La visita del Ballet Nacional de España a la ciudad de Málaga, tras tres años de ausencia, ha supuesto la oportunidad de contemplar los cambios acaecidos tras la llegada de un nuevo director, una pandemia, y la recuperación del ambiente cultural
Un ballet a tableaux, un ballet tableau
Por María José Ruiz Mayordomo | @Mjoseruizm
Málaga, 29 y 30 de octubre de 2022, Teatro Cervantes. Ballet Nacional de España. Dirección: Rubén Olmo. La Bella Otero [Rubén Olmo]. Patricia Guerrero [Carolina Otero], Maribel Gallardo [Madame Otero], Rubén Olmo [Rasputín], Miguel Ángel Corbacho [Cocainas, Don José, Leopoldo II de Bélgica], Francisco Velasco [Cura, Erest A. Jurgens], Sergio García [Duque, Eduard VII de Gales], Inmaculada Salomón [Carmen, Emilienne d'Alençon], Eduardo Martínez [Maestro de ceremonias Bellini, Alberto I de Mónaco], Miriam Mendoza [Manuela, Cléo de Mérode, Can-can, pueblo], José Manuel Benítez [Paquito, hombre, Nicolás II de Rusia], Carlos Sánchez [Escamillo, hombre, pueblo, séquito], Albert Hernández [Rayen, séquito, pueblo], Sara Arévalo [Loie Fuller, can-an, dama]. Cuerpo de Baile. Composición musical: Manuel Busto, Alejandro Cruz, Agustín Diassera, Rarefolk, Diego Losada, Víctor Márquez, Enrique Bermúdez y Pau Vallet. Interpretación musical: Orquesta Fundación Barenboim-Said (dirección: Manuel Busto), Rarefolk, y músicos flamencos del BNE.
Surge pocas veces la oportunidad de disfrutar de un espectáculo madurado en el ánfora de las representaciones continuadas en el tiempo: ésta es una de ellas. Por lo general, las críticas y reflexiones sobre propuestas coreoescénicas –más o menos innovativas– tienen lugar a raíz de su debut, cuando la obra se encuentra iniciando el periplo de asentamiento.
La visita del Ballet Nacional de España a la ciudad de Málaga, tras tres años de ausencia, ha supuesto la oportunidad de contemplar los cambios acaecidos tras la llegada de un nuevo director, una pandemia, y la recuperación del ambiente cultural.
Lleno total del Teatro Cervantes, con público variado y entregado que refleja el interés por la Danza Española escénica y la acogida entusiasta que suscitan las pocas oportunidades para su contemplación y disfrute.
Rompiendo la línea de ballets argumentales con protagonista femenina mitológica, el Ballet Nacional de España abordó, hace más de un año, la tarea de colocar en escena una creación que abarcara en su totalidad el programa, con hilo argumental para procurar acaparar la atención del espectador.
En esta ocasión, un personaje real con sustentación literara, histórica, y relacionado con la serie de figuras femeninas decimonónicas protagonista de crónicas sociales, escándalos sentimentales y actividad escénica cuyas figuras más representativa fueran Lola Montes, o más recientemente Raquel Miller. En este caso, la elección ha recaído en un personaje paradigmático: Agustina Otero Iglesias «La bella Otero».
Larga sucesión de aventuras, entre ensayos, funciones, giras, cenas, fiestas, homenajes y súplicas de enamorados de todas clases (Les Souvenirs et la Vie Intime de la Belle Otero, 1926).
A partir de ahí, se desarrolla a modo de sucesión de tableaux vivants la configuración del espectáculo, situada en la denominada Belle Epoque, muy lejos de los anteriores hilos conductores utilizados en otras propuestas (Medea, Romance, Sorolla, Electra) supone la incorporación de novedades tanto temporales como estéticas, e incluso geográficas.
La elección de soporte musical plural proporciona una base sonora en la que se apoya la creación cinética. Base que recoge el testigo iniciado con Sorolla en lo que podría denominarse sinfonismo coreo-cinematográfico, trufado de guiños o referencias tanto a compositores españoles (Veiga,Tárrega, Sarasate, Falla, Granados), como norteamericanos (Gershwin, Bernstein, Dvorak) pasados por la lejana influencia de figuras como Max Steiner o John Williams.
Junto a ella, adaptaciones de Bizet y la incrustación del madrileño Federico Chueca rememorando el célebre dúo de la zarzuela arrevistada El año pasado por agua (1889, teatro Apolo de Madrid) que en su día estrenaran el actor Julio Ruiz (interpretándose a sí mismo) y la soprano Leocadia Alba en el papel de la modistilla.
En esta ocasión, música grabada y voces en directo, renunciando a cualquier tipo de asistencia tecnológica salvo la necesaria amplificación. Cabe destacar la inclusión del trío de guitarristas flamencos del propio ballet, que se integran en escena durante el cuadro del Café cantante.
Para la elaboración del libreto, ha sido escogido Gregor Acuña-Pohl, autor con experiencia en la elaboración de dramaturgia para la Compañía Nacional de Danza (Carmen), Nederlans Dance Theatre NDT (Brisa), Ballets de Montecarlo (Petroushka) o Artebaletto (Don Juan).
Partiendo del libreto, dividido en cuadros separados entre sí, sobre cobijo musical de hechuras variadas y con vestuario diseñado por Yaiza Pinillos, habitual colaboradora de la Compañía, la autoría de la coreografía se encuetra firmada por el director del BNE, Rubén Olmo (Premio Max y Premio Nacional de Danza), e inmerso en la escenografía diseñada por Eduardo Moreno, de factura sencilla, sostenible y efectiva.
Lejos del abanico formal de la Danza Española escénica, el público malagueño ha tenido la oportunidad de contemplar fragmentos de marcado tinte contemporaneizante, en el que –por poner un ejemplo– el uso de formas españolas como el Baile Bolero se encuentra ausente para dar paso a sincretismos, tanto formales como de contenido, del baile flamenco con pinceladas folklóricas nacionales, incursiones en formas del music-hall francés como el can-can, inmortalizado musicalmente en su dia por Offenbach (Orfeo en los infiernos) y pictóricamente por Toulouse-Lautrec, pasando por alusiones al cine musical americano en la órbita de Gene Kelly (Un americano en París), y puestas escénicas rozando lo operístico como la célebre habanera de Carmen compuesta por Bizet, que pervive en nuestro recuerdo protagonizada por Teresa Berganza y Plácido Domingo con dirección escénica de Piero Faggioni y bajo la batuta de Claudio Abbado.
También la sutil alusión escenográfica a la puesta en escena de La Bohème para el cuadro de la la fiesta en el cuadro dedicado a «Maxims».
Importante asimismo el espectro de referencias al pasado próximo del Ballet: los mantones de manila de Sorolla para el cuadro flamenco o la escena gallega de Romance. El uso de la tela vaporosa de seda –en anteriores ocasiones inserto como elemento lineal– queda esta vez justificado por el inciso dedicado Loie Fuller, musa del modernismo. E incluso la minúscula referencia coréutica a la Fantasía galaica de Antonio Ruiz Soler «Antonio» ataviada con referencias a la documentación antropológica visual del fotógrafo Laurent.
El vestuario, como signo de representación, incorpora asimismo elementos cinematográficos. Queda clara la alusión a My Fair Lady, sustituyendo el hipódromo de Ascot por un imaginario Bois de Boulogne, y Las Zapatillas rojas con otro imaginario Leonide Massine como maestro de danza, al que en esta ocasión da vida Eduardo Martínez, encargado de arropar al personaje protagonista en distintas ocasiones en un loable ejercicio de versatilidad y adaptabilidad.
Idéntica versatilidad, para Francisco Velasco, en una velada alusión a Donald O'Connor en la mítica «Make 'Em Laugh» de Singin' in the rain (1952), y Albert Hernández en otra voláti alusión a Un Ameriano en París y Gene Kelly.
El cuerpo de baile muestra signos de asentamiento, uniformidad y disciplina propias de una compañía estatal con más de cuarenta años de solera. Dividido en múltiples ocasiones para facilitar los complicados cambios de vestuario, utilizado como figuración y servicio de escena, luce en todo su esplendor tanto al principio como al final del espectáculo.
Tanto para solistas como para el cuerpo de baile, queda esbozado el aspecto gestual e incluso pantomímico, con tintes de cine mudo acorde con el espíritu modernista vodevilesco que tiñe buena parte de la función, cuyo desarrollo coreodramático varía en función del tableau vivant a mostrar.
Y justamente, entre brochazos coreográficos, pasan ante el espectador los destellos del devenir vital de la protagonista en un viaje constante que se detiene en ninguna parte, con los colores de la paleta estética que proporcionan tanto la indumentaria como la escenografía y los espacios sonoros creados por la música y el percutir de pies de los intérpretes coreográficos.
Todo ello coronado por un final mitológico en que la rueca de Ariadna –en nuestro imaginario inmortalizada por Velázquez en Las hilanderas– invertida y empuñada por una Bella Otero joven, representa el hilo de la vida y de la muerte que da paso a la anciana Carolina, que abandona el espacio escénico lentamente, del mismo modo que entró, para cerrar el círulo con el peregrinaje del pueblo gitano que en segundo plano simboliza la rueda.
En resumen, un espectáculo variado desde todos los prismas, que invita a reflexionar, en clave de producción con abundantes medios, sobre el ascenso, clímax y declive de una de las figuras femeninas entresiglos que pudo traspasar el ámbito de la leyenda en vida, para dejarnos con la esperanza de disfrutar en breve la nueva producción de nuestro Ballet Español insignia, el Ballet Nacional de España.
Fotografía: Ballet Nacional de España.
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