Dos de los solistas vocales españoles más potentes de la actualidad, representantes de sendas generaciones de canto, prestan sus voces a Concerto 1700 y Ars Hispana para realizar un nuevo proyecto de recuperación patrimonial centrado en la música para los castrati de la Real Capilla madrileña, con notable resultado.
De castrati por Madrid
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 3-III-2022, Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. «Atalaya divina»: música para los castrati de la Real Capilla. Obras de Francesco Corselli, José de Nebra, Antonio de Literes, Antonio Vivaldi y Antonio Corvi Moroti. Jone Martínez [soprano], Carlos Mena [contratenor] • Concerto 1700 | Daniel Pinteño [violín barroco y dirección artística].
Dentro de la producción de Moroti, destaca la Salve Regina, que hoy en día se conserva en el archivo del Santuario de Aránzazu, moldeada a partir del famoso «Stabat Mater» de Pergolesi, obra que se usaba en el Real Colegio de Niños Cantores como paradigma compositivo y de canto.
Antonio Pons y Raúl Angulo [Ars Hispana].
Me gustaría comenzar este texto crítico con una cita a cargo de Antonio Pons y Raúl Angulo, los musicólogos de Ars Hispana encargados de exhumar del olvido algunas de las partituras de la presente velada musical, y sin duda unos de los artífices más poderosos en este movimiento de recuperación del patrimonio musical español que lleva en un poderoso auge desde hace algunos lustros: «No se puede negar hoy en día la excelencia que alcanzó la música de la Real Capilla de Madrid en el siglo XVIII. Esto lo evidencia no solo la elevada categoría de cantantes e instrumentistas que formaron parte de dicha institución, sino también el alto nivel compositivo. Autores como Sebastián Durón, José de Torres, Antonio de Literes, José de Nebra o Francisco Corselli van siendo poco a poco conocidos y apreciados por los aficionados y se sitúan junto a los compositores ya consagrados en el canon, aunque aún sea mucha la labor por hacer en la difusión de este repertorio, pues todavía son relativamente pocas las grabaciones y ediciones disponibles». A esto hay que añadir que, como se comentaba, parece que en España, instituciones y programadores van poniendo cada vez más el foco sobre estos compositores que, aunque venidos de Italia en buena medida, son también representantes de la música española del momento. Sí, esa música, nuestra música, estaba compuesta tanto por españoles de nacimiento como por compositores foráneos instalados en Madrid y otras capillas importantes –aunque en menor medida–, algo que hay que tener en cuenta. Que es música «alla italiana», cierto, pero no por eso menos «española» que la de compositores como Nebra o Literes. Por ello resulta tan importante valorar figuras como Corselli –quizá uno de los más atendidos en los últimos años– u otros muchos menos conocidos como Corvi Moroti.
No obstante, y puesto a reivindicar –no por la insistencia parece que se nos hace más caso–, hagámoslo bien. Es cierto, conciertos como el de hoy tienen gran valor, pero queda apenas en lo anecdótico si no se percibe como una obligación cultural y moral el dar más opciones a los españoles para llevar este trabajo más lejos que un solo concierto en la sala de cámara del Auditorio Nacional. El Centro Nacional de Difusión Musical debe ser consciente de lo que le exige su propio nombre, y volcar esfuerzos reales que vayan más allá de poner un símbolo tras el título de una obra que indique que se trata de un «estreno en tiempos modernos», para justificar al final de la temporada que se han recuperado un número mayor o menor de obras. Esto no tiene más valor que el numérico. Apuéstese con seriedad por estos repertorios y quienes lo defienden, concédasele la oportunidad de tener un recorrido, de poder ser mostrado en otras ciudades españolas, e incluso, por qué no, désele la oportunidad de ser grabado para que la posteridad pueda tener conciencia de su existencia. Esta, y no otra –no seamos ingenuos–, es la única vía para que este esfuerzo, que parte desde los musicólogos que acuden a archivos para transcribir, cotejar y editar las partituras que luego serán plasmadas sobre el escenario por los intérpretes, tenga pleno sentido.
Dicho lo cual, y dado que estamos como estamos y hay lo que hay, dejemos de lamentarnos y pasemos a comentar lo acontecido en esta velada vespertina en la que se evocó a algunos de los castrati que en la Real Capilla de la primera mitad del siglo XVIII fueron, como los tiples José Gutiérrez, Jerónimo Bartolucci «Momo», Francisco Giovannini «Francisquín» y Manuel de las Herrerías, o los contraltos José Galicani, Sebastián Nalducci y Andrés Moreno. Para ello, el violinista barroco Daniel Pinteño escogió algunas cantadas y arias de compositores de la talla de Francesco [o Francisco, como se prefiera] Corselli (1705-1778), José de Nebra (1702-1768) y Antonio de Literes (1673-1747), concluyendo con una «Salve Regina» de Antonio Corvi Moroti (1709-1771), todas ellas con el sustento de uno o dos solistas vocales acompañados por una orquesta de cuerda y el bajo continuo, esto es, su Concerto 1700, aunque ampliado para la ocasión. Hay que detenerse para comentar que, al fin, un conjunto español en estas lides «patrimoniales» acudió –sin que sirva de precedente, cabe imaginar– con una relativamente nutrida sección de cuerda, conformada por cinco o seis violines –Marta Mayoral hizo doblete, tomando la viola en las obras que así lo requerían–. Lástima que el trabajo de esta sección no resultase lo pulcro y límpido que requiere un planteamiento cuando son más de dos violines los que toman parte. Nota mental para los intérpretes y directores: si se quiere que a las agrupaciones españolas se las «tomen en serio» a la hora de ampliar plantillas para defender el patrimonio español, no se pueden desperdiciar ocasiones como esta. El modelo de trabajo sin una plantilla estable –que en España resulta muy complejo por cómo está construido el sistema– afecta notablemente al resultado final, porque, por muchas vueltas que se le den, la única manera de lograr la excelencia en ese aspecto es trabajar juntos, trabajar juntos y trabajar juntos durante largo tiempo.
De Francesco Corselli, figura fundamental en el devenir de la Real Capilla a mediados del siglo XVIII, se interpretaron sendas cantadas: «Cuando a pique, Señor», cantada al Santísimo para alto y «Venturoso pastor», cantada a dúo de Navidad [1738], ambas con la habitual estructura alternando entre recitados y arias. En la primera de ellas, con el contratenor vitoriano Carlos Mena como solista, se pudieron apreciar algunos de los rasgos principales del buen hacer tanto de Corselli como de nuestro contratenor más internacional. Dicción mejorable en la primera de las arias y en el recitado subsiguiente, especialmente en los pasajes más agudos, pero con la habitual calidez vocal, la inteligencia en la gestión de sus recursos canoros y una presencia escénica de enorme firmeza. Grave bien sustentando en el registro de pecho, aunque algo obscuro en emisión en algunos momentos, defendiendo las agilidades con notable ímpeto y solvencia, muy ajustada en afinación y limpieza de sonido, aunque el agudo en la cadencia final llegara algo descolocado. Bien equilibrado el balance sonoro en una concertación en la que destacó además el poderoso sonido de Pablo Zapico a la tiorba. Bien articulados los giros melódicos de la cuerda en algunos pasajes reducidos a dos violines –Pinteño contó como compañera de viaje para la ocasión con la violinista de origen japonés Fumiko Morie, que está triunfando ya en algunos concursos importantes y que mantuvo un nivel bastante alto durante toda la velada–. En general, muy notable el nivel alcanzado por la sección del continuo, conformado por el propio Zapico junto a Ester Domingo al violonchelo barroco y Laura Asensio al contrabajo barroco, con Diego Fernández en el clave y órgano positivo –aquí en este último, por algunos momentos con menos presencia de la requerida en balance–. Alcanzaron, con diferencia, cotas mucho más altas que sus colegas de la sección de cuerda, en la que faltó brillantez y limpieza en el sonido, además de articular con más claridad en los pasajes más agitados.
Para concluir la primera parte se interpretó la segunda de las cantadas de Corselli, en esta ocasión con Jone Martínez acompañando a Mena en las lides solísticas. La soprano vizcaína tuvo la oportunidad de presentar credenciales previamente, interpretando una breve aria de José de Nebra: «Ya rasga la esfera», aria a Nuestra Señora para tiple, también recuperada para la ocasión. Martínez, a la que Mena ha tomado como una de sus pupilas predilectas, es probablemente la soprano joven española con mayor proyección en el ámbito de las músicas históricas, a la que, si sabe tomar buenas decisiones en un momento como este –en el que les están lloviendo quizá demasiadas proposiciones para la edad y el estado de su carrera en el que se encuentra–, le espera un futuro realmente prometedor, que personalmente no me atrevería a vaticinar. Su voz presenta muchas cualidades: buena proyección, fluidez en el agudo, prestancia, timbre con cuerpo y personalidad, brillo y naturalidad en las agilidades, refinado gusto y elegancia muy notable en su emisión, gestionado además el fiato con muy buen resultado. La dicción, aunque suficiente, es mejorable en el registro agudo. Es, diría, una cantante inteligente, que está administrando bien sus recursos, intentando no caer quizá en algunos de los males recurrentes de las sopranos españolas que se dedican a estos repertorios. Aun con todo, algunos dejes de un excesivo lirismo salen a relucir en momentos concretos. Si gana esa lucha y no se deja poseer por un divismo mal entendido, tendremos una Martínez de garantías para muchos años. Estuvo acompañada por un Concerto 1700 certero en la concertación, bien balanceado, que en los pasajes doblando la voz acompañó con bastante sincronía a Martínez. Especialmente interesante resultó el concurso del continuo en la sección central del aria, dado que de nuevo la cuerda presentó falta de tersura y mimo en la emisión de sus líneas, además de un mayor rigor en los pasajes a unísono.
«Venturoso pastor» presenta a dos personajes, una Sibila y un pastor, que interactúan entre sí a través de una serie de recitados y arias, concluyendo con un dúo. Más convincente en su trabajo prosódico y en la dicción Martínez que Mena en el recitado inicial, que sin embargo demostró su dominio vocal en un aria subsiguiente con bastante homogeneidad entre los registros de pecho y cabeza, con una zona de paso firmemente sustentada, acompañado aquí por una cuerda bastante certera. En su primera de sus arias, Martínez dio muestras de unos de esos peligros acuciantes en esta tipología vocal en el canto barroco: falta de contención en el agudo, especialmente en los intervalos amplios de las cadencias. La tentación incita a las sopranos a querer lucirse, normalmente afeando el sonido y resultando excesivamente líricas, habitualmente fuera de todo discurso razonable dentro del marco musical en que se encuentra. Aún así, mostró más control e inteligencia a la hora de llevarlo a cabo que numerosas sopranos con mucha más experiencia y una dilatada carrera. Cabe, pues, mantener la esperanza. El recitado a dúo final sirvió para encontrar por primera vez a estas dos voces unidas en un cantabile, y a pesar de que el empaste y la afinación en la sección de cuerda fueron mejorables, el dúo sobre «celestial» dejó uno de los mejores momentos de toda la velada, evidenciando un gran trabajo vocal conjunto, de mucho detalle y una magnífica compenetración. Por lo demás, el equilibrio concertante estuvo bien planteado, salvo algunos momentos de la cadencia final, con Mena demasiado presente, tapando un poco a su compañera de viaje en este brillante Corselli. Ambos ornamentaron de forma bastante inteligente en el da capo, sin excesos ni adornos superfluos.
La segunda parte se inauguró con «Atalaya divina, cantada al Santísimo para tiple» de Antonio de Literes, datada en 1731. Literes es otro de esos monumentales talentos todavía injustamente valorados, aunque es cierto que Pinteño y los suyos han hecho mucho últimamente por recuperar algunas de sus obras. Interesante recitado inicial, contrastante en un continuo con la tiorba desarrollando el cifrado con elegancia, mientras el violonchelo planteaba una visión más sobria del mismo. Bien definidos algunos detalles de la escritura de la cuerda a solo en dos violines –visión particular para esta versión, que no está indicado en la partitura–, pero de nuevo toda la cuerda planteó desajustes notables de afinación y limpieza de emisión. Los saltos interválicos fueron bien perfilados por la soprano vasca, cuya dicción en el registro agudo adoleció aquí de falta de claridad. Se defendió con fluidez en las agilidades, y volvió a demostrar una vocalidad muy refinada, con un agudo firme y refulgente, a pesar de que volvió a caer en la tentación de un lucimiento extremo en las notas más altas de la cadencia. Sus ornamentaciones en el da capo se mostraron bastante equilibradas, sin alardes innecesarios, manteniendo bien la linealidad del discurso. La segunda y última de las arias presentó una cuerda más firme, de sonido más hecho y un resultado global convincente. En la voz faltó clarificar algo más las articulaciones y paladear el texto con mayor rigor, así como presentar mayor calidez vocal. Por otro lado, utilizó con inteligencia el recurso del vibrato, sobre todo en el desarrollo de las notas largas.
Para finalizar, la que fue quizá la gran obra del programa, una imponente «Salve Regina» para tiple y alto del italiano Antonio Corvi Moroti, compositor menos conocido que sus colegas, pero residente también en la corte madrileña y, como dicen desde Ars Hispana, «llamado para ocupar la plaza de ‘maestro de música del estilo moderno’ del Real Colegio de Niños Cantores. Entre sus alumnos se cuentan algunos de los músicos más relevantes de la segunda mitad del siglo XVIII, como Antonio Ugena, José Lidón o Melchor López. Sabemos, asimismo, que daba clases privadas de música en su domicilio. Moroti desarrolló en Madrid no sólo una labor pedagógica, sino también una amplia carrera compositiva. Escribió la música de varios oratorios (lamentablemente, perdidos en la actualidad), así como de varias comedias y zarzuelas que se representaron en los teatros públicos madrileños, como la versión de 1752 de la zarzuela Viento es la dicha de Amor que José de Nebra compuso en 1743». Estructurada en seis secciones, exige de la cuerda un considerable refinamiento, que en los momentos más delicados dejó ver las costuras de una agrupación que necesita de mucho más trabajo en ese sentido, al menos para estar al nivel de un continuo mucho más solvente y de unas voces de altos vuelos. Incluso el primer dúo vocal [«Salve Regina, mater misericordiæ»] presentó una cadencia muy virtuosística brindada por Pinteño con momentos de destacado nivel, aunque a algunos escalones de la excelencia. Bien planteada, sin embargo, la escritura concertante aquí, dejando espacio para el lucimiento de las voces, en una pieza que presenta una factura de claros tintes «pergolesianos», aunque con momentos de gran personalidad. Mejor resultado el unísono de la cuerda en el dúo «Ad te clamamus», que deparó además algunos momentos sostenidos solos por los violines de Pinteño y Morie. La virtuosística escritura vocal de algunos pasajes fue plasmada con garantías por ambos solistas. «Ad te suspiramus» llegó interpretada en una libre versión para un cuarteto con dos violines, violonchelo y tiorba, que en lo vocal hizo gala de un planteamiento retórico convincente al centrar parte del discurso en remarcar las inflexiones sobre palabras clave como «gementes» y «flentes». No estuvo muy brillante la solista aquí, con un registro medio-grave de poco recorrido, aunque bien trabajada la dicción. Mejor gestión de los recursos vocales por parte de Mena en «Eia, ergo, advocata nostra», un aria de escritura no especialmente cómoda en registro, pero que supo solventar de forma muy inteligente. Bien perfilada por la cuerda la sensación ternaria en «Et Iseum», con un fraseo sutil y efectivo. Interesante contraste entre las agilidades vocales de Martínez –que estuvo muy refinada, demostrando gran destreza canora, con un registro agudo límpido y luminoso– y las notas tenidas del acompañamiento orquestal. El dúo final «O clemens, o pia», que se inició con unos acordes orquestales y en los solistas de gran dramatismo, contrastó además con una sección muy expresiva que le sigue, en la que se requiere de una finura acusada, bien solventada aquí. Muy lograda una horizontalidad del discurso en el bajo continuo. Especialmente destacables los momentos sobre la palabra «dulcis» –de nuevo una clara evidencia retórica–, defendido en carácter e impulso con gran soltura en ambos solistas. Pinteño y Moire acompañaron de nuevo a solo algunos pasajes, que no lograron el intimismo ni la delicadeza esperables de una visión tan camerística.
Como elemento contrastante, aunque su música no era desconocida en la Real Capilla, se interpretaron dos de los numerosos concerti per archi de Antonio Vivaldi (1678-1741). Metidos con calzador en un programa en el que hubiese encajado mejor alguna obra instrumental de la capilla madrileña, sirvieron no obstante para mostrar tanto algunas virtudes [trabajo dinámica contrastante bastante efectivo, trabajo riguroso en la homorrítmia, fraseo hacia clímax bien delineado, articulaciones bastante claras, trabajo muy efectivo sobre las figuraciones más breves] como para remarcar algunas de sus carencias [afinación mejorable, cierta desconexión entre cuerda y bajo continuo, falta de empaque sonoro y empaste en unísono, balance más disfrutable sobre las disonancias, exceso de presencia de archilaúd sobre sonido global del continuo y ornamentaciones en solo de violín excesivas y no siempre efectivas] de Concerto 1700.
Fue, en definitiva, una velada vocalmente de gran nivel, en la que faltó la contrapartida de una orquesta en plenas facultades. Lástima que la sección de cuerda requiera todavía de mucho trabajo para estar a la altura de los solistas y de una sección de continuo muy solvente y bien trabajada. Un programa de música de enorme calidad, que sin duda supone otro paso más en el muy necesario y loable trabajo que tanto Ars Hispana –en el ámbito musicológico– como Concerto 1700 –en el interpretativo– llevan tiempo haciendo. Faltó cerrar el círculo de la excelencia orquestal para que la velada hubiera estado a la altura de las expectativas que el ignoto Barroco español está generando cada vez entre el público. Pero paso a paso la senda es cada vez más transitable y esperanzadora para el futuro, uno en el que los que se encarguen de pagar estos programas apuesten a ojos cerrados por música de una calidad que poco tiene que envidiar a gran parte de la música europea de su tiempo...
Fotografías: Elvira Megías/CNDM.
Compartir