El clavecinista español, uno de los más destacados a nivel mundial de su generación, ofreció un inteligente y excelso recorrido por los sones coloniales y españoles, en el marco del ciclo El orbe musical de la Monarquía Hispánica, en un recital en el que brilló la figura de Sebastián de Albero
De Albero, Zipoli y otros sones
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 21-I-2023, Fundación Juan March. El clave, de España a las colonias [ciclo El orbe musical de la Monarquía Hispánica]. Obras de Juan Pérez Bocanegra, Francisco Correa de Arauxo, Domenico Zipoli, Sebastián de Albero y anónimos. Digo Ares [clave].
La obra de Albero refleja la nueva luz con la que se ilumina el panorama musical. No trata la tradición polifónica con desdén, sino que se sirve de un nuevo lenguaje para infundirle un renovado dinamismo, imprimiendo a sus fugas una personalidad casi teatral. ¿Teatro? ¡Naturalmente!, y por consiguiente: ópera.
Diego Ares.
No tenía ante sí Diego Ares una tarea sencilla. Au contraire, pero al clavecinista gallego parece no ponérsele nada por delante, como así demostró en esta segunda cita del ciclo El orbe musical de la Monarquía Hispánica, programado a lo largo de varios sábados entre enero y febrero en la Fundación Juan March. El programa, que como es habitual en la institución tiene que adaptarse cual guante a la visión programática del ciclo, llevaba por título El clave, de España a las colonias, un recorrido con distinto planteamiento al resto de programas del ciclo, pues como se indica desde la March: «Junto a los repertorios vocales en castellano, latín o incluso lenguas indígenas (como el quechua), en las colonias españolas también sonaron obras instrumentales, destinadas principalmente al clave. Es natural que la influencia musical española fuera notable, pero también se dejó sentir la italiana, en particular a través de Domenico Zipoli. Este músico toscano, establecido en la Córdoba argentina tras pasar por Roma y Sevilla, está considerado el principal compositor de música para clave del periodo colonial. […] Asimismo, el navarro Sebastián de Albero es considerado como uno de los representantes de esta escuela más importantes en España. La difusión de sus obras en el Nuevo Mundo confirma el triunfo del lenguaje italiano».
Así, el programa presentó dos bloques claramente diferenciados, uno primero con obras procedentes de anónimos, también algunos autores conocidos, en lugares como Cuzco, la Reducción de San Rafael y en algunos libros con música española. El segundo bloque, de una mayor enjundia en cuanto a la factura de las piezas, estuvo protagonizado por dos nombres propios de suma importancia en la difusión de la tecla en estilo italiano en territorios del Nuevo Mundo, como fueron el italiano Domenico Zipoli y el español Sebastián de Albero.
Comenzó el recital con una pieza curiosa, un arreglo para tecla de célebre himno procesional mariano «Hanacpachap Cussicuinin», atribuido al círculo de Juan Pérez Bocanegra (c. 1560-1645), que se inició de forma sobria, con la escritura original totalmente silábica y homofónica, plasmada con la armonización original, sin introducir adorno alguno. En origen se trata de una obra estrófica, es decir, que repite una misma melodía para varios textos distintos, lo que favorece en esencia el planteamiento de Ares aquí, glosando –ornamentaciones más o menos improvisadas– cada repetición de la melodía, aunque no recurrió a muchas repeticiones, introduciendo unas glosas sumamente idiomáticas, tanto para el clave como por adaptarse excepcionalmente bien a la melodía de origen. De nuevo, antes de concluir, recurrió a la escritura sobrio y homofónico, logran un gran impacto a través del contraste.
Del organista español Francisco Correa de Arauxo (1584-1654), continuando en el entorno de las ornamentaciones, Tres glosas sobre el canto llano de la Inmaculada Concepción –también conocido por el texto cantado «Todo el mundo en general»–, pieza perteneciente a su magna Facultad Orgánica [1626], perfilando muy bien el original, aunque las glosas llegaron con menor gracilidad, sin brillar a la altura de la capacidad del clavecinista gallego, aunque logró encajar los ornamentos con mucha corrección en el discurso acórdico de la pieza.
Del libro Sones mo órgano [1746] ofreció una selección, con cuatro obras anónimas y una atribución a Zipoli. Como indica Miguel P. Juárez: «Desde las Misiones Jesuíticas de Chiquitos (Bolivia) llega un manual musical didáctico con piezas para teclado, anotadas hacia 1746. Probablemente por obra del gran misionero Martin Schmid S.J. (1694-1772) se debe esta recopilación de piezas para teclado (órgano, clave y monacordio), de extraordinario valor artístico y didáctico. Las mismas han sido copiadas de diversas fuentes, entre ellas aparecen obras de Domenico Zipoli S.J., papeles de música seguramente obtenidos por el padre Schmid en Córdoba (Argentina), y más tarde difundidos en las Misiones de Chiquitos». Piezas de menor exigencia que las vendrán en el segundo bloque, aunque no por ello faltas de interés, comenzó con la Obra del tercer tono, que sí presenta una escritura contrapuntística de notable complejidad, articulando Ares con enorme claridad las frases, destacando sobremanera la agilidad mostrada en la mano derecha. En África, el juego entre ambos teclados sirvió para mostrar una faceta contrastante muy expresiva en la obra, cuya faceta rítmica resultó, por lo demás, de enorme interés en manos del clavecinista gallego. Suspiros, obra de gran carga descriptiva, fue amplificada todavía más en una versión rebosante de sutilezas, tanto en el toque como en los registros utilizados. Quitasol, la obra quizá más conocida de este libro, por su atribución a Domenico Zipoli, apareció como un impactante contraste de vigorosidad y luz sobre la escena de la March, clarificando Ares con excepcional fluidez el contrapunto en ambas manos.
El Libro de música de clavicímbalo del Sr. Dn. Francisco de Tejada resulta un caso curioso, pues se trata de «un manuscrito fechado en 1721 y conservado en la Biblioteca Nacional de España. Coincidiendo con la llegada de Domenico Scarlatti a nuestro país en 1729 y a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, el interés por el clave irá en aumento. Sin embargo, el contenido de este manuscrito se relaciona más directamente con otras colecciones de música ‘orgánica’ de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII que con la avalancha de nuevas sonatas inspiradas en el modelo scarlattiano. El Libro de Tejada no solo esconde pistas sobre un corpus musical en parte hoy desaparecido. Su importancia reside en los procesos que han llevado a la fijación de la música copiada en sus páginas, procesos íntimamente relacionados con técnicas de extemporización fuertemente arraigadas en la Península Ibérica. Se revela finalmente como una herramienta pedagógica idónea para acercar al estudiante de clave a la estética del barroco español», en palabras de la investigadora Patricia González en su artículo El libro de música para clavicímbalo del Sr. D. Fco. de Tejada: acercamiento al repertorio de los clavecinistas españoles hacia 1700 a través de un manuscrito encontrado en Sevilla, elaborado para el III Encuentro Iberoamericano de Jóvenes Musicólogos, celebrado en Sevilla en 2016. Del mismo ofreció otra breve selección, iniciada con Dos tonaditas de Navidad, de una factura sencilla, en la cual radica su encanto y amabilidad sonora, que se complica por momentos en unos adornos plasmados con gran certeza por Ares, antes de dar paso a la segunda de ellas, de resonancias mucho más populares, contrastando ambas con el uso de ambos teclados. Los Canarios contenidos en el libro son bastante particulares, pues apenas es posible reconocer el habitual tema de este tipo de piezas sobre un ostinato dado, lo que le aportó un interés especial, al menos para los connoiseseurs. Magníficamente articulada resultó la línea del bajo, sustentando unas ornamentaciones impecables en la mano derecha, dibujadas en un contraste dinámico exquisito entre ambos teclados. En el Minué se planteó un registro mixto con parte en clave-laúd sobre ambos teclados del instrumento, en un bajo arpegiado en el registro de laúd de extraordinaria finura. Sonido pleno de nuevo para la Giga en sol menor conclusiva, ejecutado con apabullante brillantez melódica.
Con la interpretación de la Suite n.º 2 en sol menor de Domenico Zipoli (1688-1726) dio comienzo el segundo bloque de la velada, sin duda el de mayor interés por la calidad intrínseca de las composiciones presentadas hasta el final del recital. Este compositor toscano, que tras hacer parte de su carrera como organista y compositor en su Italia natal [Firenze, Napoli y Roma] «ingresó en la Compañía de Jesús el 1 de julio de 1716, y poco después fue a Sevilla a esperar pasaje para la provincia del Paraguay. Con otros cincuenta y tres futuros misioneros jesuitas zarpó de Cádiz el 5 de abril de 1717. Después de una violenta tormenta, él y los demás desembarcaron en julio en Buenos Aires, y al cabo de quince días se dirigieron a Córdoba. En 1724 había completado con distinción los tres años requeridos de filosofía y teología en el Colegio Máximo de los jesuitas y en la universidad de Córdoba. Estaba preparado para recibir las órdenes sacerdotales en 1725, pero murió (de tuberculosis) sin recibirlas por falta de un obispo en Córdoba que lo ordenara ese año. Zipoli fue uno de los muchos excelentes músicos reclutados por los jesuitas entre 1650 y 1750 para trabajar en las llamadas reducciones del Paraguay. Su música fue muy solicitada en Sudamérica: el virrey de Lima pidió copias, y ya en 1784 se copió en Potosí una misa en tres partes con acompañamiento orquestal que se envió a Sucre (Alto Perú, actual Bolivia). Documentos jesuitas de 1728, 1732 y posteriores señalan su continua reputación hasta al menos 1774 en Yapeyú y otros pueblos indios guaraníes de los que los europeos estaban excluidos; en una misión, S Pedro y S Pablo, nueve ‘motetes’ de Zipoli figuraban entre los efectos dejados tras la expulsión de los jesuitas. En la década de 1970 se descubrieron unas veintitres obras de Zipoli (incluidas copias de piezas conocidas para teclado) entre una gran colección de manuscritos de las misiones de San Rafael y Santa Ana, en el este de Bolivia (ahora están depositadas en Concepción, Vicariato Apostólico de Ñuflo de Chávez). […] El encanto y la belleza de las obras para teclado de Zipoli de 1716 inspiraron su reedición en Londres por Walsh y en París (1741; sólo la música para clave). La primera parte, para órgano, consta de una brillante toccata a modo de prefacio seguida de cinco series de versos cortos, cada una de las cuales termina con una canzona (de las cuales la más elaborada es la última en sol menor), dos elevaciones, una postcomunión, un ofertorio y una pastoral de toques folclóricos. La segunda parte, para clave, contiene cuatro breves suites de danza y dos partitas (o variaciones). Zipoli se movía libremente entre las tonalidades, sincronizaba sus modulaciones de forma exquisita, nunca trabajaba un punto imitativo, hacía de la concisión una virtud y escribía melodías en lugar de meras líneas contrapuntísticas», según comenta Robert Stevenson.
Esta suite, de referencias muy claras del estilo italiano, se abrió con un Preludio, Largo de enorme sutilidad, con un manejo del trino en la mano derecha exquisito, construyendo además la melodía en ambas manos, con un trasvase entre ambas tan fluido como elegante. Le siguió una Corrente, Allegro cuya exigencia fue desenvuelta con una agilidad y limpieza imponentes, impecable especialmente en la mano izquierda. En la Sarabanda, Largo ofreció un momento para la quietud y la reflexión, plasmando con enorme expresión la reposada escritura. Concluyó la obra con Giga, Allegro resuelta con una eficacia superlativa y una apabullante seguridad virtuosística. Intercalada por una obra de Albero –de la que hablaremos más adelante–, la presencia de Zipoli se completó con dos piezas más: Pastorale. Largo y Retirada del Emperador de los Dominicos de España. En la primera, el carácter típico de una Pastorale del XVIII fue plasmado a la perfección, con el pedal en el bajo sobre el que se elevó una melodía de cierto vaivén, casi despreocupada, elaborada con suma elegancia por la mano derecha en el teclado superior. Un pasaje octavado en ascendente y una sección de escritura muy particular redondearon una interpretación de enorme altura. Interesante el contraste con la segunda pieza, de factura más regia, sustentada por unos acordes muy firmes de la mano izquierda sobre los que se elaboró una melodía de gran virtuosismo.
El otro gran protagonista de la velada fue el navarro Sebastián de Albero (1722-1756), autor al que Diego Ares tiene un especial aprecio y al que está dedicando muchos esfuerzos en los últimos meses –vienen por delante grabaciones sobre su obra, muy necesarias–. De este compositor dicen desde Ars Hispana lo siguiente: «En 1734, a la edad de doce años, fue admitido como infante de coro en la Catedral de Pamplona, institución en la que permaneció hasta 1739. Es posible que cantase como tiple segundo, ya que su firma aparece en el papel de esa voz en unas Vísperas conservadas en el archivo de la catedral navarra. En 1746 fue elegido organista de la Real Capilla de Madrid. Entonces eran organistas de la institución José de Nebra, Manuel Martín Delgado y Antonio Literes Montalvo (hijo del conocido compositor Antonio Literes), siendo maestro Francisco Corselli. En 1747 ingresó como quinto organista de la Real Capilla Joaquín Oxinaga. Durante estos años, Albero coincidió también en la Corte con el músico Domenico Scarlatti, que había llegado a España como maestro de música de la princesa (y luego reina) María Bárbara de Braganza. Albero se casó con Doña María Ángela de la Calle Manso, hija de Ángel de la Calle y de Josefa Manso, que aportó al matrimonio una rica dote, como heredera de su tío Fausto Manso, teniente de arquitecto de la villa de Madrid. En 1749, en calidad de organista de la Real Capilla, aprobó, junto a Nebra y Oxinaga, las Obras de órgano entre el antiguo y moderno estilo de José Elías, organista del Monasterio de las Descalzas Reales. Sebastián Albero murió en 1756, antes de cumplir los 34 años de edad». De su producción para teclado se han conservado únicamente dos colecciones, Sonatas para clavicordio y Obras para clavicordio o piano forte, sobre las que conviene puntualizar en el uso del término clavicordio, pues no hace referencia al instrumento de tecla que hoy día se conoce por dicho nombre –antecedente directo del fortepiano, con un mecanismo de martillos y no de plectro–, sino propiamente el clave, pues en la España del momento al clavicordio se le denominaba «monacordio». Aquí se interpretaron dos piezas, extraída cada una de ellas de una de las dos colecciones. Indican Ars Hipana, en su edición de las colecciones, que las Obras para clavicordio o piano forte «están dedicadas al rey Fernando VI y Albero las concibió tanto como un regalo de agradecimiento por haber sido nombrado organista como una prueba de que merecía el puesto. Están estructuradas en seis ‘trípticos’, formado cada uno de ellos por tres movimientos: una Recercata (preludio de medida libre), una Fuga y una Sonata». La Obra Sesta, por tanto, se inició con una Recercata de un contrapunto complejísimo, rebosante de escalas y arpegios que reclaman del teclista lo mejor de sí; afortunadamente, Ares tiene mucho para dar, como así quedó patente, ante la solidez y limpidez de su lectura. La Fuga central, de una exigencia apabullante –hay que destacar que, además, Ares tocó todo el recital de memoria–, fue iniciada con el sujeto muy firme, pero con cierta libertad, articulando las intrincadísimas líneas fugadas con pasmosa clarividencia, resolviendo los diversos escollos propuestos por Albero [movimiento paralelo, repetición de notas muy rápida, densidad de textura contrapuntística] con insultante facilidad. La Sonata que cierra la obra tripartita –de resonancias cercanas a un Scarlatti o un Soler– llegó en plenitud, resolviendo pasajes como las escalas cromáticas y los cruces de manos con enorme naturalidad.
Sin duda, puede decirse de Ares que es el mayor defensor y el intérprete más dotado a nivel mundial en la actualidad de la obra para tecla de Albero. Así fue refrendado con su versión de la Sonata n.º 10 en sol mayor, tomada de la colección titulada Sonatas para clavicordio, cuyo «manuscrito se encuentra en la Biblioteca Nazionale Marciana de Venecia. Parece ser que fue llevado a Italia por Farinelli, junto con otros manuscritos de sonatas de Scarlatti. Contiene 30 obras que se dividen en dos conjuntos simétricos de 14 sonatas bipartitas y una fuga. Las sonatas, además, están emparejadas de dos en dos, unidas por una misma tonalidad», aclaran nuevamente desde Ars Hispana. Detengámonos ahora, por un momento, en las consideraciones que el propio Ares tiene sobre su obra: «Albero, como organista primero de la corte, participaba en las fastuosas producciones operísticas organizadas por Farinelli. Esto le obligó a ser un experto acompañante de recitativos. En ellos era costumbre enriquecer las armonías con notas disonantes que, colocadas adecuadamente, causaban un efecto admirable y de extraordinaria belleza. Estas notas, conocidas como acciaccature y mordenti, eran el sello de calidad del buen acompañante. En sus recercatas, Albero da muestra de su absoluto dominio de este exquisito arte. Por el nombre, recercatas, muchos estudiosos han pretendido relacionar estas obras con las de mi tocayo renacentista Diego de Ortiz. Pero este término, en la tradición scarlattiana, era sinónimo de preludio. Si deseásemos encontrar algo comparable a estas recercatas deberíamos considerar los recitativos el modelo del que estas obras toman inspiración. Las sonatas de Albero son alegres ventanas que nos invitan a asomarnos a las calles de Madrid convirtiéndonos en espectadores de las escenas más alegres y encantadoras. Ritmos altaneros se suceden entre cantos de infinita ternura. Los decorados cambian con rapidez vertiginosa, la sonata parece una ópera concentrada en unos fugaces minutos». Un inicio de enorme fuerza, con poderosos acordes y una escritura rítmica exquisitamente resulta, dio paso a la sección principal, con un inteligentísimo trabajo interpretativo sobre los motivos que conforman el tema principal. Una visión rebosante de luz, pasión, devoción y talento, punto final para un recital e enorme altura, que fue de menos a más en cuanto a la calidad de la música, pero que mantuvo el habitual y desorbitado nivel del ejecutante.
Nada mejor que despedirse con el propio intérprete firmando unas palabras tan sentidas como ajustadas a una música que sin duda logró ensombrecer al resto del programa: «¿Qué nos hubiera deparado el arte de este joven navarro si la muerte no hubiera truncado su vida a una tan tierna edad? ¿Y qué hubiese sido de la memoria de un Scarlatti o de un Soler si la muerte hubiera sido tan despiadada con ellos como lo fue con Albero? La obra de Albero, llena de frescura, mantiene a su creador en un estado de eterna juventud. Escuchándola sentimos la presencia de un audaz y soñador virtuoso, dispuesto a dominar las extravagancias más insólitas con pasmosa discreción, como si de un confiado aprendiz de brujo se tratase».
Como regalo ante los vítores recibidos, el vigués interpretó una excepcional lectura de la Sonata para clave en do mayor, K 159, conocida como «la caccia», ejecutada con apabullante soltura en el trino y plasmada con una concepción muy singular del motivo que le da nombre a la sonata, repensado por Ares con la perspicacia que le caracteriza. Antes de abandonar el escenario definitivamente ofreció a los asistentes una pieza de factura propia, una breve visión casi neoimpresionista del instrumento, tan delicada y sutil como este es capaz de tornarse en las manos de uno de los mejores clavecinistas de su generación.
Fotografías: Dolores Iglesias/Archivo Fundación Juan March.
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