Un pequeño conjunto instrumental extraído del grueso de la extraordinaria orquesta germana ofrece una perspectiva del «nacimiento» de la música instrumental en la Italia del Seicento, con más perfección formal que la captación de la luminosidad y el apasionamiento que esta música requiere.
La importancia de la luz
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 26-I-2022, Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Claudio Monteverdi. El nacimiento de la música instrumental. Obras de Antonio Bertali, Marco Uccellini, Giulio Caccini, Andrea Falconieri, Giovanni Valentini, Giovanni Antonio Pandolfi Mealli, Giovanni Legrenzi, Benedetto Ferrari, Claudio Monteverdi, Heinrich Ignaz Franz von Biber. Consort de la Akademie für Alte Musik Berlin: Georg Kallweit [violín barroco, concertino], Kerstin Erben [violín], Clemens-Maria Nuszbaumer y Stephan Sieben [violas barrocas], Jan Halfter [viola da gamba], Annette Rheinfurth [violone], Raphael Alpermann [clave y órgano positivo], Siobhán Armstrong [arpa doppia].
La práctica instrumental, cada vez más floreciente y autónoma en la Italia del siglo XVII, puede haber desempeñado un papel más importante que la música vocal en el desarrollo de la armonía moderna, con un lenguaje más rico en figuraciones que esbozan acordes perfectos. Además, al menos una parte de ella había heredado el impulso tonal elemental pero poderoso de la música de danza.
Nino Pirrotta.
Dicen los especialistas en pintura que uno de los parámetros más relevantes en este arte es la luz. Yo, sin serlo, entiendo que la luz en un cuadro aporta muchísimo, no solo en la manera de percibir una escena, sino también en lo que puede sugerir y contar de dicha escena. En música pasa algo similar, a pesar de que la «luz», como tal, no es un parámetro en el arte musical. Sin embargo, la luz, es decir, el ambiente, lo que una obra musical sugiere a través de las diversas interpretaciones que se le pueden den a una obra, sí resulta un factor fundamental a la hora de percibirla. Esto es lo que hace, por ejemplo, que algo nos suene más italiano, más germánico, británico o nórdico, por ejemplo. Y, curiosamente, muchas de las veces sin realmente serlo. Es un misterio, pero sucede.
Por eso, cuando uno acude a un concierto como el aquí analizado, protagonizado por un consort de la excepcional Akademie für Alte Musik Berlin, en una nueva cita del ciclo Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM], y que llevaba por título Claudio Monteverdi. El nacimiento de la música instrumental, espera mucha de esa «luz» mediterránea, de ese apasionamiento latino que muchas de esas músicas atesoran. Pero no lo hubo. No se me malinterprete, en esta velada hubo muchas cosas, algunas de ellas muy buenas, pero ese color tan característico del Seicento italiano, precisamente no. Por otro lado, la Akamus Berlin es –al igual que la Freiburger Barockorchester– una de las mejores orquestas historicistas no solo de Alemania, sino de todo el mundo. Cuando uno las escucha en su plenitud, y con repertorios a los que suelen estar muy acostumbrados, es muy difícil escuchar algo mejor. Pero, al igual que sucedió en aquel concierto protagonizado por un consort de la FBO hace algún tiempo, creo que la verdadera grandeza de estos conjuntos está en la suma de todos sus elementos, por eso, aun siendo los consorts que pueden extraer de ellas de una notable calidad, no encuentro ahí la excelencia apabullante que aportan las orquestas al completo. Del mismo modo, cabe dudar en la idoneidad de este conjunto para un programa como el aquí interpretado, que no es desde luego habitual en su repertorio, tanto más cuando tenemos bien cerca conjuntos especializados en ello –no hace falta salir de España para encontrarse con L’Estro d’Orfeo, conjunto comandado por la violinista barroca madrileña Leonor de Lera y unánimemente considerado como un referente mundial en este repertorio, al que, lamentablemente, todavía no se le ha podido escuchar en la programación del CNDM [¡qué oportunidad perdida esta que nos ocupa!]–.
Una amalgama de compositores, en su mayor parte italianos, aunque no solo, fueron desfilando por el escenario, mientras los instrumentistas de la Akamus iban adaptando su plantilla a las diversas exigencias planteadas por cada uno de ellos. El título del programa, que en cierta manera reza correctamente, ha de ser tomado con matices, dado que algunos de los autores aquí representados no pueden ser considerados ya como «padres» de la emancipación de la música instrumental, sino más bien representantes del llamado Stylus phantasticus, corriente de pleno derecho en la máxima expresión de los diversos géneros instrumentales del siglo XVII, pero que no puede considerarse como nacimiento de nada, en realidad, sino un establecimiento pleno de algo ya existente. Comenzó la velada con el tutti sobre el escenario para ofrecer la Sonata a 6 para dos violines, tres violas da braccio y violone en re menor [Partiturbuch Ludwig, 1662], de Antonio Bertali (1605-1669), sirvió para observar los mimbres sobre los que los instrumentistas iban a crear el recital: afinación muy controlada, un empaste bien trabajado entre secciones y en el tutti, un gran entendimiento entre ellos –se notan los años de trabajo conjunto–, un diálogo muy compacto entre los violines barrocos de Georg Kallweit y Kerstin Erben –no viola, como se indicaba en el programa–, aunque los pasajes para tres violas da braccio [Clemens-Maria Nuszbaumer y Stephan Sieben a las violas barrocas, con Jan Halfter en la viola da gamba –no en el violonchelo barroco, como indicaba el programa de mano–] no lograron refulgir especialmente. En general, como a lo largo de la noche, tuvieron más valor los pasajes con todos los efectivos que las secciones solísticas. El continuo, con Annette Rheinfurth al violone, Raphael Alpermann al órgano positivo –solos en ocasiones contadas se puso frente al clave– y Siobhán Armstrong en el arpa doppia logró aportar interesante color, aunque el equilibrio entre ellos podría haberse refinado en varios momentos –más presencia del arpa, por ejemplo–. En general, el trabajo del continuo sobre el ensanchamiento y aligeramiento de las texturas resultó muy inteligente.
De Marco Uccellini (c. 1603-1680) se ofreció su Sonata decima ottava a doi violini [Sonate, correnti et arie da camera e da chiesa, Op. 4, 1645], en la que ambos violines intercambiaron con finura el tema melódico inicial, tanto en color como en sus articulaciones, aunque destacó de forma especial una afinación más pulida y mayor brillo en el violín II. Bien defendidos los pasajes más rítmicos, así como los unísonos entre ambos, bien trabajados, a pesar de que algunos de los momentos de escritura más delicada sufrieron leves desajustes en su afinación, además de una articulación algo falta de claridad en los pasajes más rápidos. Interesante aporte del continuo en color, especialmente arpa y viola da gamba, resolviendo el conjunto muy bien el imponente accelerando que cierra la obra. Muchos menos convincente resultó la transcripción para violín y continuo de la célebre «Amarilli, mia bella», de Le nuove musiche [1601] de Giulio Caccini (1551-1618), que a pesar de los esfuerzos de Kallweit por dotar de gran expresividad su línea, merced a una gran flexibilidad en el fraseo, no logró transportar la sprezzatura del canto a su instrumento. El bajo continuo elaborado por el arpa resultó más refinado, sin apenas una diferenciación real del acompañamiento de una voz, siempre dúctil y atento al devenir melódico. Enlazada a las dos obras previas, el Passacalle à 3 [Il primo libro di canzone, sinfonie, fantasie..., 1650] de Andrea Falconieri (1585-1656) cerró un bloque de claroscuros, con un tempo calmado y un carácter muy reflexivo, de sonido algo plúmbeo, alejado de la luminosidad que suele rodea la obra de este napolitano. Aun con ello, los pasajes paralelos en sendos violines llegaron con buen empaste y afinación, a pesar de que el sonido no resultó del todo limpio. Bien perfilado, variando considerablemente en color y carácter, el continuo a cargo de viola da gamba y positivo.
Regresó el tutti al escenario para interpretar una versión de la Sonata a 5 en sol menor [Partiturbuch Ludwig, 1662], de Giovanni Valentini (1582-1649), que sin duda demostró un empaque imponente como en pocos momentos. La tan particular escritura sincopada del inicio y su filigrana rítmica fueran perfiladas con excelencia, plasmando con vehemencia las secciones contrastantes que definen la obra, balanceando bien las líneas implicadas y «paladeando» las disonancias. De nuevo presencia del violín solista dando vida a una de las figuras más extravagantes y sorprendentes de mediados del XVII, el italiano –afincando en Madrid– Giovanni Antonio Pandolfi Mealli (1624-1670), con su Sonata quarta «La biancuccia», para violín y bajo continuo [Sonate a violino solo per chiesa e camera, Op. 4, 1660]. Aunque no es posible poner pegas a la afinación y el mimo en el color del violín solista, la esencia de una música frenética e impactante no fue reflejada con naturalidad, sino con un planteamiento excesivamente cerebral, muy germánico para una música que es pirotécnica, extravagancia, dramatismo… Corrección en las ornamentaciones, pero la sensación de control permanente restó el arrebatamiento y la energía desbocada que exige Mealli. El efecto de eco estuvo muy bien realizado en el propio violín, que sin embargo en el pasaje de acordes presentó una emisión algo más farragosa. Mención especial merece el sustento aportado aquí por Armstrong al arpa.
Para concluir la primera parte, regreso de todos los implicados interpretando una selección con cinco de las veinticinco piezas que conforman la colección Per ogni sorte di stromento musicale diversi generi di sonate, da chiesa, e da camera, Op. 22 [1655], de Biagio Marini (1594-1663). La estática escritura de la Sinfonia sesto tuono, con sus poderos inflexiones cromáticas, llegaron plasmadas con sensibilidad, aportando esa luminosidad y cierto desenfado que estábamos reclamando en el Balletto terzo, aunque la severidad volvió a parecer en pasajes de mayor recogimiento en la Corrente seconda y Zarabanda terza, llegando a un convincente trabajo rítmico y enérgico sonido del tutti en el Balletto quarto allemano conclusivo.
Inauguró la segunda parte Giovanni Legrenzi, (1626-1690), una de las figuras fundamentales en la música instrumental del Seicento, con su Sonata à 5 «La Fugazza» para dos violines, dos violas y bajo continuo [Sonate a due, tre, cinque e sei istromenti, Op. 8, 1663], cuyo comienzo imitativo iniciado por la viola I y seguido por la segunda, antes de que el resto de líneas se sumasen al contrapunto, llegó con una afinación mejorable. De nuevo el todo brilló por encima de las individualidades, con el órgano positivo ofreciendo una destacada lectura del continuo. Gran trabajo de pincelada fina con las líneas imitándose en las secciones más rítmicas de la obra, a pesar de ciertos desajustes sonoros en los violines. Cabe mencionar aquí el trabajo de Sieben en la viola II, que a pesar de la discreción de la línea logró aportar calidez en su color y un relleno armónico fundamental para el resultado final. Benedetto Ferrari (c. 1603-1681) y Falconieri se unieron en una suerte de continuum conformado por una transcripción de «Amanti, io vi so dire» [Musiche e poesie varie á voce sola, libro terzo, 1641] del primero, unida con la Ciaccona para dos violines y bajo continuo del segundo. Ambas se conectan fácilmente dado que la obra de Ferrari se sostiene sobre un bajo de chacona, iniciado aquí primero en el arpa, seguida por la viola da gamba para dar paso a ambos violines, que interpretaron una versión muy expresiva de la línea vocal, a pesar de que sorprendieron los altibajos y falta de tensión en un violinista de la experiencia del Kallweit. El accelerando final resultó muy efectivo, tanto como la naturalidad con la que ambas piezas se unieron.
La Sonata a 6 para dos violines, dos violas da braccio, viola da gamba y violone en re menor [Archivo Kroměříž, ms. 63 - A 561], de Antonio Bertali comenzó con una exquisita elaboración por parejas del discurso melódico, primero en la unión de violín I/violone y después con el dúo violín II/viola da gamba. La presencia del clave aportó un color bastante novedoso en el programa. Lo más destacable de la interpretación radicó en la presencia de las dos violas junto a la viola da gamba, una sección de un color bellamente evocador. Las figuras de Legrenzi y Claudio Monteverdi (1567-1643) se unieron en otro nuevo continuum, con sendas improvisaciones sobre «Lumi, potete piangere», de La divisione del mondo [1675] y «Pur ti miro, pur ti godo», de L’incoronazione di Poppea [1642], unidas de forma muy orgánica. Si bien el dúo final de esta ópera está desde hace tiempo atribuido con razón a Ferrari, la presencia de Monteverdi era obligada para justificar el título del programa, por escaso sentido que este tuviera. La entrada del ostinato llegó de forma escalonada, primero en el bajo de viola presentando las notas de forma sencilla, para elaborar después el continuo en arpa y clave. El rol originalmente vocal fue protagonizado por aquí por ambos violines, con resultado algo irregular. Si bien el resultado sonoro fue hermoso, no convenció la transcripción de una pieza que es notablemente idiomática para la voz y no tanto para la cuerda –o quizá el imaginario es demasiado potente para permitirnos asimilar una versión como esta–, especialmente para el dúo de Monteverdi/Ferrari. Las disonancias del célebre dúo fueron tratadas con flexibilidad, intentando plasmar las inflexiones vocales con la misma libertad, mostrando una sprezzatura bien trabajada. La actividad en los violines sorprendió por irregularidades más evidentes y recurrentes de lo que cabe esperar para este nivel. Magnífica labor del continuo creando una gran tensión dramática en la última sección del dúo.
El concierto concluyó con Heinrich Ignaz Franz von Biber (1644-1704), su Serenade à cinque «Der Nachtwächter» [c. 1670], una pieza en seis movimientos cuyo carácter programático lo protagoniza un vigilante nocturno, lo que en España llamaríamos sereno. Interpretación lleva a cabo con corrección y el toque humorístico del violagambista entonando los pasajes narrados. Hubo espacio para numerosos recursos –incluyendo un efectivo y recurrente pizzicato, ofreciendo una versión bastante nítida, aunque en cierta manera lineal, de nuevo amarrando excesivamente los caballos. Un resumen idóneo para una velada de momentos exquisitos –no tan cercanos a la perfección técnica y formal como cabría esperar–, pero de una visión más nórdica, plúmbea y cerebral de lo que esta música pide, sugiere y requiere…
Fotografías: Elvira Megías/CNDM.
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