«La tarde fue considerablemente superior al flojo Oro del Rin, con un Thielemann que sigue desplegando esa doble faceta en función de si tiene o no cantantes de nivel en las tablas, con una Merbeth que lo ha hecho a muy buen nivel y con un Schager en un papel que no parece el suyo, pero con una voz tan potente y metálica que parece no tener límites»
Un tenor es oro puro
Por Pedro J. Lapeña Rey
Dresde, 6-II-23, Dresden Semperoper. La Valquiria, de Richard Wagner. Andreas Schager (Sigmund), Georg Zeppenfeld (Hunding), Thomas J. Mayer (Wotan), Allison Oakes (Siglinde), Christa Mayer (Frica), Ricarda Merbeth (Brunilda). Sächsische Staatskapelle Dresden. Dirección Musical: Christian Thielemann. Dirección de escena: Willy Decker
Todavía con la sorpresa en el cuerpo tras la versión rápida y ligera de Christian Thielemann en el Oro del Rin, nos acercamos a la imponente Sempeorper con la duda de que versión del berlinés nos íbamos a encontrar. Si algo quedó bien claro la noche del domingo, a la vista de la puesta en escena y del reparto vocal, es que este Anillo es cosa de director y orquesta. ¿O no?
En La Valquiria entran en escena Sigmund, Siglinde y Brunilda, y con ellos las figuras de Andreas Schager y Ricarda Merbeth. También nos encontramos una diferencia sustancial respecto al día anterior. En la primera escena, cuando el Sr. Decker hace pasear a Wotan por el escenario como si fuera el que vigila que todo salga según lo previsto, vimos a Thomas Johannes Mayer –John Lundgren ha cancelado definitivamente todas las funciones–, señal inequívoca de no cantaría desde el atril, sino que afortunadamente iba a asumir también la parte escénica.
De nuevo nos encontramos a un Sr. Thielemann distinto en los pasajes orquestales que en los cantados. El preludio volvió a ser excelente, intenso, poniéndonos en situación desde los primeros acordes. Pero tras el primer diálogo entre los hermanos volvió el Thielemann descriptivo, casi camerístico de buena parte del día anterior hasta el momento de la escena final en que Sigmund se declara a Siglinde, y ella, tras escuchar el nombre de Wälse, lo reconoce como su hermano Sigmund. Ahí, Andreas Schager y Allison Oakes se encendieron, Thielemann tocó a rebato, y los minutos finales del primer acto son de lo mejor que recuerdo en cualquiera de las doce valquirias que he visto en mi vida. La orquesta, fabulosa, siguió a un Thielemann desmelenado que concluyó el acto como lo hizo Fürtwangler en su legendaria 9.ª Sinfonía de Beethoven de Lucerna. Un Prestísimo salvaje, casi orgiástico que provocó una tremenda explosión de bravos.
La pregunta volvió a surgir en el descanso. ¿A que es debida esa extraña manera de comportarse del berlinés? Mi opinión es que él es perfectamente consciente de los cantantes que tiene y de su situación actual, y a partir de ahí, actúa. Porque hay cosas que son difíciles de entender en esta Tetralogía. Evidentemente conocemos la crisis de voces que arrastramos –tomo prestada de mi colega Raúl Chamorro su comentario de que «vivimos en la edad de hojalata del canto»– en los últimos 20-30 años y que en la actualidad hay muy pocas voces con garantías. Y estamos de acuerdo en que dentro de estas voces con garantías incluimos sin duda a Andreas Schager o a George Zeppenfeld. Pues bien, el Sr. Schager hizo la semana pasada un Sigmund y dos Sigfridos, cosa que va a repetir –toquemos madera– ahora. El Sr. Zeppenfeld hizo el Fasolt y el Hunding, mientras ensayaba el Atila de Verdi y ahora los repite pero ya cantando en las tres funciones programadas. Prácticamente a una función cada dos días en el caso de Schager y a una diaria en el de Zeppenfeld. ¿Qué «garganta» humana es capaz de soportar este tute? Todo un maratón, tal y como el propio Schager contaba la semana pasada en sus redes sociales. Si seguimos así, y seguiremos porque todos los teatros quieren dar las mismas obras con los mismos cantantes, no habrá voz humana que lo resista y el resultado lo vamos viendo en buenos intérpretes –como Christa Mayer o Ricarda Merbeth, y en otros de menor entidad pero que mantenían un nivel de dignidad, como el propio Thomas J. Mayer– en los que se percibe como la voz se va deteriorando poco a poco.
¿Por qué planteo esto aquí y ahora? Por la prestación en este primer acto de Andreas Schager. El austriaco utilizó tres cuartas partes de este para ir calentando la voz y llegar en buenas condiciones a la parte final. En la práctica significó que sus «walse» –rotundos, generosos y suficientemente largos– fueran mas fruto de apretar que de respirar, y que su «Winterstürme» fuera «más dicho que cantado». Thielemann le acompañó en esa «reserva» y de ahí que no le apretara en ningún momento hasta llegar a la parte final, donde ya con la voz caliente, surgió el Schager sonoro, cálido, intenso, de timbre metálico y proyección soberbia que se fue con decisión al La 3 final. Hubo un brevísimo amago de romperse, pero una vez colocado fue intenso y generoso, lo aguantó durante 3-4 segundos, y puso boca abajo el teatro. Algunos hubiéramos querido mas tensión en la parte previa, pero no se puede tener todo. Pero creo que si el no tuviera que cantar Sigfrido un par de días después, hubiera estado aun mas implicado.
Su partenaire, la británica Allison Oakes no es la Sigliende ideal. Su timbre es anodino y algo mate, sin brillo y con la pujanza justa. En cualquier caso, se volcó en la faceta escénica buscando ser esa esposa-hermana apasionada, y aunque su volumen es discreto, echó el resto en la fantástica escena final. A pesar de mis comentarios previos sobre la agenda de George Zeppenfeld, éste mantuvo una pose y un fraseo de primera, demostrando que no es necesario «ladrar» el papel de Hunding. Se puede cantar, y lo hizo muy bien.
En el segundo acto, nos reencontramos con Christa Mayer como Frica y con Thomas J. Mayer como Wotan. Ambos elevaron su nivel con respecto al Oro del Rin, pero tampoco para tirar cohetes. En su breve parlamento, ella volvió a mostrar las carencias del día anterior, bien es verdad que dramáticamente mostró esa pose de diosa orgullosa, un tanto arrogante, segura de tener razón que desprende el personaje. El actuó y se mostró en escena como il capo di tutti capi, quizás un tanto basto para lo que debe ser el Dios. Más intrigante que poderoso. La voz se mostró de nuevo dura, sin brillo, muy gutural, pero lo peor fue ese fraseo monótono que te adormece, y que nos hizo bostezar en las primeras escenas con Brunilda y Frica. El Sr. Thielemann tras un preludio inicial brillante, volvió a bajar el pistón para recrearse en la narración de la historia y en la filigrana orquestal –impresionantes las maderas acompañando la escena con Brunilda–, pero cuando Wotan salió de escena fue gradualmente aumentando la tensión y el sonido hasta interpretar una colosal entrada de Brunilda apareciéndose a Sigmund y anunciándole su inmediata muerte. La escena fue mágica con un Andreas Schager conmovedor y una Ricarda Merbeth emotiva y entregada, que una vez calentada la voz, empezó a cantar, y vaya como lo hizo. Aunque como muchas colegas, la Merbeth es una soprano lírica metida a dramática por las exigencias actuales, su nivel técnico es lo suficientemente alto como para permitirle estas aventuras con limitación de daños. El desarrollo de la escena fue emocionante con un Thielemann –aquí con cantantes– subiendo el pistón y llevándolos en volandas hasta el final del acto.
Comenzó el tercero con una cabalgata en la que Thielemann desplegó ritmo y sonido, quizás excesivamente marcatto, con toda la orquesta de nuevo a un nivel excelente y unas valquirias mas que correctas, y ya no perdió tensión hasta el final. La Merbeth tiró de la Oakes en la escena de la redención, y ésta, empujada por un Thielemann ya en modo alto voltaje, marcó su mejor momento en el «O hehrstes Wunder! – ¡Oh, virgen magnífica!». Soberbia la entrada de Wotan que se marcó la orquesta, y en la escena posterior, la Merbeth volvió a mostrar su vena más lírica, donde se la ve realmente cómoda y nos hace disfrutar, en su enternecedora plegaria «War es so schmählich – ¿Fue mi crimen tan infame?». Al Sr. Mayer se le volvieron a ver las costuras, aunque a falta de voz, le dio una buena réplica desde el punto de vista dramático, acentuando aquí y allá, y perfilando la transformación de un colérico dios en un padre afligido, consciente de que hace lo que no quiere hacer. Por su parte, Christian Thielemann dio rienda suelta a la orquesta graduando un clímax tras otro durante «los adioses», terminando con la imponente llamada a Loge, y el tema final.
Poco que añadir –y sobre todo pocas ganas de entender las intenciones de Willy Decker– sobre la puesta en escena. De nuevo sillas y más sillas, aunque ahora, en el primer acto tenemos el escenario forrado de madera de Ikea en lo que resulta ser la casa de Hunding. El mismo escenario, aunque ahora sin madera, con algo de pendiente y lleno de cachivaches, incluyendo bolas del mundo o la maqueta del Partenón –perdón, del Walhalla– en el segundo, donde se nos escamotea la pelea entre Sigmund y Hunding, y mas sillas en el tercero hasta que emerge la bola del mundo que vimos en el Oro del Rin que creemos entender es la roca donde dormirá Brunilda. En fin, tan interesante que me hizo añorar una buena versión en concierto.
Como conclusión, la tarde fue considerablemente superior al flojo Oro del Rin, con un Thielemann que sigue desplegando esa doble faceta en función de si tiene o no cantantes de nivel en las tablas, con una Merbeth que lo ha hecho a muy buen nivel, y con un Schager en un papel que no parece el suyo –o al menos no le va tanto con el Sigfrido–, pero con una voz tan potente y metálica que parece no tener límites. Esperemos que le aguante el resto de los días. Ayer veíamos que quien tiene una orquesta tiene un tesoro. Si además tienes un tenor…
Fotografías: Ludwig Olah/Semperoper Dresden.
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