El intérprete vasco y su formación de cámara ofrecieron un programa de conciertos para diversos instrumentos reconvertidos al láud barroco por él mismo; una apuesta arriesgada que en su mayor parte no funcionó, ni en el traspaso al instrumento ni en la interpretación solística
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Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 02-II-2024, Auditorio Nacional de Música. Universo Barroco [Centro Nacional de Difusión Musical]. Concerto per liuto. Obras de Antonio Vivaldi, Alessandro Marcello, Johann Sebastian Bach y John Eccles. Euskal Barrok Ensemble: Miren Zeberio y Helena Zamanova [violines barrocos], Ricardo Cuende [viola], Bianca Riesner [violonchelo barroco], Laura Asensio [violone] y María González [órgano positivo y clave]. Enrike Solinís [laúd barroco, archilaúd y dirección artística].
Estos conciertos de cámara vivaldianos –que este denomina simplemente «conciertos», obviando su particularidad orgánica– suponen una tipología camerística rara en la Italia barroca, pues no se conocen otros ejemplos concertísticos transalpinos de esta naturaleza. […] Resulta memorable la plasticidad y elocuencia del RV 93 (con la muy veneciana poesía de su justamente celebérrimo Largo central).
Pablo Queipo de Llano: El furor del Preto Rosso. La música instrumental de Antonio Vivaldi.
Cómo es el ser humano de complicado. Y qué sal le aporta esto a la vida, cuando se la aporta… Pero en otras ocasiones, uno piensa que para qué tanta complicación, cuando busca algo en lugares ajenos aunque tiene lo que busca delante. Desconozco las inquietudes que llevaron a Enrike Solinís a la hora de concebir este programa titulado Concierti per liuto, presentado en tres conciertos en la temporada musical del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] –Salamanca, León y por último Madrid, dentro del ciclo Universo Barroco–. En cualquier, y más aún escuchando el resultado bastante decepcionante del programa, no puedo menos que preguntarme los porqués. Es cierto que el laúd, instrumento que vivió una auténtica edad dorada como instrumento a solo durante varias décadas del Renacimiento y todo el siglo XVII, llegando incluso a mantener su fama en prácticamente todo el XVIII, no tiene en el género concertante una cantidad ingente de obras entre las que elegir. Sin embargo, como suele, decirse, haberlos, haylos… Si yo, que no soy laudista –ni nada que se le parezca–, conozco la existencia de al menos un puñado de obras concertantes, no ya del propio Vivaldi –aquí representado y que tiene algunas obras más que le podrían haber servido, como concerti de camera y sonatas en trío con el laúd como parte fundamental–, sino de compositores menos conocidos como Silvius Leopold Weiss, Johann Friedrich Fasch, Karl Kohaut, Wenzel Ludwig Edler von Radolt, Wolff Jacob Lauffensteiner, Adam Falckenhagen o Johann Kropfgans, qué no podrá conocer un intérprete que dedica parte de su tiempo a tañer el laúd barroco. Quiero decir con esto que la existencia de obras concebidas originalmente para el instrumento, bien en forma de tríos, conciertos de cámara, divertimentos o conciertos solistas, da sobradamente para un programa –muchos de ellos encajan con una formación igual o similar a la que le acompañó aquí–, con el añadido de poder mostrar al público compositores que quizá no conozca. En lugar de ello, Solinís decidió arriesgarse con arreglos propios de diversos conciertos escritos en origen para otros instrumentos, como oboe, violín o clave. De los cuatro conciertos a solo del programa –el resto eran obras de otras tipologías–, únicamente el célebre Concierto para laúd, cuerda y bajo continuo en re mayor, RV 93 de Antonio Vivaldi (1678-1741) era original.
Con otra composición del compositor veneciano se abrió la velada, el Concierto para violín en re mayor, Op. 9, n.º 3, RV 230, como es habitual en la forma de tres movimientos alternantes rápido-lento-rápido. No cabe dudar del conocimiento de Solinís sobre el instrumento, y aunque intentó hacer lo más idiomáticos posibles sus arreglos, la sensación general fue de que no funcionaron, y que obviamente cuando un compositor escribe para un instrumento –en la mayoría de los casos– lo hace conociendo su idiosincrasia y capacidades, adaptando además el acompañamiento orquestal a las exigencias de este. Poco tienen en común, como es el caso, violín y laúd, tanto en intensidad de sonido como en su capacidad de adoptar el virtuosismo extremo. Intentaron acomodar algo los tempi, con un Allegro inicial algo moroso, cuyo inicio resonó un tanto como aquellas agrupaciones historicistas inglesas de los 80 cuando interpretaban la música de Vivaldi –una sensación que acudió a mi mente en otros momentos del programa–, recurriendo además a un vibrato notable en los violines. El tempo se animó ligeramente con la entrada del laúd, y aunque cumplió con algunos de los requerimientos, se vio sobrepasado por la exigencia del arreglo, con un fraseo algo farragoso y un sonido no especialmente límpido. Algo más funcional resultó el Larghetto central, de sonido más claro en el solista y una emisión menos problemática, también dada la menor exigencia de su escritura. De notable interés el pasaje sin acompañamiento del continuo, en un buen entendimiento de laúd con violines y viola. Todo esto contando con la ayuda extra que proporcionó una ligera amplificación para el instrumento, la cual, aunque bastante bien balanceada, resultó de dudosa coherencia bajo mi perspectiva. O se juega con las mismas reglas o no se juega –cabe recordar aquí el concierto a cargo del Ensemble Diderot, en el que se interpretó un concierto para laúd de Fasch con excelente resultado y sin amplificación alguna–. El Allegro conclusivo retomó los problemas en secciones rápidas del laúd, pero también varios desajustes en la afinación entre ambos violines, con una sección de continuo sin duda más firme, en un gran trabajo en la tecla a cargo de María González –que se manejó casi toda la velada en el órgano positivo, visitando el clave en pocas ocasiones, una inteligente decisión, dado que el timbre de este último puede interferir con el laúd de forma más problemática–, apoyada en el violonchelo barroco por Bianca Riesner y al violone por la todoterreno Laura Asensio.
Del también veneciano Alessandro Marcello (1669-1747) se ofreció un arreglo de su obra más afamada, el Concierto para oboe en re menor –publicado dentro de sus Concerto a Cinque en Amsterdam, 1717–, que funcionó algo mejor que el concierto de Vivaldi. En el Allegro moderato la cuerda inició falta de empaque y tersura, presentando el laúd una mayor corrección, aunque no acabó de lucir, lo que se notó en el dúo con el violín barroco de Miren Zeberio, que podría haber deparado un espléndido momento, pero no fue tal. Muy notable la profundidad del continuo lograda de forma especial por órgano y violone. El celebérrimo Adagio central –arreglado en su día, como el resto de movimientos, por Bach para clave solo u órgano sin pedaliter– planteó una visión más idiomática del instrumento, no limitada a plasmar la, po otro lado, muy bella melodía del solista. Muy correcto aquí, pero no logró impactar por expresividad de sonido ni emoción en el fraseo; una oportunidad perdida de resarcirse de los momentos menos lucidos hasta el momento. En la concertación del último movimiento [Allegro] hubo algunos desajustes en la concertación laúd/tutti, que no fueron juntos en todo momento, aunque la cuerda mostró aquí una mayor pulcritud en afinación y empaste. El problema de adaptar obras ajenas es que, ni siquiera con la amplificación, el laúd sobresalió como debía en algunos pasajes aquí, lo que resulta muy significativo del resultado del arreglo. Por lo demás, Solinís evidenció de nuevo problemas en los pasajes más vertiginosos y exigentes del concierto.
Con un cambio de orden sobre lo planteado, abandonó el solista la escena para dejar al Euskal Barrok Ensemble interpretar una curiosa obra orquestal del británico John Eccles (c. 1668-1735), una selección de cinco movimientos tomados de la música incidental para la masque titulada The mad lover [1700?], –anunciada erróneamente como en un arreglo para laúd–. Faltaron viveza y mayor énfasis rítmico en el planteamiento de la Overture, una lectura plana y de coloraciones plúmbeas que no pareció captar la esencia de la música inglesa del momento. De nuevo, presencia irregular del violín I, con momentos destacados frente a otros incomprensiblemente desajustados. Aunque faltó de nuevo de la luminosidad que impregna esta música, el Aire subsiguiente planteó un contrapunto más vívidamente desentrañado, siguiéndole un Slow aire de mayor dramatismo, un momento de mayor lucimiento que fue aprovechado aquí por los violines –la checa Helena Zemanova acompañó a Zeberio en estas lides–, con algunos ornamentos bien encajados en el discurso melódico. El maravilloso Aire (Ground) que le siguió se inició con un refinadísimo pizzicato del violone mostrando el ostinato que subyace a lo largo de toda la pieza, apareciendo después el tutti en un tempo quizá algo pesante, aunque de corte bastante ceremonial. Lamentablemente no se sacó todo el partido a la maravillosa línea de violín, dando paso a una Jigg conclusiva de sonoridades más populares, en la que Zeberio adaptó su sonido con inteligencia y con el brillante aporte del clave en el continuo, muy contrastante, además, con la sonoridad general de la velada.
Del siempre genial Johann Sebastian Bach (1685-1750) –que dedicó algunas excelentes obras al laúd barroco, aunque sin acompañamiento– se ofreció un arreglo de su Concierto para clave n.º 5 en do menor, BWV 1056 [1738], una de esas exquisitas piezas concertantes concebidas para tocarse en el Café Zimmermann con su Collegium Musicum. Mismas sensaciones que en el Vivaldi inicial, con un sonido general como de otro tiempo y un desempeño del solista muy sobrepasado en varios pasajes. Y es que entiendo que no se trata sólo de una cuestión de lucimiento o de buscar limpieza en la línea solista, sino de lograr que una impresión de acomodo general sobrevuele la actuación. Pero no la hubo, y de forma notoria, en este movimiento inicial [Sin indicación]. Algo más holgado el Largo central, aunque cabría esperar algo más de uno de los movimientos lentos más hermosos en todo el catálogo concertante del Kantor. Ayudó mucho la ligereza de la textura orquestal, pero el solo, aunque solvente en lo técnico, no logró emocionar. Con el Presto que cierra la obra regresaron las perturbaciones de diversa índole, en el que fue el movimiento con un mayor desconcierto de toda la velada, sin duda para olvidar.
Regresó la figura de Antonio Vivaldi para cerrar el programa con dos obras, el Concierto para laúd, cuerda y bajo continuo en re mayor, RV 93 [1730-1731] y el Concierto para cuerda y bajo continuo en sol menor, RV 156. Dice Peter Holman lo que sigue sobre las obras para laúd con acompañamiento de Vivaldi: «Es un lenguaje que tiene mucho más en común con la música para mandolina y con la escritura para violín que con la textura polifónica completa característica de la música para laúd barroca del norte de Europa. Hoy en día, las partes se suelen tocar tal cual en la guitarra o en el laúd renacentista, lo que implica suponer que la clave de sol debe leerse una octava más baja, como en la música moderna para guitarra. Pero hay pocas pruebas de este uso en la época de Vivaldi». El primero fue sin duda el concierto para solista que mejor funcionó en cuanto a su escritura para laúd de todo el programa –dudo casual que se trate del único originalmente concebido para el instrumento–. Obra sin viola, se abrió con un Allegro giusto en un tempo más animoso, de cierto fulgor. Si bien el solo tampoco logró descollar, al menos sí planteó una lectura de mayor firmeza y limpidez que en las anteriores. Unísono de los violines bien trabajado aquí, destacando nuevamente la labor realizada por la continuista de tecla al órgano positivo. Claras desafinaciones de violines en el inicio del Largo, por fin pudimos apreciar un solo de cierta hondura expresiva para un movimiento de una belleza exquisita, una versión con profusión de adornos en el laúd. Sin duda, el Allegro que cierra la obra fue el mejor momento de toda la velada en cuanto a solidez general, calidad del solista y flexibilidad orquestal. Quizá un reflejo de lo que hubiera sido deseable escuchar durante toda la noche. Solamente sobró la excesiva y poco acertada cadencia planteada por el solista para la ocasión.
La última pieza –para la que Solinís abandonó el laúd y tomó el archilaúd en labores del continuo– pertenece a esa tipología concertante para cuerda de Vivaldi en la que todas las líneas están en pie de igualdad, con los violines invirtiéndose aquí su rol de violín I/II. Algo lento el Allegro inicial, mostró un sutil diálogo entre violines, pero faltó en general más finura en el trazo de la cuerda y un mayor detenimiento en paladear las disonancias. Sonido demasiado directo de los violines en el Adagio, sobró tensión sonora y faltó un mejor equilibrio entre las partes. Cambió Solinís a la guitarra barroca para ofrecer un Allegro final más vívido, de una considerable energía, aunque con las líneas orquestales algo farragosas.
Como obra extra, acudió el protagonista solo a escena para tañer la guitarra barroca, con ese carácter tan despreocupado y [excesivamente] poco protocolario que le caracteriza. Interpretó una breve selección de piezas, concluyendo con unos Canarios, que si bien no especialmente brillantes ni limpios en su toque, dejaron entrever al Solinís que resulta más interesante. Para concluir, regresaron todos al escenario para bisar el Ground de Eccles; una hermosa despedida para un concierto que no pasará a la historia de lo más relevante en esta intensa temporada barroca en el CNDM.
Fotografías: Elvira Megías/CNDM.
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