El coliseo madrileño logra poner, al fin, la obra Aquiles en Esciros de Corselli sobres sus tablas, con una propuesta escénica inteligente y funcional, la Orquesta Barroca de Sevilla en buena forma y un elenco vocal en general muy notable, aunque algo lastrado por la ausencia del protagonista, que fue sustituido por un meritorio, aunque inadecuado para el rol Gabriel Díaz, que puso todo el empeño pero acabó sufriendo
Bailar sobre cristales
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 25-II-2022, Teatro Real. Achille in Sciro, de Francisco Corselli/Courcelle. Gabriel Díaz [Achille/Pirra], Mirco Palazzi [Licomede], Tim Mead [Ulisse], Francesca Aspromonte [Deidamia], Sabina Puértolas [Teagene], Krystian Adam [Arcade], Juan Sancho [Nearco] • Coro del Teatro Real • Monteverdi Continuo Ensemble • Orquesta Barroca de Sevilla. Dirección de escena: Mariame Clément. Dirección musical: Ivor Bolton.
Aquiles, vestido de mujer, pasaba sus días en Esciros.
Pietro Metastasio: libreto de Achille in Sciro [1736].
Hay que ver qué afortunados eran los reyes, reinas, emperadores y emperatrices de siglos pasados. Que te casabas, pues allá que te dedicaban, no una, sino hasta dos óperas para tal evento. Este fue el caso de la infanta María Teresa Rafaela de España y el delfín de Francia, a la postre Louis XV, para quienes un tal Jean-Philippe Rameau compuso la ópera Platée –comédie lyrique o ballet bouffon en un prólogo y tres actos, estrenada el 31 de marzo de 1745 en el Théâtre du Manège de la Grande Écurie, Versailles–. Por la parte española, se encargó a Francisco/Francesco Corselli/Courcelle (1705-1778) –el espinoso asunto de su nombre es mejor no tratarlo aquí– la creación de otro espectáculo escénico bajo el nombre de Achille in Sciro. Tramas y enfoques bien distintos en ambos, aunque subyace en ellos un poderoso anhelo y una titánica lucha interna –tratado en Rameau de manera menos vehemente y con una comicidad más evidente–. Este es aquel título que debía estrenarse en marzo de 2020, justo cuando la situación de pandemia mundial hizo que en España se decretara el estado de alarma y el encierro forzoso, dando al traste con cualquier actividad de índole no esencial. Tres años después ha podido ponerse sobre las tablas del Teatro Real, no sin notable esfuerzo y empeño por parte de muchos. Como es bien sabido, no es el coliseo madrileño un impulsor audaz del patrimonio musical español, así que sin duda estamos ante una ocasión para festejar.
Parece, no obstante, que esta ópera tiene sobre sí una especie de maldición, dado que el solista previsto para el rol principal, Franco Fagioli, tuvo que ser sustituido poco antes del ensayo pregeneral por su cover, el contratenor español Gabriel Díaz, quien se hizo cargo también del ensayo general y finalmente asumió el rol el día del estreno [19 de febrero]. Aunque había dudas, no parecía que Díaz tuviera que estar preparado para todas las funciones –al menos en la del 25 de febrero, que iba a grabarse, parecía seguro que volvería Fagioli–. Nunca sabremos qué aconteció en las interioridades y negociaciones al respecto, pero finalmente Díaz acabó protagonizando todas las funciones, tal es así, que el cansancio vocal que le supuso dicha situación hizo que la función prevista para el día 21 tuviera que ser cancelada y recolocada en una nueva fecha [26 de febrero, como última función no prevista]. Les pongo en situación de todo ello, pues el texto crítico que van a poder leer es resultado de mis dos visitas al Teatro Real: primero, como es preceptivo, en el día del estreno, con el fin de poder escuchar a Díaz; después, el día 25, con intención de ver a Fagioli en el mismo rol, aunque finalmente canceló nuevamente. Dado que mi posición el día del estreno no me permitió escuchar en condiciones el balance y muchos detalles del trabajo orquestal, la crítica que leerán está basada únicamente en la actuación de dicha fecha, con excepción de la labor de Díaz, a quien considero más justo juzgar en su interpretación del estreno y no con varios días de agotamiento en un rol para el que, como veremos, no encajó en tesitura vocal –quizá sí en extensión, pero no en tesitura, es decir, la zona vocal del rango o extensión donde la voz está en plenitud y no forzada–.
El musicólogo Álvaro Torrente es en buena medida responsable de que esta obra haya sido expuesta en público por primera vez en España –no se trata de un «estreno en tiempos modernos», dado que este tuvo lugar por vez primera en Dallas, a cargo de Grover Wilkins y su Orchestra of New Spain, en 2018–, pues como responsable del Instituto Complutense de Ciencias Musicales [ICCMU] se empeñó en «vender» el título al Teatro Real. Por lo demás, él ha sido el encargado de llevar a cabo la edición crítica de la ópera utilizada para la ocasión –contando con Ana Llorens y Alberto Cubero como editores asociados de la partitura, y con Nicola Usula del libreto–. Torrente comenta algunos aspectos sobre esta ópera en las notas al programa que merecen ser citados: «La ópera Achille in Sciro desarrolla las aventuras de un jovencísimo Achille, cuya madre, Tetis, ocultó en la isla de Esciros, disfrazado de doncella, entre las hijas del rey Licomede, para evitar que fuera a luchar y morir a la guerra de Troya. Allí se enamoró de la hija del rey, Deidamia, y la sedujo (o violó, según algunas fuentes). El mito clásico sirvió a Metastasio para escribir un drama sobre un hombre travestido de mujer, recurso muy común en la ópera del siglo XVII pero que había sido prácticamente erradicado en la opera seria. Su libreto evita los elementos trágicos habituales en el género para desarrollar un drama psicológico donde el conflicto real no se produce entre personajes antagonistas, enfrentados por el amor de una mujer o el poder de un reino, sino en el interior del alma de Achille, donde luchan dos fuerzas aparentemente irreconciliables: la dulzura amorosa y la nobleza de espíritu que el joven manifiesta hacia Deidamia, y el alma de guerrero ansioso de glorias militares. Toda la ópera es una tensión permanente entre estas dos fuerzas, ilustradas la una por las vestimentas femeninas, la cítara y el amor, y la otra por la espada y el yelmo. Como ha propuesto Javier Gomá en Aquiles en el gineceo, su dilema le obliga a escoger entre una inmortalidad dulce pero anónima o la mortalidad que conlleva la gloria eterna».
Continúa con su aproximación: «Achille tiene un papel protagónico en esta ópera por encima de las convenciones del género, ya que sus siete números musicales superan con creces los de otros protagonistas, Deidamia y Licomede (cuatro cada uno) y Ulisse y Teagene (tres). Esta distribución no tiene un correlato exacto en la presencia escénica de los personajes, ya que mientras Licomede solo aparece en ocho de las 37 escenas, su hija lo hace en 13 y Achille en 22. Todas las arias del héroe tienen como tema central el amor, cada una con un carácter diferente, desde el impetuoso y protector en el primer acto a la entrega más absoluta a principios del segundo, pasando por el fingimiento cortesano o la dulce pero firme despedida en las dos últimas arias. El rey de Esciros parece vivir al margen de los hechos y utiliza sus arias para intentar guiar los acontecimientos, ya sea ordenando el matrimonio de Deidamia con Teagene, pidiendo ayuda a Pirra para convencer a su hija de la boda o decidiendo el destino final de los amantes. En cambio, la princesa vive intensamente todo el conflicto y va expresando sus emociones en las arias: su despecho por la volubilidad de Achille, su rechazo a Teagene, la desolación ante la inminente partida de su amado o la servidumbre absoluta al amor que siente por el pélida, además de un intenso accompagnato en el que maldice su traición. Ulisse, con solo tres arias, interviene en dieciséis escenas, lo que le da una participación excepcional en la trama, confirmando que, en esta ópera, el peso dramático del personaje no se refleja en el número de arias. Es una ópera, sí, pero también un auténtico drama en el que Ulisse es el verdadero antagonista, porque es quien provoca la peripecia, el cambio definitivo del curso de la acción. En cambio, el secondo uomo, Teagene, como prometido de Deidamia, parece ser el antagonista del héroe, pero desde el principio se deja fascinar por la supuesta damisela de fiero carácter que responde al nombre de Pirra, hasta quedar prendado de ella cuando canta un aria a «la amable fiereza que amenaza». Para compensar su mínimo peso dramático (apenas nueve escenas), Teagene disfruta de otros dos momentos estelares: el aria de confusión que cierra del segundo acto y la brillante aria con trompeta en la que renuncia a sus pretensiones sobre la princesa, aplaudiendo el enlace de los dos jóvenes que parece escrito por los dioses. La sutil comicidad del libreto se percibe también en otras escenas. […] Pietro Metastasio escribió el libreto de Achille in Sciro para el matrimonio de la archiduquesa María Teresa (la futura emperatriz) con Leopoldo de Lorena, y se estrenó en Viena el 13 de febrero de 1736 con música de Antonio Caldara. El poeta escribió el drama en solo dieciocho días, un esfuerzo «que se da la mano con lo imposible», según escribe el propio autor a su hermano. El mismo texto musicado por Domenico Sarro sirvió para inaugurar un año más tarde el Teatro San Carlo de Nápoles. La versión madrileña se estrenó el 8 de diciembre de 1744 en el Coliseo del Buen Retiro para celebrar la boda de la infanta María Teresa Rafaela con el delfín Luis de Francia, hijo de Luis XV. […] Esta fue la tercera boda dinástica española celebrada con una ópera, todas compuestas por el maestro de la Capilla Real Francesco Corselli (1705-1778), que previamente había puesto música a Alessandro nell’Indie para el matrimonio de Carlos y María Amalia de Sajonia (1738), y Farnace para el enlace de Felipe con Luisa Isabel de Francia (1739). Estas tres obras son clave en el proceso de instauración de la ópera de corte en España que se inició en 1738 con la llegada de una compañía estable al servicio de los reyes, primero basada en el Coliseo de los Caños del Peral (ubicado donde se halla actualmente el Teatro Real) y posteriormente en el Coliseo del Buen Retiro».
Y concluye: «Achille in Sciro se estrenó en el Real Coliseo del Buen Retiro, bajo la dirección artística de Farinelli y con escenografía y maquinaria diseñadas por Santiago Bonavía, lo que requirió más de un centenar de trabajadores a lo largo de once semanas que costaron el equivalente a un millón de euros. En la preparación de los decorados trabajaron ocho pintores, que se instalaron en el claustro de los Jerónimos para pintar los decorados de las siete mutazioni ideadas por Metastasio. Para que pudieran trabajar en pleno invierno fue necesario mantener dieciocho braseros permanentemente encendidos para templar el claustro. Corselli contó para el estreno con un elenco de lujo en el que destacaba Antonio Montagnana, uno de los primeros bajos líricos en la historia de la ópera […]. El rol de Achille, interpretado en el estreno vienés por el castrado Salimbeni, y en Nápoles por la alto Vittoria Tesi, fue cantado en Madrid por la soprano española María Heras, una cantante extraordinaria, como revelan tanto la riqueza y diversidad de la música de Corselli como las elogiosas palabras que le dedicó Isabel de Farnesio: ‘No dirías que es española; pronuncia muy bien y canta completamente al gusto italiano. Si no hubiera sabido que es española no lo habría notado. En fin, es como una pequeña [Vittoria] Tesi pero con mejor voz». El hecho de que el personaje de Achille fuera cantado por una mujer añadió un punto adicional de ironía a la producción, al presentar en escena a una mujer disfrazada de hombre interpretando a un hombre disfrazado de mujer, en una suerte de travestismo doppio. Francesco Corselli construyó una soberbia partitura que entronca con el estilo galante de mediados de siglo, en la que aprovecha para explorar detalles contrapuntísticos entre voz y orquesta o incursiones armónicas inesperadas, alcanzando una enorme diversidad expresiva en las numerosas arias da capo que se adaptan cuidadosamente a cada personaje. Además, saca partido al papel estructural que el libreto concede al coro, para el que crea tres grandiosas escenas: la fiesta de Baco al inicio de la ópera, la escena del festín durante la que Achille entona su canto, y finalmente el coro áulico, que sirve de cierre. La instrumentación es usada con sutileza, añadiendo, a las habituales trompas y oboes, trompetas y timbales en las escenas con reminiscencias bélicas, así como mandolina y flautas en la escena central de Achille. A esto hay que añadir tres arias con instrumentos obligados en el tercer acto, cuidadosamente seleccionados para construir una apoteosis sonora: salterio acompañado de flautas para el aria final de Achille, violín solista en la última intervención de Deidamia y finalmente una trompeta solista en la última aria de Teagene, que precede a la más sobria conclusión de Licomede. El final de la ópera modifica necesariamente la versión vienesa para adaptarla al evento epitalámico madrileño: Licomede, o quizás ya Antonio Montagnana, dirige una licenza encomiástica al rey Felipe V, seguida de un majestuoso coro con toda la orquesta ensalzando al rey y a su dinastía».
Es precisamente dicha circunstancia –que es descubierta de forma plena y clarificadora al espectador al final de la ópera– la que aprovecha la directora Mariame Clément para plantear su concepto escénico, un puente tendido entre la Antigüedad griega –donde los personajes desarrollan la trama original– y la corte dieciochesca –referencia al libreto y el motivo por el que se compuso la obra–, con la infanta pululando de forma [casi] omnipresente por todas las escenas e interactuando –a su manera, muda y discreta– con los personajes, en un trabajo de expresiva contención bien elaborado por la actriz Katia Klein. Por lo demás, la trama se desarrolla como base en una gruta, por la que transcurre un río que es solventado por un puente, de manera que los cantantes pueden deambular por toda la escena con libertad total, aportando un enorme dinamismo. Con leves cuatro cambios escénicos –dos de ellos en el segundo acto, aprovechando el descanso del espectáculo–, el espacio toma referencias más y menos evidentes a aspectos del libreto, destacando el acto final, con la presencia de una enorme quilla del barco en el Achille pretende marcharse de la isla acompañado de Ulisse y su séquito hacia la guerra, pero también con la aparición de varias esculturas, que no solo definen la escena a nivel temporal, sino que se aprovechan muy bien para las referencias que de unas estatuas se hace en el propio libreto, cuando Ulisse quiere herir el orgullo masculino y guerrero del protagonista. Clément defiende que «la ópera ha inventado lo queer», y en cierta forma tiene razón, pues el uso del travestismo en la ópera es un recurso verdaderamente reconocible en los inicios del género, igual que lo fue la utilización a conveniencia de mujeres y hombres para cada rol, sin tener en cuenta el aspecto de género en puridad. Como ejemplo, el estreno de la obra en Madrid –sucesivos estrenos en Viena y Nápoles fueron protagonizados por otros cantantes–, para el cual se contó con varias mujeres para personajes masculinos y femeninos, con un único castrati [Nearco] y un bajo para el regio rol de Licomede. Muy interesante, por lo demás, el trabajo escenográfico y de vestuario a cargo de Julia Hansen, de coloraciones rosáceas y verdosas, muy apacibles estéticamente –algo que fue amplificado gracias a la tarea en la iluminación de Ulrik Gad–, cuidando mucho la elección cromática también en la vestimenta –blanco para los personajes nobles de Esciros, ocres y azules para los guerreros griegos, quedando el toque más rococó, sobre amarillos y un azul borbónico, para los personajes de la corte dieciochesca–. Viendo de dónde venimos en el Real con las óperas barrocas, puede decirse que sin duda este Achille in Sciro ha supuesto un enorme éxito en lo puramente escénico y dramatúrgico, pues sin bien el planteamiento tiene notables decisiones artísticas, Clément y su equipo han logrado no solo no enturbiar el sentido dramático de la obra, sino amplificarlo en muchos momentos.
En el apartado vocal puede decirse que el reparto cumplió con un notable las exigencias vocales, en mayor y menor grado de adaptación según su cualidades y el rol interpretado. Lo peor que puede decirse de Gabriel Díaz es que sufrió de forma muy evidente en el cumplimiento de su papel, pero cabría preguntarse de quién es la culpa. Obviamente, en ningún caso del falsetista español, al que falta de entrega y un convencimiento total en el personaje no se le pueden achacar en forma alguna. Es la dirección artística del Real la que ha de seleccionar los cantantes, no ya más aptos vocalmente –lo cual no siempre es sinónimo de éxito–, sino aquellos que por su vocalidad mejor se adaptan al rol. No fue el caso, porque la tesitura de Díaz no está preparada para acoger con los mínimos exigibles un papel con este rango vocal y de exigencia. Papel muy agudo para su voz, la tensión en la zona alta era constante, tanto es así que el timbre se vuelve estridente, pierde la calidez que sí tiene en la zona media y todo el brillo que puede atesorar en otros momentos. Optó por atacar y lanzarse con todo hacia los agudos, una decisión quizá más razonada sobre cuestiones de mera adaptación a un resultado artístico anhelado que por salubridad vocal. Es una lástima, porque el personaje presenta hasta un total de siete arias, alguna de ellas con un planteamiento instrumental muy interesante, incluyendo mandolina, flautas de pico –bien defendidas por los oboístas Pedro Castro y José Manuel Cuadrado– y un salterio –tañido con exquisita musicalidad por Heidelore Schauer, a pesar de la amplificación; aria, por cierto, en cuya sección B se añadieron guitarra barroca y castañuelas, en un guiño a la españolidad de Corselli–. Por lo demás, los cambios al registro de pecho –un papel con una extensión vocal muy amplia en algunos momentos– resultaron excesivamente contrastantes en color y emisión, muy poco homogéneos, llegando a obscurecer en exceso y engolando en pasajes concretos. Mucho mejor en la zona central, defendió asimismo la coloratura con enorme pundonor, aunque en algunas arias esta se tornó poco fluida, mejor resuelta en las arias de tempo más calmado –algo no muy habitual en las manos de Bolton–, algo que enfrentó con mayor seguridad en sus dos últimas arias, con un fraseo delicado y más naturalidad en las agilidades. Por lo demás, buena dicción y un trabajo escénico muy convincente, teniendo en cuenta que tuvo mucho menos tiempo que sus colegas para preparar su rol. Dicho todo esto, cabe felicitar al contratenor español por asumir, diría que en las mejores condiciones posibles dadas las circunstancias, un rol de esta complejidad y con toda la presión mediática que este título ha provocado. Sabedor, quizá, de que se trataba de una oportunidad única para él, puso toda la carne en el asador, aunque lamentablemente no fue suficiente para presentar en plenitud al protagonista del drama.
La otra gran protagonista fue la soprano italiana Francesca Aspromonte, quien encarnó a una Deidamia de poderosa proyección, timbre límpido, impecable brillo y un planteamiento escénico verosímil, contenida en el grado justo y en muy buena conexión con la/el Pirra/Achille de Díaz. En sus cuatro arias –y dos recitativos accompagnato nada desdeñables– dio muestras de su magnífica adaptabilidad al lenguaje barroco, que conoce bien –era una de las mayores especialistas del reparto–. Excelente trabajo en la zona alta de su voz, el registro medio llegó con algo menos de personalidad y un color de menor interés, elaborando con solidez la coloratura, habitual en varias de sus arias, aunque no siempre con delicadeza. Incluso en posiciones poco favorables al canto –una de las arias tumbada sobre las tablas del escenario– logró articular un personaje firme, en el que encajó con comodidad canora y fiabilidad dramática. Controló muy bien la tensión en momentos destacados, como en el primero de los dos imponentes accompagnatos, contrastando el segundo de ellos con un mayor lirismo, pero igualmente intenso. En la última de sus arias contó con la participación solista de Bojan Čičic, concertino de la agrupación para la ocasión, que solventó con correcta disposición, aunque sin alardes y un sonido no especialmente poderoso, la compleja escritura para el violín, armando un dúo de notable musicalidad con Deidamia.
El otro contratenor del reparto, el británico Tim Mead, fue el encargado de defender el rol de Ulisse, con tres arias en su haber. No es un cantante ajeno a la ópera, a pesar de que se trata de un cantante con una vocalidad de una calidez y resonancia que quizá le hacen más apto para oratorio y otros géneros sacros que para la escena barroca. Uno de los problemas de los falsetistas en la actualidad es que resulta muy difícil encontrar a uno con verdadera personalidad tímbrica, que sea reconocible con los ojos cerrados. Mead, me temo, no es buen ejemplo de ello –algo más Díaz, ciertamente, aunque en su rol protagónico, como ya se ha visto, su voz llegó muy desconfigurada–, y aunque escénicamente no resultó ajeno, vocalmente no presentó unas credenciales más allá de la corrección y una afinación muy cuidada, con una proyección en general suficiente para la sala, en un papel más adecuado para su voz, sin duda. Resolvió con brillantez, eso sí, los pasajes de coloratura, con la voz bien colocada, en una escritura vibrante que no palideció en su interpretación.
Por su parte, la soprano española Sabina Puértolas, bien conocida por los habituales del Real, se metió en la piel de Teagene –rol que juega a la dualidad masculino/femenino en la propuesta de Clément– con notable presencia, tanto vocal como actoral. Personaje con escasas arias, Corselli depara al mismo tres de los momentos más pirotécnicos vocalmente, puntos álgidos en el desarrollo del drama. Sin ser una especialista en el repertorio barroco, lo cierto es que Puértolas acogió con inteligencia la escritura brillante de su papel, no solo en las arias, sino cómodamente asentada en la prosodia de los recitativos e interactuando con fluidez con otros personajes, incluyendo la infanta. Aunque en algunas partes más lejanas del escenario, como el puente, su proyección llegó un poco diluida, en general equilibró bien su presencia vocal y descolló en unas agilidades fluidas y rítmicamente bien articuladas, aunque en algunos pasajes de su primera aria un poco adelantada al acompañamiento orquestal. La bravura de sus arias, acompañada con carácter poderoso y brillantez general por los metales, culminó con su tercer y última aria, que requiere de una trompeta solista –defendida con solidez general, aunque no sin ciertos sobresaltos, dada su exigencia, por Bruno Fernandes, que estuvo acompañado en labores orquestales por el siempre seguro Ricard Casañ–, con la que Teagene dialoga en unos pasajes de escritura homofónica que requirieron aquí de un trabajo más depurado en detalle.
El único papel para voz grave masculina recayó sobre el bajo italiano Mirco Palazzi, que defendió un Licomede de sonoridades cobrizas, cuya música –como sucede con Achille– presenta una escritura siempre muy característica. El universo sonoro en el que se mueve, lo marcial, noble y regio, acude en las tres arias, representado por una escritura rítmicamente poderosa, con profusión de metales y agilidades, y con un registro que plantea pocas incursiones hacia el agudo, zona en la que no se mueve con holgura. Palazzi posee un registro grave bastante carnoso, denso, con buen recorrido, aunque falto de cierta fineza en emisión y fraseo. Movió con destreza las agilidades, con una actuación en general solventada con corrección, en parte gracias al sustento de una agrupación orquestal que se adaptó muy bien al acompañamiento de los solistas.
Para concluir, los dos tenores del reparto cumplieron con nota sus discretos, aunque necesarios roles. Comenzando por el siempre diestro en estas lides Juan Sancho, Nearco en el drama, quien a pesar de tener tan solo un aria –fantástica, por cierto–, es una figura fundamental en el desarrollo de la trama, como tutor de Achille. Excelente en lo escénico, descolló como ninguno de los solistas en su labor en los recitativos: expresivo, excelente en la prosodia, vehemente y de notable peso a nivel vocal. En su aria mostró redondez, con un agudo bastante controlado –salvo un par de saltos en los que el sonido se fue hacia atrás, sin recorrido– y una coloratura que planteó con gracilidad y cierta vis cómica. Por su parte, el polaco Krystian Adam fue la gran sorpresa de la producción. Su Arcade, confidente de Ulisse y personaje menos trascendente en la trama, tuvo solo dos momentos para su lucimiento, que sin duda supo aprovechar. La belleza de su timbre, de cálidas y áureas resonancias, una emisión tan cómoda en el agudo como aposentada en la zona media-grave, con una dicción excelentemente trabajada y un fraseo rebosante de sutileza, hicieron de su rol un verdadero –aunque breve– disfrute. Un cantante de extrema finura y gusto, que se adaptó con excelencia al papel y al que habrá que seguir de cerca.
Sigo sin comprar la machacona idea que el Real pretende convertir en realidad de que Ivor Bolton es un especialista en ópera barroca. Que haya dirigido bastantes títulos –especialmente «handelianos»– no le hace un especialista. No al menos con los resultados mostrados –cabe recordar, por otro lado, aquella La Calisto de escaso interés que dirigió allá por 2019 en el Real–. Ver su gesto es preguntarse cómo los músicos logran comprender algo –algunas veces marcando tarde, incluso–, pero al César lo que es del César, lo cierto es que aquí desarrolló algunas buenas ideas que funcionaron, tanto en lo musical como a nivel dramatúrgico. A pesar de ser un director en general un punto anodino, implementó unos tempi ligeros, suficientes para dinamizar las arias, pero sin forzar el límite orquestal, sobre todo de la cuerda, que es quien soportó –junto al omnipresente continuo– el peso de las tres horas de drama. Se rodeó de unos muy capaces instrumentistas, comenzando por la Orquesta Barroca de Sevilla –que está ya consolidando su renombre a nivel internacional gracias a hitos como este–, a la que se unió el Monteverdi Continuo Ensemble, agrupación formada por el propio Bolton para la interpretación del continuo en los espectáculos escénicos en los que está involucrado, y que contó aquí con la española Mercedes Ruiz al violonchelo barroco, miembro estable de la OBS desde hace años. La sección de cuerda fue lo más destacado, con un trabajo bastante solvente en lo relativo a la afinidad y la compactación sónica, con un empaste y afinación notables, aunque si bien no perfectos a lo largo de toda la ópera. El balance es siempre una cuestión muy compleja en la acústica del Real, pero puede decirse que, para alguien en una localidad de cierta garantía sonora, el trabajo de la cuerda [7/7/4/3/2] llegó con suficiente claridad, aunque faltó algo más de presencia de una bien nutrida sección de violas. Excelente labor la realizada por los violonchelos de Alejandra Saturno y Ester Domingo, que junto a Ruiz realizaron una encomiable labor en el bajo orquestal, amplificados por la profundidad aportada por Ventura Rico e Ismael Campanero a los contrabajos –en una suerte de dupla entre solvencia experiencial y talento juvenil que funcionó muy bien–. Correctas, especialmente destacables en la obertura y algunas arias de particular carácter marcial, las trompas de Rafel Mira y Vicent Serra, a los que únicamente faltó moderar un poco su intensidad en equilibrio con toda la orquesta. Encomiable la labor del continuo, Roderick Shaw al clave, acompañado por un activo Bolton en los recitativos, y, aunque apenas audibles en muchos momentos, Joy Smith al arpa doble y Michael Freimuth al chitarrone. Es cierto que Bolton quiso poner mucho énfasis en el desarrollo de los recitativos, como medio muy evidente de expresión en una ópera como esta –algo que no siempre se tiene en cuenta por igual–, y lo consiguió en muchos momentos. Completó el elenco un Coro del Teatro Real reducido, pero numeroso para lo habitual en estos casos, al que se quiso dar un empaque acorde a la presencia que requiere en el drama. Cumplieron con corrección, buena presencia, una afinación bastante ajustada y unas intervenciones de cuarteto solista que no desmerecieron en el devenir general.
Si ya una producción de ópera cualquiera supone un ingente esfuerzo, tanto personal como económico, hacerlo con una ópera prácticamente desconocida, que tuvo que ser retomada varias temporadas después de su estreno previsto y que no contó con el solista previsto para el rol titular, es sin duda una muestra de poderío por parte del Real. Creo que en general pueden estar satisfechos, pues, aunque han bailado sobre cristales durante todas estas semanas, lo han hecho pertrechados con buenas suelas y con convicción. Si al final este esfuerzo ha logrado convencer al público de que la ópera también puede ser barroca –más allá de Monteverdi y Handel–, que en España se hacía muy buena música en el siglo XVIII y que este patrimonio merece ser rescatado, creo que habrán conseguido mucho más que «pegarse un buen baile». Veremos qué sucede en el futuro. Ojalá esto no haya sido fruto tan solo de una carambola y haya que esperar diez o quince años para volver a ver algo como esto…
Fotografías: Javier del Real/Teatro Real.
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