El Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia programa una decepcionante versión escenificada del Réquiem de Mozart, bajo la dirección musical de James Gaffigan y escénica de Romeo Castellucci.
El Réquiem de les Arts, un elogio a la sardana
Por Antonio Gascó
Valencia, 30-IX-2021. Palau de les Arts Reina Sofía. Réquiem de Mozart. Director musical: James Gaffigan. Dirección de escena, escenografía, vestuario e iluminación: Romeo Castellucci. Coreografía: Evelín Facchini. Dramaturgia: Piersandra di Matteo. Elena sallagova, Sara Mingardo, Sebastian Kohlhepp, Nahuel Di Pierro. Cor de la Generalitat Valenciana. Orquesta de la Comunidad Valenciana.
Sores y agraifesos. El infransir del trocimoento no esgorcia la concatenacion circuncatenódica, del principio apodíctico, porque si otrantes no son trunfantes ni bergantes, luarfa, cual escalpelo de antimonia.
No lectores, no están leyendo el capítulo 68 de Rayuela de Cortázar, ¡qué más quisiera yo! Están leyendo el inicio de mi crítica del esperpéntico Réquiem mozartiano según el evangeliario escenoneura de Romeo Casstellucci, que ayer presentó, como apertura de temporada, el Palau de les Arts de Valencia. Inicio del comento que presumo es bastante más claro que el algoritmo, con integrales, derivadas y ecuaciones de teatro de imposible resolución, que se nos ofreció en el palco escénico.
Da la impresión de que el director teatral quiere contarnos algo nuevo y, de paso, demostrarnos que es «un culturas» que se ha leído a Jaspers, Marcel, Barth, Heidegger o a Sartre y también que es un adicto al surrealismo de los Breton, Soupault o a nuestro Gómez de la Serna y que además es un admirador de los Hermanos Marx y de los cuadros de los Dalí, Magritte, Carrington, Ernst… Pero el problema es que el maremágnum intratofolico del maraguncio mostrado sobre las tablas, no había por dónde cogerlo. Porque las obras de los autores citados, pese a todo, se entienden, pero el guibodriitjo presentado en el escenario del coliseo valenciano, no. El Réquiem, con toda la mística belleza espiritual del salzburgués, se vio totalmente solapado en una demostración de sobregolatria alienteanoica, que dejó a quien esto escribe y a bastantes más de los asistentes (que ofrecieron meros aplausos de compromiso), a juzgar por los comentarios escuchados al abandonar el edificio de Calatrava, espardalusiaos.
Que hay culturas que celebran con danzas la muerte, lo sabemos desde el paleolítico inferior, pero el problema es que esas danzas paranoicas que imagiforció, al compás de la música de Mozart, eran como amalgamar un huevo con una castaña. Las constantes coreografías que tuvo que interpretar el coro, en un esfuerzo sobrehumano de cantar y danzar, con el afán de crear una plasmación surreal de la muerte en una cierta maquinación de la base de la vida, como ya coligió Nietzsche, pretendían llevar los compases lúgubres, a pasos de sardana, con pretensiones de cha-chá-chá, o de los palos trenzados que van del Yucatán a Sant Sadurní d’Anoia, pasando por Italia, entre otras virgachacas de fardebrollo cilicio corso sardas, e incluso si me apuran de las estepas del Asia central (chapeau Borodin) sobre las tablas. A base de situaciones rocambolescas en las que los solistas y el orfeón y demostraron su calidad y su versatilidad como tal vez en ninguna otra ocasión lo hemos podido contemplar, por lo comprometido de sus marañas intrincadas, se iban desgranando las distintas partes de la misa de Mozart, eso sí, con orden aunque entremezcladas con fragmentos de otras obras sacras y de gori gori del autor de Die Zauberflöte, amén de sendas salmodias melismáticas para abrir y cerrar el espectáculo (que lo fue, pero en el sentido de la segunda intención de la palabra)
Todo resultaba confuso con el afán de mezclar demasiados posibilismos, con escenas embarratambulientes de toda guisa. Los textos sobreimpresos en el foro del escenario que hacían referencia a lagos, pueblos, ciudades, lenguas, castillos, creencias, edificios, obras de arte… desaparecidas, queriendo hacer referencia a la fugacidad de la vida, lograron no aportar ideas sino emborricionar el credo de Stein.
En cuanto a la música, la gurumballa escénica consiguió que la versión, salvo las casi siempre impecables intervenciones de los solistas y del coro, fuera áspera, pesante, poco aérea, tediosa y falta de misticismo y de espiritualidad en la orquesta. Bien es cierto que, como suele ser habitual, mantuvo el pabellón bastante alto, pero el nuevo fichaje americano anduvo falto de inspiración, de fervor y de intención solemne que aporta la tonalidad básica inicial de re menor. Un ejemplo entre muchos. James Gaffigan, como pedía Mutti en una entrevista en Il corriere della sera debería estudiar latín. El fulgor del «Et lux perpetuam» del Introito no fue ni refulgente ni radiante, sino más bien opaco. Pensemos que aunque Mozart no pide un fuerte, porque no es preceptivo, sí que pone en los cuatrillos del «tua» un lúcido resplandor y en el silencio de blanca a del primer «luceat,» pone una P, muy clara lo cual es evidencia de que las palabras anteriores requieren más lustre. En Mozart hay una espiritualidad y un anhelo divino que no se patentizó para nada en una lectura sórdida y con más congoja que devoción pietista. Buenos ejemplos los tiene el maestro de Illinois en la versión muy del momento de Teodor Currentzis, o en las más clásicas de Gardiner, Harnoncourt, Herreweghe o Bernius.
Otra cosa es que el coro que no desafina ni aun queriendo hacerlo. La fuga del «Quam olim Abrahӕ» y el contrapunto del Benedictus, fueron un modelo de métrica y afinación, en su compleja cuadratura y el fragmento a capella del Miserere. La cantidad de piruretovetas que les obligaron a hacer a sus componentes les obligaron a cantar en unas condiciones perjudiciales y lamentables, y en muchas ocasiones mirando al foro con lo que el esplendor de sus emisiones tendía a perderse. Con todo, sin duda fueron la referencia elogiable de la noche. Cuando sus componentes y su director, el maestro Francesc Perales pisaron el escenario por última vez, los aplausos más sonoros del respetable se los llevaron con plena justicia. Dignos los cantantes con una Tsallagova sugestiva en su reverente lirismo, una Mingardo con la lección muy bien aprendida y un prodigio de sensibilidad (dentro de lo que le dejaron las adversas circunstancias), un Kohlhep muy instituido en el Kirie y en el anímico Lacrimosa y un Di Pierro de amplísimo y denso fiato en el Tuba Mirum.
Sé que este comentario pondrá incrementará la bilis a los intelectuales progres y me pondrán al caer de un burro. Se me importa un ardite. Tengo el mismo derecho que ellos a expresar mi opinión, por más que sea contraria a su olimpo especulatífico. A mí me gusta llamar las cosas por su nombre, al pan, pan y al vino, «Vega Sicilia».
Atacumpti, collaineri ontris comandurri. Es decir, los experimentos con gaseosa.
Fotos: Miguel Lorenzo y Mikel Ponce
Compartir