en la tierra, lo hará en otra dimensión. Simón Orfila compensó como Parmeno la poca finura de su canto, con su generosa presencia sonora y la elocuencia de su declamado. Por su parte, Lucía Tavira y Gemma Coma-Alabert cumplieron bien en la importante escena del asesinato de Celestina, el ápice teatral y dramático de la ópera a pesar de una construcción musical algo embarullada. Sofía Esparza – Lucrecia- lució su timbre lozano y buen gusto canoro en el romance de raiz popular del cuarto acto. Preferibles Isaac Galán y Mar Esteve en sus pequeños papeles que un engoladísimo Javier Castañeda como Pleberio, padre de Melibea.
Fotos: Elena del Real
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