El conjunto historicista y el director italianos, rodeados de un elenco de claroscuros, se enfrentaron a la considerada como primera gran ópera de la historia con una visión no especialmente brillante en lo técnico, poco expresiva y encarnada en el rol protagonista por un Bostridge cuya vocalidad no sirvió bien a su papel.
Un Orfeo de mínimos
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 20-II-2022, Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. L’Orfeo, de Claudio Monteverdi. Ian Bostridge, Monica Piccinini, Marina De Liso, Ugo Guagliardo, Roberta Invernizzi, Fabrizio Beggi, Francesco Marsiglia, Filippo Mineccia, Valentino Buzz, Matheus Pompeu • Coro de Cámara del Palau de la Música Catalana • Europa Galante | Fabio Biondi [violín barroco y dirección].
Gracias a L’Orfeo, Monteverdi pudo experimentar por primera vez, en el ámbito monódico y con mayor comodidad y radicalismo, esa tendencia hacia una escritura persuasivamente elocuente que ya había dado como resultado los madrigales del Quarto y Quinto libros. De ellos tomaba, adaptándolos al género de canto a voz sola, los rasgos más característicos del estilo patético y la tendencia a estructurar la composición según unas líneas de desarrollo no recalcadas de forma extrema y mecánica en el aspecto más externo de la forma poética. La razón última tanto de este como de cualquier otro elemento puesto en juego es su eficacia dramática en ese punto de la historia: del vocalismo a la instrumentación, de la articulación escénica a los diferentes estilos adoptados, todo deja entrever una extensión expresiva muy sensible y muy notable por haber sido realizada en un género de música teatral al que Monteverdi no se había enfrentado antes.
Paolo Fabri: Monteverdi.
El 24 de febrero de 1607, en las dependencias del Palacio Ducal de Mantova, se estrenaba L’Orfeo, favola in musica [Venezia, Ricciardo Amandino, 1609] de Claudio Monteverdi (1567-1643), considerada de manera bastante unánime como la primera ópera plenamente desarrollada de la historia. La aseveración de que es la primera ópera es, a estas alturas, un error de bulto, aunque admitido, pues, como es sabido, no es estrictamente la primera composición del recién nacido género operístico, pero sí es bien cierto que L’Orfeo consigue por vez primera una unión entre drama y música tan plenamente elaborada y e imbricados de manera tan estrecha que para muchos no ha sido superada incluso cuatrocientos quince años después de su creación. El texto, basado en el célebre mito de Orfeo, fue escrito por Alessandro Striggio [hijo], y es de una belleza, vigencia y calidad realmente apabullantes. Monteverdi parece enarbolar la bandera de la Camerata Fiorentina y del Grupo de Corsi en el establecimiento de un drama musical completo que reviva el supuesto drama griego –con todo lo falso de aquello, a su vez–. Y desde luego, la elección de Orfeo como protagonista no es baladí, especialmente si tenemos en cuenta que ya en 1600 se pone en pie L’Euridice de Jacopo Peri y Giulio Caccini, sobre textos de Rinuccini –que a pesar de estar ya completamente cantada, no logra el desarrollo dramático ni expresivo de la unión Strigio/Monteverdi, ni por su puesto la genialidad de la creación musical monteverdiana–.
«Il divino Claudio», o en realidad la Accademia degli Invaghiti –Monteverdi es solo el vehículo para que circule el genio, como suele decirse– parece querer elevar los intentos previos de drama a su máximo apogeo, y a fe que lo consigue. A pesar de que hoy, pasados más de cuatro siglos de su estreno, la obra es vista con veneración, en aquel momento nació como un objeto de consumo efímero –como destaca el musicólogo y clavecinista Stefano Aresi–, que, aunque por su éxito fue retomada en diversas veladas, no pasó de ser un evento musical abocado a desparecer y en realidad con menor importancia en su momento de la que tiene a los ojos del devenir musical actual. El giro fundamental en relación al intermedi –el género escénico más en boga en aquel momento– viene precisamente de la importancia suprema de la música y su unión con el texto –que será siempre quien domine, por otro lado–, dado que en los intermedios la música era simplemente un elemento más. Así, como de nuevo señala Aresi, lo que probablemente impactó sobremanera a los espectadores aquel 24 de febrero de 1607 fue la posibilidad de presenciar una acción dramática puesta en música de forma completa, pues esto rompía con los moldes de la tradición teatral anterior. La utilización de la alegoría de la música justo en el prólogo, como primer personaje en escena, que dicta además la senda estética a la que el espectador debe atenerse a partir de ese momento, es sin duda un gesto de genialidad. Defiende Aresi la interesante idea de que L’Orfeo no es en realidad un acto de tentativa por resucitar el drama griego, ni siquiera un evento de suma importancia en lo relativo al uso de la monodia acompañada –la cual, dice, era en la época de Monteverdi mucho más conocida de lo que se tiende a creer, pues servía de importante fuente acerca de principios y criterios de prácticas musicales que se remontaban hasta el siglo XIV–, sino «sencillamente» una muestra realmente innovadora de una representación autónoma con música del inicio al fin.
Stefano Russomanno –otro buen conocedor de la obra de Monteverdi– destaca en la obra la versatilidad del recitativo –que en el Barroco tardío se simplificó en exceso, siendo en el Barroco temprano mucho más complejo–, que es capaz de adaptarse cual guante a las necesidades expresivas que en cada momento requieren el texto y el drama. Los pasajes puramente instrumentales, bien sean fanfarrias o esos maravillosos ritornelli, son un dechado de agilidad escénica y de representación musical, que por lo demás, despliega en la ópera un catálogo instrumental absolutamente memorable. Junto a la tavola de personajes que protagonizan la ópera, Monteverdi y su impresor despliegan la lista de instrumentos que deben participar en ella, con un detalle que realmente supone un caso excepcional hasta este momento: duoi gravicembani, duoio contrabassi de viola, dieci viole de brazzo, un arpa doppia, duoi violini piccoli alla francese, duoi chitarroni, doui organi di legno, tre bassi da gamba, quattro tromboni, un regale, duoi cornetti, un flautino alla vigesimaseconda, un clarino con tre trombe sordine, a los que añade «dos violines normales de brazo» y «ceteroni». Y no solo eso, sino que en esa edición de 1609 se dan ya apuntes minuciosos de qué instrumentos deben interpretar según qué pasajes. Sea como fuere, la genialidad de Monteverdi para poner la música al servicio del texto sigue maravillando a propios y extraños en pleno 2017, al igual que lo hizo en 1607, cuando Cherubino Ferrari escribe lo siguiente en una misiva a Vinceno Gonzaga: «[...] La música, del mismo modo, estando en su decoro, sirve tan bien a la poesía, que no se puede juzgar mejor».
Con toda esta perspectiva sobre la mesa, acudir a una sala como la sinfónica del Auditorio Nacional de Música para escuchar en directo una obra que, por otro lado, no se exhibe tanto en los escenarios españoles como podría parecer, es siempre un evento de especiales características. Por más que L’Orfeo fue estrenada, como se sabe por las crónicas de la época, en una pequeña sala del Palacio Ducal mantovano y muy seguramente sin ningún tipo de aparato de tipo escenográfico, las propuestas en versión de las óperas siguen resultan problemáticas. Me decía el clavecinista y director italiano Francesco Corti –en la entrevista de portada de CODALARIO en febrero–, muy metido en el ámbito de la ópera barroca en los últimos años, que una ópera como esta puede funcionar bastante bien en versión concierto, en tanto que «sería excelente para una versión en concierto, porque en cierta forma es casi un oratorio». Y lleva razón. Esta es una de esas óperas que puede trasladarse cómodamente al público sin necesidad de plantear una escenografía recargada o un vestuario ampuloso. La calidad de texto y música es tan superlativa, y la historia que narran tan potente, que tan solo con una cantantes, coro y orquesta de gran nivel, con un entendimiento importante de la obra, es posible trasladarla de manera más que convincente al espectador. No fue el caso. Y el gran problema no fue, como digo, la ausencia de escenografía o vestuario, sino que el planteamiento de Fabio Biondi y los suyos resultó en muchos momentos anodino, carente de cualquier expresión y manejo de la retórica necesario para potenciar su mensaje. Es evidente la querencia que desde el Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] se tiene por Biondi y Europa Galante –ya desde tiempos de Moral y continuado ahora por el director actual–. Pero siendo honestos, vienen a la mente varios conjuntos especializados que podrían acercarse con mayores garantías a una ópera de este tipo. El trabajo que pueden hacer el violinista palermitano y su conjunto en la ópera de Vivaldi u otros compositores del Barroco tardío está, casi siempre, fuera de toda duda –como ejemplo, el magnífico Argippo de la temporada pasada, en el CNDM–, pero no diría que los inicios de la ópera sea un terreno que les vaya especialmente bien, como es este caso, pues requiere de otros planteamientos, otras sonoridades y, sobre todo, otras sensibilidades. Las cosas de programar, y de hacerlo con criterios que no se corresponden con los estrictamente artísticos.
Lógicamente, nadie puede plantearse una interpretación de esta ópera en los términos que Monteverdi exigía en su instrumentario, y se optó, asimismo, por una visión expandida de los coros –en contraposición a una visión más madrigalística, quizá en la línea de lo que pudo suceder en su estreno, como fue llevada a cabo en 2017 Les Arts Florissants con Paul Agnew al frente–, aunque quizá el mayor problema de esta visión más plana y poco expresiva fue la elección de las voces. Qué importante es elegir voces –quizá a veces no tanto excepcionales, pero sí más acordes a su rol– cuando se trata de una obra de este tipo, y qué pocas veces se logra acertar. Seguimos, por increíble que parezca, arrastrando la presencia de tenores para encarnar el papel protagonista, cuando ya ha quedado probado una y otra vez que la vocalidad más adecuada es la de un barítono con largo recorrido en el agudo.
Y es que Ian Bostridge, por muy buen cantante que sea, no es hoy un cantante con una vocalidad idónea para encarnar a Orfeo. El registro medio-grave no lució en él, perdió brillo, proyección y buen parte capacidad expresiva. Además, por más que es un gran cantante a la hora de paladear el texto –no es vano es uno de los «liederistas» más reconocidos del panorama–, no resultó excepcional en este campo, aunque mostró una dicción correcta y unas inflexiones en mayor parte bastante acertadas, no resultó ni impactante en lo canoro ni sobrecogedor o convincente en lo dramático, incluso con momentos algo sobreactuados. Esta música logra mucho más impacto con solvencia en las inflexiones, remarcando retóricamente los puntos tan descriptivamente bien escritos y jugando con la sprezzatura que por medio de movimientos deslavazados sobre el escenario o gesticulaciones recurrentes con las manos. El logro está en impactar y plasmar las emociones a un espectador que no pueda ver los movimientos del cantante. Temo que no fue el caso. Aunque L’Orfeo es una ópera «coral» –como suele decirse–, no es menos cierto que el salto de unos papeles –en la mayoría de las ocasiones muy breves– a otros, hacen que los monólogos del protagonista sean la auténtica piedra de toque y la quintaesencia de esta favola in musica. De ahí la trascendencia de escoger a un solista adecuado. Ojo, no se trata de que Bostridge no sea un buen cantante, que evidentemente lo es, sino de que su vocalidad se ajuste a uno de los papeles más definidos vocalmente que puede haber en la historia del género desde su nacimiento hasta Wagner. Así, desde su inicial presentación con «Rosa del ciel, vita del mondo», sin duda con un talente muy distinto a todo lo que vendrá después, Bostridge hizo gala ya de un registro medio-grave inestable, forzado, poco homogéneo en color con el agudo, con un timbre bastante obscuro en muchos momentos e incluso una emisión poco natural, un punto agarrada en la garganta. En «Vi ricorda, o bosch’ombrosi» tampoco logró ser verosímil, con una línea de escasa sutileza, aunque en este pasaje, con momentos más agudos, estuvo más cómodo y cantó con una mayor flexibilidad más orgánica. «Tu se’ morta, mia vita, ed io respiro?», momento de enorme impacto expresivo en su escritura, no fue reflejado como tal, implementando una serie de inflexiones con intención retórica que no siempre resultaron convincentes; además, el grave siguió sin correr adecuadamente en su voz, con poca naturalidad, mientras que los pasajes más agudos resultaron poco refinados, muy cargados en sonido. Aunque Bostridge regresó del descanso algo más certero y con una mayor convicción vocal y escénica, el que es quizá el gran momento para su rol, «Possente spirto, e formidabil Nume», seguido de «Ahi, sventurato amante», no lució, con unas agilidades poco naturales, algo mecánicas, y es quizá donde estuvo expresivamente más inestable y menos verosímil, cargando las tintas con un enfoque poco certero, desviando en exceso a atención de su personaje hacia elementos secundarios o directamente innecesarios para una representación como la que estaba teniendo lugar. Y eso a pesar de que instrumentalmente –sobre todo en el bajo continuo, como veremos después– estuvo acompañado con mucho mayor acierto. Salvó algo su presencia en el último acto, con un dúo junto a Apollo en el que por momentos mostró ese Bostridge que sabe paladear el texto con finura, que es expresivamente solvente, sin sobrecargar las tintas vocales y con una emisión más natural, sin forzar en el registro grave. A pesar de todo, ni siquiera logró deslumbrar en este acto final, lo que hubiera hecho olvidar una actuación bastante mediocre para lo que cabe esperar de alguien de su talla. Como decía: la importancia, muchas veces minusvalorada, de seleccionar bien las voces.
El resto del elenco estuvo acertado en mayor y menor medida, desde lo notable hasta lo bastante intrascendente. Entre las voces femeninas hubo un poco de todo, y eso que se contaba con voces a priori buenas conocedoras de este repertorio, que podrían confrontarlo con rigor. La Musica fue representada por Monica Piccinini –que también encarnó a la testimonial Euricide–, quien en «Dal mio Permesso amato à voi ne vegno» –esa genial y alegórica evocación inicial– no brilló especialmente, con una proyección a veces escasa y dramáticamente muy neutra, aunque lidió muy bien con la dicción del texto y logró desempeñarse con corrección en su rol. Por su parte, otra grande del repertorio barroco, la también italiana Roberta Invernizzi, encarnó los roles de Ninfa [acto I] y Proserpina [acto IV], quizá no especialmente relevantes, aunque con momentos de gran belleza. En «Muse, honor di Parnaso, amor del Cielo» manejó el aspecto prosódico con la solvencia habitual en ella, aunque no estuvo tan notable en el ámbito expresivo, y vocalmente hizo un uso algo excesivo del vibrato en los finales de frase que resultó levemente molesto. En «Signor, quel infelice» también impactó más merced a su manejo del texto y las inflexiones que por la belleza del timbre o su convicción expresiva. Sin embargo, es cierto que se mostró vocalmente muy delicada, con gran finura en su acercamiento a una línea de canto de cierta exquisitez. Para concluir con las féminas, Marina de Liso fue la encargada de dar vida a la siempre imponente Messaggiera [acto II] y a La Speranza [acto III], con bastantes altibajos, hay que señalar. Su gran papel, la mensajera encargada de dar las funestas noticias a Orfeo –probablemente el otro gran papel en carga dramática de la obra– llegó con una muy notable intención expresiva, remarcando una vocalidad punzante en varios momentos [«Ahi, caso acerbo! Ahi, fat’empio e crudele!»], que hasta ese momento logró ser, a nivel escénico y expresivo, la más convincente de la noche. Fue capaz, además, de elaborar una sprezzatura muy fluida, apoyada exquisitamente por el continuo. Por su parte, en La Speranza –cambio de vestido incluido, del rojo infernal inicial al verde esperanza correspondiente– no pasó de correcto, aunque utilizó con mucha inteligencia ciertas inflexiones del texto con carácter expresivo. Quizá no fue la más incontestable en cuanto a afinidad vocal con si papel, pero su esfuerzo por aportar algo de veracidad al mismo logró un impacto mayor que el de sus colegas.
Por su parte, entre los hombres hubo más acierto en las voces graves que en las agudas. Desde un Filippo Mineccia [Pastore I y Spirito I] al que este tipo de repertorio temprano no se le ajusta especialmente bien a su vocalidad, y que hizo gala de una potencia escénica muy marcada, pero fuera de sitio en casi todo momento, excesivamente cargado y potente en el agudo, planteando una visión muy solística que no encaja con el estilo, el personaje ni el tono de la obra. Tampoco mucho mejor los tenores Valentino Buzza [Pastor II y Spirito II] y Matheus Pompeu [Pastore III], con una vocalidad excesivamente carnosa y lírica, a pesar de que en los números concertantes lograron ofrecer una afinación y un empaste vocal muy considerables. Los dos papales para bajo profundo, como son Caronte y Plutone, fueron firmados por Ugo Guagliardo y Fabrizzio Beggi, ambos más coherentes y solventes en sus roles. El primero [«O tu, ch’innanzi mort’a queste rive» y «Ben mi lusinga alquanto»], acompañado en el órgano positivo con sonido de regalía –como el autor en la partitura–, ofreció una actuación de timbre noble, cargado en un grave suficiente, aunque sin excesivo recorrido, y con un porte muy acorde a su papel. El segundo [«Benché severo et immutabil fato» y «Tue soavi parole»], en su dúo con Proserpina, bastante firme, adusto en su rol, pero solvente vocalmente, con una línea bastante sutil, sin forzar un grave por otro lado no especialmente poderoso. Para concluir, el Apollo de Francesco Masigilia [«Perch’a lo sdegno et al dolor in preda», «Troppo, troppo gioisti» y «Nel Sole e nelle stelle»] llegó con una presencia vocal bastante anónimo en timbre, aunque con corrección en la plasmación del carácter, así como en proyección, afinación y dicción. Logró conectar, aunque sin alardes, con Bostridge en el dúo final del último acto [«Saliam cantando al Cielo»].
Siempre he pensado que los ritornelli –esos pasajes puramente instrumentales que regresan entre las diversas presencias vocales en cada acto–, así como las sinfonie, son los momentos que sostienen estructuralmente toda la obra y le confieren ese carácter cíclico tan ingeniosamente logrado por Monteverdi. Por ello, se requiere de una orquesta muy solvente y especialmente conocedora de este lenguaje operístico incipiente. No es –como decía más arriba– Europa Galante quizá la agrupación que se ajuste con mayores garantías a ello, pero aun con ello lograron ofrecer algunos momentos de interés, incluso con cierta brillantez. Conviene destacar sobremanera a su nutrido y colorista sección de continuo, con Paola Poncet [clave y órgano positivo], Marta Graziolino [arpa doppia], Patxi Montero [viola da gamba] y Giangiacomo Pinardi [tiorbino], reforzados en algunos momentos por Alessandro Andriani [violone], Riccardo Coelati Rama [archilaúd] y Mauro Pinciaroli [violonchelo barroco]. Hay que destacar, además de las garantías que lograron ofrecer estos continuistas de altura, los fines dramáticos con los que se usaron los diversos instrumentos, haciendo así un trabajo de retórica muy interesante, incluso a la manera de leitmotiv, con instrumentos asociados a personajes y emociones. Bien por medio de diversas combinaciones, bien con interacciones a solo acompañando a los solistas, lo cierto es que el continuo fue sin duda la piedra angular sobre la que Biondi construyó este L’Orfeo, y puede decirse sin miedo a equivocarse que fue la única sección que estuvo prácticamente impoluta de inicio a fin.
El resto de las intervenciones orquestales se firmaron con claroscuros notable. Des la sección de cuerda, en la que hubo que lamentar momentos de evidentes desafinaciones en los ritornelli y sinfonie, hasta intervenciones solísticas de gran interés. Biondi acotó en muchas ocasiones el uso de la cuerda a miembros concretos, ofreciendo una versión camerística y de claro contraste con el tutti, lo que logró cierto efecto dramático en momentos puntuales. Cabe destacar el papel de Andrea Rognoni liderando los violines II, pero también una sección de violas muy interesante [Stefano Marcocchi y Ernesto Brauche], con momentos de gran impacto sonoro y una presencia que siempre se agradece en cuanto al aporte de calidez y color. Judith Pacquier y Emmanuel Mure defendieron con solvencia su papel en flautas de pico y cornetas, aportando un color bastante descriptivo en escenas concretas [«In questo prato adorno»]. El trabajo de los solistas en la construcción del eco en el aria «Possente spirto», por ejemplo, uno de los pasajes instrumentales de mayor impacto de todo el drama, llegó construido de forma bastante lúcida, en cuanto a que la afinación, el fraseo y el empaste de las parejas de instrumentos [violines, cornetas y continuo] fue plasmada como un trabajo de filigrana como pocos pudieron verse a lo largo de la obra. También así en la sonoridad más lúgubre, sombría y epatante de los metales, con unos Stefan Légée, Pascal Gonzales, Julien Ribouleau y Jean-Noël Gamet muy correctos en los trombones.
En general, el trabajo de concertación liderado por Biondi, aunque el sonido orquestal resultó bastante plano, casi sin expresión y modesto en algunos parámetros técnicos, incluso en un balance a veces algo desajustado hacia los instrumentos de viento [excesiva corneta en la sinfonía introductoria al acto II, por ejemplo]. Cabe incluir aquí la presencia de otro elemento fundamental en esta ópera: el coro. Eligió para la ocasión una nutrida agrupación [5/6/7/6], como fue la del Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana que, si bien no es un coro especializado en estas lides, planteó una visión muy aseada de la partitura pese a su número de integrantes. Hubo un buen trabajo de afinación general, empaste, color y emisión muy cuidados, con un trabajo de dinámicas bastante remarcada –mucho más efectivo que la orquesta, en la mayoría de los casos–, atacando con delicadeza los coros que así lo requerían, aportando una dicción bastante pulcra, logrando un perfil firme en los pasajes homofónicos y otro bastante bien delineado en los coros más contrapuntísticos. Es cierto que faltó algo de finura en muchos momentos, una vocalidad más acorde estilísticamente en otros, y cierta ligereza general, pero su participación resultó entre correcta y notable según momentos. Aun siendo una elección extraña, no resultó del todo inadecuada a las exigencias de este L'Orfeo.
En definitiva, un Orfeo de mínimos, con algunos destellos que no lograron, lamentablemente, hacer de esta una versión memorable a la altura de la genialidad de la obra. Ya que este es el comienzo de una trilogía «monteverdiana» liderada por Biondi y los suyos, cabe esperar para las dos próximas citas una selección más adecuada de los solistas y un trabajo más certero desde el plano orquestal. Eso sí, el continuo que no lo toquen, pues fue lo que logró elevar a cotas elevadas los únicos momentos que quedarán guardados en la memoria.
Fotografías: Rafa Martín/CNDM.
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