Por Magda Ruggeri Marchetti
Italia. Bolonia. Teatro Comunale. 11-III- 2018. Dirección musical: Jérémie Rhorer. Dirección escénica: Olivier Py. Escenografía y vestuario: Pierre-André Weitz. Iluminación: Bertrand Killy. Orquesta del Teatro Comunale de Bolonia.
Esta ópera sobre libreto de Emmet Lavery deriva del homónimo drama teatral de Georges Bernanos (1949) y se estrenó en 1957 en el Teatro alla Scala de Milán. Francis Poulenc comparte con Bernanos una profunda devoción católica que, a partir de cierto momento, inspira a ambos una producción fuertemente religiosa. De hecho, Dialogues des Carmélites trata de la fé, de la valentía frente a la perspectiva concreta del martirio, del miedo y sentido de la muerte, del valor de la oración por sí misma y por lo tanto justificadora de la existencia de comunidades religiosas dedicadas exclusivamente a ella («Priora.- [...] nous ne sommes pas une entreprise de mortification ou des conservatoires de vertus, nous sommes des maisons de prière [...]»), en contraposición al concepto de baluarte de la tiranía con que las ven los revolucionarios. Para la sensibilidad laica de hoy, el tema y sus profundidades teológicas y doctrinales católicas pueden parecer una superada y monocorde catequesis, pero no hay que ignorar el debate interior de intelectuales como Bernanos, creyentes, pero amantes de la justicia y la libertad, que intentan conjugar la Fé con los anhelos libertarios y sufren por los excesos y crímenes de la revolución teñida de la sangre de religiosos.
El espectáculo que acabamos de ver es una coproducción del Théâtre des Champs-Élysées de París con el Théâtre Royal de la Monnaie de Bruselas y ha ganado el “Grand Prix du Syndicat de la critique”. Es encomiable haberlo dado a conocer al público de Bolonia, donde no se había representado nunca. El montaje de Olivier Py es extraordinario y todo contribuye al éxito de una ópera basada en un hecho histórico: el 17 de julio de 1794, dieciséis monjas mueren bajo la guillotina por no renunciar a sus votos.
La escenografía, plenamente al servicio de la triste historia, está dominada por los tonos oscuros o el negro, hábitos conventuales grises y la excepción del blanco del noviciado o del martirio. Es un mérito indudable haber logrado un ambiente trágicamente sombrío y religiosamente solemne, evitando la parálisis y pobreza estéticas. Paneles deslizables transversal y verticalmente a distintas profundidades del escenario recortan una cruz o componen austeras salas conventuales, un desnudo bosque de tronco alto o la prisión donde terminan las religiosas, cuyo fondo se pierde en la perspectiva de una luminosa ventana de luz al final. El fondo es al comienzo sede de proyección de un vídeo de siluetas de motín revolucionario y, al final, de un sereno campo de estrellas de luminosidad dulcemente oscilante. Esta tónica general conoce una cesura temática y escénica: en su lecho de muerte, la Priora es presa de las dudas y la desesperación que ponen en crisis toda una vida de Fé. El espectador ve la clara celda desde lo alto: lecho y moribunda, mesilla y una silla están fijados en el fondo vertical, mientras la luz entra por una ventana situada en el suelo del escenario, convertido en pared. Los otros únicos momentos de claridad los encontramos en una evocación del Cenáculo con las catorce religiosas de blanco sentadas a los lados de la Priora, y dos escenas de la Pasión. Luces y sombras son fundamentales y contribuyen eficazmente al espectáculo.
El maestro Jérémie Rhorer sabe resaltar la refinada música de Poulenc, que se aleja de las vanguardias y expresa la tradición francesa, transfigurándola en el lenguaje neoclásico del “Grupo de los seis” del que es el mayor representante y que, especialmente en esta ópera, nos ofrece un lenguaje moderno en la armonía y en la instrumentación. La orquesta del Teatro Comunale, en gran forma, sigue perfectamente su lectura, que subraya los caracteres de los diferentes personajes y momentos, obteniendo de la partitura todo su potencial dramático en un crescendo que alcanza su clímax en el trágico final.
El elenco es de gran altura tanto vocal como dramáticamente. Hélène Guilmette, con magnífica voz, es una Blanche a quien no bastan el amor y protección del hogar familiar para vencer el miedo que la domina y se encierra en el convento sintiéndose inerme ante la vida, pero al final encuentra la fuerza de seguir a sus hermanas al cadalso. Sylvie Brunet, impecable mezzo, es una soberbia Madame de Croissy que sabe dibujar con gran oficio una moribunda, terriblemente sola en un lecho de verticalidad alegórica de la cruz, minada en el físico y con el alma presa del terror.
La fuerte personalidad y el timbre profundo de Sophie Koch (Mère Marie) contribuyen a crear un personaje enérgico, capaz de enfrentarse a los comisarios revolucionarios. Sandrine Piau, con voz fresca y limpia, encarna con gran personalidad a Constance, amiga de Blanche a quien intenta transmitir su alegría vital. Marie Adeline Henry es Madame Lidoine, sobre quien recae la difícil sucesión de Madame de Croissy como Priora. Satanislas de Barbeyrac, con gran dominio vocal y oficio en el fraseo, es el afectuoso y protectivo hermano de Blanche. Nicolas Cavallier, con voz amplia y generosa, dibuja un Marquis de la Force, padre de Blanche, lleno de ternura y preocupación por su hija. Óptimos también los intérpretes menores. Magnífica la prueba del coro, cuidadosamente preparado, como siempre, por Andrea Faidutti. Otro gran éxito del Teatro Comunale en este 2018, premiado por un público entusiasmado que ha aplaudido largamente y en pie.
Foto: Rocco Casaluci
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