Che gelida bohème
Por Xavi Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatre del Liceu. 30-VI-2021. Giacomo Puccini: La bohème. Anita Hartig (Mimì), Atalla Ayan (Rodolfo), Roberto de Candia (Marcello), Toni Marsol (Schaunard), Goderdzi Janelidze (Colline), Valentina Naforniţa (Musetta), Roberto Accurso (Benoît/Alcindoro). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Giampaolo Bisanti. Dirección coral: Contxita Garcia. Dirección escénica: Àlex Ollé.
En un opúsculo titulado El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, Alessandro Baricco recuerda cómo Adorno menudeaba el desprecio por la obra de Puccini tildándola de música ligera. Ante este menoscabo, Baricco apresura una réplica certera:
Las obras puccinianas iban hacia un lugar que todavía no existía y que sin embargo se convertiría, sólo pocos años después, en morada de la modernidad. Despacharlas como música ligera es una reducción: de alguna manera ellas inventaron la música ligera.
La sensatez o la higiene intelectual y perceptiva convidan a orbitar alrededor del postulado de Baricco para construir un discurso crítico mínimamente válido acerca del célebre compositor de Lucca. La bohème, como Tosca, Madama Butterfly o Turandot (sin olvidar las que omito) son efectivamente música ligera, es decir, obras que responden, a sabiendas, a una lógica de consumo de masas. Puccini crea el molde de un nuevo género que recoge una tradición como la operística y la habilita dentro de las coordenadas de la modernidad, entendida aquí como las del capitalismo avanzado. De dos operaciones se basta Puccini para lograr esta nueva fórmula: por una parte, expurga –como ya hiciera Wagner– el lenguaje operístico de los convencionalismos obsoletos y molestos de la ópera italiana; con respecto al acervo germánico y específicamente wagneriano, adelgaza la forma y el contenido simbólico o trascendental del texto operístico en su conjunto. Puccini inaugura, así, el melodrama moderno, la espectacularización de las pasiones comunes o de la sentimentalidad en la que puede converger todo el mundo, esto es, la masa. Se trata, en buena medida, de la avanzadilla del musical de Broadway, que poco después será desarrollado con esplendor en Hollywood. No en vano, Puccini fue recibido con entusiasmo en Nueva York, ciudad que acogió el estreno mundial de La fanciulla del West, como también de Il trittico. En consecuencia, una ópera de Puccini está mucho más cerca de un musical de Rodgers y Hammerstein II que de Tristan und Isolde, en la media en que –como en el primer caso– está configurada explícitamente y con precisión de orfebrería para satisfacer la necesidad –acaso la pulsión– popular de sublimación.
Esa precisión otorga a la obra la condición de producto acabado, que termina en sí mismo, tal como ocurre con la obra de los Beatles a partir del álbum Rubber Soul, momento en el que la grabación deja de ser un objeto subalterno de la interpretación en vivo para asumir la condición de objeto estético de pleno derecho. Evidentemente, las óperas de Puccini, en tanto ópera, es decir, partitura/libreto que debe ser ejecutada o interpretada, no presenta una condición cerrada como se da en el caso de la grabación; sin embargo, el hecho de que su composición obedezca a las apetencias del gran público confiere a esas óperas un grado de terminación mucho mayor que el habitual en el género. En paráfrasis, una partitura y un libreto como los de La bohème dejan poco espacio a la intervención externa, a la añadidura de interpretaciones y revisiones. De ahí que, a propósito de la obra pucciniana, muchas propuestas escénicas caigan en ridículas imposturas o en sobreinterpretaciones presuntuosas. De ahí también que el revisionismo del opus pucciniano sea mucho más viable y honesto cuando se realiza exógenamente, antes que endógenamente: no hay que rasgarse las vestiduras para reconocer que, como revisitación de La bohème, un musical como Rent reviste mayor interés que un buen puñado audacias escénicas sufridas en teatros de ópera. Audacias que, por lo común, solo confirman una cosa: que sus artífices atesoran un enorme conocimiento sobre cualquier cosa menos sobre la propia ópera.
Sirva de muestra un botón, con respecto a la producción de Àlex Ollé que el Gran Teatre del Liceu ha llevado a su escenario. Ollé traslada la acción de La bohème del París de finales del siglo XIX a las actuales banlieue de la capital francesa. No es esa traslación una propuesta infundada y, de hecho, la acción de la ópera no ofrece demasiada resistencia a esta reambientación. La decepción, no obstante, ocurre en ocasión de detalles. En el cuarto acto, los cuatro amigos de la cuadrilla, Rodolfo, Marcello, Schaunard y Colline, están reunidos en casa, bromeando y jugando, ajenos por completo a la tragedia que se cierne. La música, con dos golpes violentos de la orquesta, rompe abruptamente ese momento feliz para señalar la llegada de Musetta, que acompaña a una Mimì moribunda. El libreto indica que la ambientación de ese momento es propiamente el interior de la buhardilla de Marcello y Rodolfo. En la producción de Ollé, cuya escenografía reproduce, con una estructura metálica, un edificio genérico y deshumanizado de un barrio dormitorio, vemos unos cubículos que representan las estancias del apartamento de Marcello y Rodolfo, pero también vemos la calle, al modo de 13 rue del Percebe, lo cual deviene una fatal circunstancia escénica, ya que Musetta y Mimì no irrumpen de manera sorpresiva, tal y como señala la música, sino que las vemos acercarse por la calle, mientras los cuatro amigos están de juerga en casa. La intensidad dramática del momento, propiciada por el magisterio teatral de Puccini, queda, pues, aguada por la audacia de Ollé. Acaso el espectáculo también deba cimentarse en el sentido común.
Quizás no sea necesario que la escenificación de La bohème permanezca siempre encorsetada en la sempiterna buhardilla con la estufa y el crepúsculo en una ventana, pero ello no implica que ese corsé haya perdido su eficacia, su funcionalidad para la historia relatada. Si se manifiesta obsoleto, solo se debe a intérpretes que no están teatralmente a la altura, y no es ningún secreto que los intérpretes han de saber transmitir fe en su desempeño, pues, si no es así, la nave operística tiende a zozobrar indiscretamente. Sin embargo, una producción no tradicional como la de Ollé, que aquí nos concierne, no dejó de resentirse de algunas actuaciones poco creíbles, a lo que contribuyó, en cierta medida, la dirección escénica, y a este tenor ya se impone el examen sistemático de la función del pasado día 30.
No es el de Marcello un rol de baritonal principal, pero un buen barítono hallará momentos sobrados para resplandecer, mientras que un intérprete menor apenas podrá ir más allá de un plano anodino. Si estamos ante un tipo u otro de intérprete, lo sabremos nada más empezar, puesto que de Marcello es la primera intervención en la ópera: «Questo Mar Rosso mi ammollisce e assidera come se addosso mi piovesse in stille. Per vendicarmi, affogo un Faraon!». Estas dos frases bastaron para determinar que Roberto de Candia encaja más bien en la segunda categoría. Con una voz privada de nobleza en un timbre carente de rotundidad y ligeramente atenorado, el Marcello del barítono italiano transcurrió sin interés, con una proyección más puntualmente estentórea que verdaderamente consistente, y con un canto desaliñado, ajeno al lirismo y a la distinción que la partitura requiere. En términos puramente escénicos, De Candia mostró mayor implicación que algunos de sus compañeros, si bien su descuido vocal no ayudó a afianzar desempeño dramático.
Más deslucido, en todos los sentidos, fue el Rodolfo de Atalla Ayan. Un timbre no carente de atractivo no fue mérito suficiente para soslayar una presencia escénica más bien rígida y, sobre todo, una proyección vocal insuficiente. El del tenor brasileño fue un Rodolfo pálido y frío, cuyas frases quedaron asiduamente engullidas por la masa orquestal o ahogadas por algún partenaire. Más allá de estos aspectos, a Allan se le vio también incómodo en el ascenso a los agudos, más de una vez tirantes y calados. En suma, el tenor brasileño no fue mucho más allá de una lectura solfeada, sin dejar la más leve huella en un rol que paradójicamente encadena, casi sin interrupción, frases y momentos de absoluto lucimiento lírico.
Goderdzi Janelidze encarnó a un Colline completamente romo. Bien es cierto que de todos los roles solistas, el de este filósofo es, en términos globales, el más anodino, si bien Puccini le concede, con la «Vecchia zimarra» del último acto, ese momento de isolado protagonismo del carecen Schaunard e incluso Marcello. Lejos de despuntar en esa parte solemne, Janelidze confirmó sus defectos, a saber: un canto tosco y sin relieve, de emisión descuidada y proclive a sonidos de cierta vulgaridad, como en el ascenso al registro agudo. Máculas que empañan una voz de timbre no especialmente distinguido, pero provisto de una rotundidad no desdeñable. Escénicamente, el bajo georgiano no fue menos pétreo que en el vocal.
El de Schaunard es un rol a menudo desdeñado, como si el ser, en cuanto a relevancia, un segundo barítono de la ópera justificara un desinterés. Nada más lejos, pues se trata de un personaje lleno de contagiosa vitalidad, especialmente en el primer acto, y Toni Marsol supo hacer justicia a esa condición. La del barítono catalán no es una voz especialmente bella en el timbre, pero sí amerita una identidad claramente baritonal. Además, Marsol mostró una emisión notable, siempre suficiente y desahogada, sin tiranteces en el cambio de registro y sin vulgaridades en la línea. Escénicamente, fue el intérprete masculino más implicado. El suyo fue un Schaunard dinámico, inquieto, esto es, juvenil, como cabe esperar.
Roberto Accurso, in illo tempore un barítono lírico, hace ya muchos años que frecuenta papeles característicos como los de Benoît y Alcindoro que en esta ocasión encarnó, y esa es una circunstancia que escapa al entendimiento, porque el barítono italiano carece de la rotundidad tímbrica para encarnar a sendos vejestorios –más afines a una vocalidad de bajo– y porque escénicamente su actuación es, cuanto menos, aséptica. Cuesta creer que el Liceu no pueda ahorrarse el caché de un cantante como Accurso para cubrir este tipo de roles.
La delicadeza, el lirismo y el verdadero valor de esta función llegó con la Mimì de Anita Hartig. La soprano rumana exhibió, desde su aparición en ese momento etéreo del primer acto en el que la partitura pucciniana alza el vuelo, una voz aquilatada, de bello timbre, lírico y cálido, y con una emisión segura y pulcra, sin fisuras en el cambio de registro. Con una línea elegante y implicación entera en el papel, Hartig conmovió en su presentación («Si. Mi chiamano Mimì») y supo transmitir el quebradizo dramatismo de los actos tercero y cuarto. Suyos fueron los momentos más bellos de toda la función, a lo que contribuyó no solo su desempeño vocal, sino también su presencia escénica: la de Hartig es una Mimí que rezuma una vitalidad ensoñadora, toda vez que se muestra en todo momento frágil. La soprano rumana encarno a una joven costurera llena de verdad, y eso, en una función como la que aquí nos ocupa, ya es una virtud incalculable.
Por su parte, sería injusto afirmar que la Musetta de Valentina Naforniţa no fue igualmente creíble. La soprano moldava encarnó con nervio y descaro su efervescente personaje. Ahora bien, vocalmente menudeó el descuido y la vulgaridad. Con una voz de soprano ligera, de emisión bien sostenida, su Musetta abundó en la estridencia y el trazo grueso, lo que dio lugar a un «Quando men vo» sin pena ni gloria.
Si Hartig fue la única nota de distinción en medio de un equipo vocal gris, es de justicia también destacar la labor poco agradecida del director Giampaolo Bisanti al frente de la orquesta. La suya fue una interpretación que denotó en todo momento esmero en todos los aspectos. Bisanti extrajo un sonido bien conjuntado del conjunto orquestal y trató de dar relieve global a cada momento. Algo que no fue entorpecido por la actuación del coro, correcto en sus esporádicas intervenciones. No fue, pues, la de Bisanti una lectura funcionarial, como es lastimosa costumbre en una ópera como esta. Al contrario, el maestro italiano hizo justicia a la riqueza musical y dramática de la partitura pucciniana, toda vez que se ocupó también de acompañar debidamente a los cantantes, en lugar de ahogarlos tras el magma orquestal.
Con todo, la meritoria labor del director no fue suficiente y nuevamente quedó confirmado que en una ópera como La bohéme la emoción queda en manos de los cantantes, que en esta ocasión fueron más bien gélidos como las manos de Mimì.
Fotos: David Ruano
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