El clavecinista francés inauguró este ciclo con un programa centrado en la principal figura para la tecla en la Italia de la primera mitad del XVII, G. Frescobaldi, así como en su más destacado pupilo, el alemán J.J. Froberger.
El clave reflexivo
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 5-III-2022, Fundación Juan March. El clave barroco italiano. Concierto I: Roma, la ciudad eterna. Obras de Girolamo Frescobaldi y Johann Jakob Froberger. Christophe Rousset [clave].
Las dos colecciones de 1615 ofrecen un compendio de los géneros del teclado de la época. Cada género está representado en su forma más pura, como para aclarar su identidad, y cada uno está ejemplificado por una serie de piezas que exhiben una amplia gama de posibilidades […] Al igual que el primer libro, su segundo volumen abarca otros géneros además de las tocatas, pero la concepción de algunos de ellos se ha ampliado considerablemente, en parte cruzando los mismos límites de género que estaban tan claramente marcados en las colecciones de 1615.
Alexander Silbiger, en Grove Music Online.
La Fundación Juan March ha planteado, en un ciclo de tres conciertos, un recorrido por El clave barroco italiano, que justifica de la siguiente manera: «El siglo XVII supuso la definitiva independencia del clave como instrumento solista. Con una escritura más diferenciada de la del órgano, el clave comenzó progresivamente a emanciparse de su función como bajo continuo en busca de elementos idiomáticos propios. En este proceso, Italia ocupó una posición central, y llegó a desarrollar un modelo particular de instrumento caracterizado por un único teclado, un toque ligero y una sonoridad modesta. Este ciclo pone el foco en Venecia, Nápoles y Roma, las principales ciudades en el cultivo de los nuevos géneros clavecinísticos: la suite con movimientos de danza, las piezas de carácter improvisado y, a partir de 1680, la sonata». Para el concierto inicial se contó con el clavecinista francés Christophe Rousset, uno de los más importantes desde hace décadas, conocedor de un vasto repertorio con el que a veces no se le asocia, o al menos no tanto como con los clavecinistas franceses, pero que sin embargo conoce muy bien. Bajo el título Roma, la ciudad eterna, se ofreció un recorrido por la principal figura de la tecla en esta ciudad a mediados del siglo XVII, el ferrarés Girolamo Frescobaldi (1583-1643), quien a pesar de viajar por algunas ciudades italianas y europeas a lo largo de su vida [Flandes, Mantova, Firenze], estableció en «la ciudad eterna» su centro musical.
Dice Fredrick Hammond que «Frescobaldi fue el primer compositor europeo importante que se concentró en la música instrumental. El volumen de sus obras para teclado que se conservan supera al de cualquier predecesor o contemporáneo y abarcan prácticamente todos los tipos de composición para teclado conocidos en la época. La base de su música es la antigua tradición del contrapunto franco-flamenco, absorbida en sus primeros años en Ferrara bajo la tutela de Luzzaschi. Esta tradición es la base de la construcción de su música a partir de células motívicas que se desarrollan mediante un proceso continuo de interacción, variación y transformación. La fértil imaginación musical de Frescobaldi se nutrió de muchas otras fuentes: los expresivos acordes y cromatismos del madrigal contemporáneo, los ritmos declamatorios y las figuras afectivas del recitativo de la seconda pratica, los brillantes preludios e interludios improvisados por virtuosos organistas de iglesia, las texturas libres y siempre cambiantes del laúd y la tiorba, y la vitalidad terrenal de las canciones y danzas populares. Su estilo para el teclado, en particular, se inspira en diversos elementos: de ferraristas como Luzzaschi y Ercole Pasquini, de venecianos como los Gabrieli y especialmente Merulo, y de napolitanos como Macque –en realidad del norte, vía Roma–, Trabaci y Mayone. Sin embargo, Frescobaldi no se limitó a emular los estilos, las formas y las convenciones apropiadas, sino que jugó con ellas, las enfrentó, las cruzó, las recreó y las puso patas arriba. Como pocos compositores antes que él, Frescobaldi asumió el reto de crear una narrativa musical sustancial que no se apoyara en un texto, un empeño que le siguió ocupando durante más de tres décadas de actividad creativa. En cada una de sus obras se desarrolla una trama única en el marco de un género, una instrumentación, un modo o un tipo tonal particular, o –especialmente en las obras contrapuntísticas– un obbligo [término del siglo XVII que indica un problema o tarea compositiva que el compositor decide tratar a lo largo de una pieza]. Las ideas musicales expuestas al principio sirven como personajes centrales y son llevadas a través de una sucesión de episodios en los que pueden sufrir repetidas transformaciones. En estos episodios, Frescobaldi se sirve de una amplia gama de estilos, a menudo tomando prestado de otros géneros; esta práctica, especialmente notable en las composiciones de la década de 1620 –por ejemplo, los capriccios y las tocatas y canzonas–, pero ya presente en sus primeras fantasías, le distingue de la mayoría de sus predecesores y contemporáneos, y permite que estas obras se mantengan durante períodos considerables. En la década de 1630, sus experimentos con las narraciones extensas incluían, además, la unión de diferentes formas de danza, ya sea como piezas separadas o con pasajes de transición. Especialmente novedoso fue su uso de cambios de tempo dramáticos entre secciones sucesivas. Aunque algunos cambios se consiguen mediante cambios de acento (modulación métrica) o proporciones mensurales, otros ya no están mediados por la continuidad del tactus, sino que se rigen por el afecto expresivo de cada episodio. Las ideas musicales o los temas en sí mismos se vuelven más distintivos e individuales a lo largo de los años, y por lo tanto más fáciles de seguir en sus viajes a través de los episodios. En las primeras obras tienden a derivar del lenguaje modal estereotipado y, en última instancia, derivado del canto de la polifonía renacentista, pero en las composiciones posteriores suelen incluir elementos triádicos o esbozar progresiones armónicas funcionales, y bastantes se basan en melodías y motivos populares fácilmente reconocibles –como la Bergamasca y el canto del cuco–».
Las obras aquí interpretadas pertenecen a dos de sus colecciones para tecla: Toccate e partite d’intavolatura di cimbalo… libro primo [Roma, 1615; con reediciones modificadas y adeciones en 1616 y 1637] e Il secondo libro di toccate, canzone, versi d’hinni, Magnificat, gagliarde, correnti et altre partite d’intavolatura di cembalo et organo [Roma, 1627], en cuyas portadas indica convenientemente el gran cargo de su vida: organista en San Pietro de Roma, a donde llegó a principios del siglo XVII para formar parte de la Cappella Giulia. Son numerosas y muy destacadas las virtudes de las que Rousset hizo gala en su visión de la música de Frescobaldi, aunque si hubiera que escoger tan solo una de ellas, sin duda el carácter reflexivo de su acercamiento sería lo más destacado. Hacía años que no escuchaba a Rousset al clave, desde aquel 2016 en el ya extinto Pórtico de Zamora –un recital que se recuerda, sin duda, por la introspección, mesura y hondura ofrecidas por el francés–, pero las sensaciones fueron muy similares a las de aquella ocasión, cuando ofreció una antología del clave en la Alemania de los siglos XVII y XVIII.
Del primero de los libros ofreció una selección, centrándose en los géneros de la toccata y la partita. Comenzó con la Toccata terza, F 2.03, en la que costó un poco entrar auditivamente, acostumbrados a otro instrumento muy diferente sobre el escenario de la March [Rousset tocó para la ocasión un clave italiano de un teclado realizado por Titus Crijnen en 2017, basado en un modelo de Giovanni Battista Giusti (1681)], pero rápidamente el ambiente se volvió tremendamente introspectivo, íntimo, sutil. Es música, la de Frescobaldi, de intrincado contrapunto, pero en absoluto banal, como en absoluto lo es la visión que el francés tiene de ella. Se tomó mucho tiempo en los silencios, dejando a la música espacio suficiente para nacer, respirar y extinguirse. La imitación motívica entre ambas manos llegó articulada con mucha claridad, haciendo gala de un trino exquisitamente sutil, además de una construcción muy inteligente de la estructura multiseccional de la obra. Las escalas con enorme rigurosidad rítmica, pero en ningún momento constreñidas en un marco inflexible. En la Toccata nona, F 2.09 demostró nuevamente que la sutileza y la agilidad en la ornamentación no están en absoluto enfrentados. Fantásticamente delineado el movimiento paralelo en las manos, al igual que el contrario, cuando cada una de las manos escalaba en direcciones opuestas por el teclado. Los acordes se presentaron en sus manos con peso, pero de ese que incita a reflexionar, no que corva la espalda, un recurso que Rousset utilizó con enorme efectividad. Entre ambas tocatas interpretó la Partite sopra l’Aria di Monicha, F 2.14 en la que la melodía original se deja entrever de forma velada, pero exquisitamente bien imbricada en el discurso contrapuntístico, construyendo las diversas variaciones sobre la misma con enorme refinamiento, en una visión calmada que no persiguió exacerbar el virtuosismo inútilmente. Resuelve siempre las cadencias sin apresuramiento, cediéndoles al tiempo para deleitar. Excepcional trabajo, de gran profundidad, en el que cabe destacar la exigencia para mantener la tensión, pero sin descuidar la homogeneidad de discurso en una obra multiseccional de tales dimensiones. En las tres breves piezas interpretadas sin solución de continuidad Balletto [F2.26], corrente [F2.27] e passacagli [F2.28] supo carácter a la perfección ese carácter más liviano y despreocupado, remarcando la escritura rítmica con desenvoltura, en la que las tres secciones quedaron meridianamente presentadas. La Passacaglia final, con esos impactantes acordes modulantes y sus pasajes de cierto cromatismo, fue uno de los momentos más destacados en una interpretación repleta de pulcritud.
Del Secondo libro interpretó diversas piezas, de nuevo entre los géneros de la toccata, la partita y el aria. Las Toccata seconda, F 3.02 y Toccata settima, F 3.07 se mantuvieron en la línea de los ejemplos del primero de los libros: lecturas enormemente reflexivas, contrapuntísticamente muy rigurosas, sin apresurar indebidamente los pasajes de mayor virtuosismo, que se reconocen como tal, pero pueden ser paladeados por el escuchante con mayor deleite, gran fluidez en el discurso, articulando los arpegios que abren la Toccata settima con mucha fluidez. No quiso imponer aquí de nuevo una visión exorbitada en lo virtuosístico, sino que dejó fluir la melodía, deteniéndose en las pausas como un recurso expresivo de imponente efecto. A la primera de esas tocatas le siguieron los únicos cinco ejemplos de gallardas en este libro, sus Cinque Gagliarde, F 3.27/31, resaltando el carácter de las danzas con excelso resultado, con flexibilidad rítmica, pero sin afectar al rigor contrapuntístico. La escritura acórdica tan interesante de la Gagliarda quarta fue, quizá, el momento de mayor disfrute aquí. Sin duda, una de las obras más estudiadas de Frescobaldi es su Toccata ottava di durezze e ligature, F 3.08, pues ejemplifica muy bien algunos rasgos de su estilo, sobre todo en lo relativo a los dos términos que acompañan el título de la obra: la dureza es un término originalmente utilizado en el siglo XVI para describir los «duros» efectos auditivos de la disonancia, aunque más tarde pasó a denotar un estilo de escritura para teclado a principios del siglo XVII, en el que se exploraba el cromatismo, las resoluciones irregulares y las disonancias audaces mediante disonancias [durezze] y suspensiones [ligature]. Aquí las disonancias llegaron rebosantes de tiempo y espacio, creando un impacto sonoro muy poderoso, al igual que los hicieron las inflexiones sobre las suspensiones acórdicas, como remarcando esos rasgos de estilo que Frescobaldi planteó aquí.
Ancidetimi Pur’ d’Arcadelt passagiato, F 3.12, Partite sopra passacagli, F 3.40 y Aria detta la Frescobalda, F 3.32 fueron las restantes obras del Secondo libro interpretadas en este recital, destacando las diferencias que mantienen con otros géneros. La primera de ellas es sin duda una regresión arcaizante a géneros tardorenacentistas, descritas aquí con una limpidez sonora y de discurso realmente imperiales, sin perder ni un ápice de hondura los pasajes sobre figuraciones vertiginosas. Brillante construcción desde el basso di passacaglia en la partita, reflejando con mucho efecto la escritura, que unas veces presenta en un plano más cercano el bajo y otras lo esconde de forma casi imperceptible. Articulación casi transparente en la melodía del aria, desarrollando las variaciones sobre la misma con gran diligencia. Antes de dar paso al otro compositor de esta velada matinal, Rousset regresó al Primo libro de 1615 para cerrar el bloque de Frescobaldi con una luminosa versión de Cento partite sopra passacagli, F 2.29, monumental ejemplo de inteligencia constructiva sobre un ostinato. Resulta admirable como el basso subyace a lo largo de toda la pieza, pero sin resultar evidente, reflejado así por el clavecinista francés en una versión muy perspicaz, ofreciendo todo un catálogo de decenas de formas de plantearse una variación sobre un motivo dado, en una obra tan multiseccional que a veces resulta difícil encontrar un discurso orgánico. Muchos fueron los momentos más admirables, como los pasajes de saltos melódicos de una a otra mano, tan fluidos y homogéneos como certeros en carácter, o los más disonantes, en los que Rousset se detuvo para darles aire, pero también aquellos de claro contraste en el exhibicionismo y una reposada introspección, o los que rebosan trinos y ornamentos de enorme impacto. Una lectura apabullante, que reflejó la enorme altura musical de Frescobaldi, pero también la de un Rousset al que no queda menos que alabar por su imponente conocimiento del repertorio.
El más famoso de los alumnos de Frescobaldi fue Johann Jakob Froberger (1616-1667), que acudió a Roma con una subvención de la corte imperial de Viena para estudiar entre 1637 y 1641. Considerado como el principal compositor alemán de música para teclado de mediados del siglo XVII, este organista de la corte de Viena, estudió con Frescobaldi en Roma y viajó por los Países Bajos, Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, creando un lenguaje personal enormemente distintivo a partir de rasgos estilísticos de la música para teclado italiana, francesa y alemana. Sus obras influyeron mucho en Louis Couperin y en los compositores alemanes de teclado hasta la época de Bach. Como indica Howard Schott, salvo dos motetes, «todas las composiciones existentes de Froberger son para teclado. Los tres volúmenes autógrafos de la Biblioteca Nacional de Austria contienen 12 tocatas, 12 ricercares, 12 suites, 12 caprichos, 6 fantasías y 6 canzonas. Solo se encuentran en fuentes secundarias otras 8 tocatas, 5 caprichos, una fantasía, 2 ricercares, 18 suites y algunos movimientos sueltos». De él se interpretaron su Toccata n.º 2 en re menor, FbWV 102 [Libro secondo di toccate, fantasie, canzone, allemande, courante, sarabande, gigue, et altre partite, 1649] y la Suite en re menor, FbWV 626. La música de Froberger tiene algo realmente especial, quizá sea esa mixtura de estilos tan particular, que resulta muy sorprendente y cambiante en cada género y pieza, pero diría que sobre todo es la apabullante profundidad de su planteamiento para la tecla lo que más impone. Probablemente por eso es uno de los compositores que mejor le sientan a Rousset, que hace con su música verdaderas maravillas de enorme trascendencia –sus dos grabaciones de hace años y, sobre todo, lo mostrado en este recital, así lo atestiguan–. Enorme fluidez en las escalas, con bastante flexibilidad de líneas, pero manteniendo la perspectiva rítmica con firmeza, definiendo con consistencia los movimientos paralelos en la Toccata n.º 2, con un estilo más italianizante, continuando la línea de su maestro con toques del stylus phantasticus. Sin embargo, en las suites –como en la aquí interpretada– se aprecia un color más francés. Dice Schott que «son las suites y los lamentos de Froberger los que lo sitúan como un compositor de singular importancia histórica. Independientemente de que no se le pueda considerar el único creador de la suite para teclado, lo cierto es que fue uno de sus pioneros. […] Al parecer, Froberger comenzó con una forma de tres movimientos que luego amplió a cuatro. En las primeras suites hay a menudo una conexión temática entre la Allemande y la Courante. Es el stylus choraicus –término de Kircher, literalmente 'estilo de danza'–, una monofonía de textura suelta animada por el style brisé de los laudistas franceses, lo que prevalece en las suites de Froberger. Las allemandes, en particular, muestran la influencia francesa, haciendo el uso más completo del estilo brisé, figuraciones tipo laúd que les dan vida rítmica». Aunque la secuencia habitual de los cuatro movimientos en sus suites era Allemande, Gigue, Courante y Sarabande, en esta suite altera la presencia de la Gigue, añadiéndola como movimiento conclusivo. La Allemande inaugural, con su inmensa profundidad en el bajo, logró epatar con su sonido envolvente, de una linealidad casi hipnótica, de nuevo tomándose un tiempo precioso y muy expresivo para los silencios y la resolución de los acordes. La Courante fue plasmada con un carácter calmo, pero a la vez luminoso, muy evocador. La Sarabande, como en los movimientos lentos, alcanzó unas cotas de paz y de hondura expresiva demoledoras, muy orgánicas, sin forzar en absoluto su esencia, dando además una vida impresionante a la línea del bajo, de gran independencia. Para concluir, la Gigue más enérgica y alegre, a pesar de que fue planteada con un tempo bastante pausado.
Un recital de primerísimo nivel y una apertura inmejorable para este interesante ciclo clavecinístico. Cabe desear tener a Rousset mucho más sobre los escenarios españoles, bien sea con su admirado repertorio francés, o bien –puestos a pedir– con una integral de la obra de Froberger, que en sus manos logra una dimensión descollante. Como regalo a los asistentes ofreció una lectura memorable del célebre Lamento sopra la dolorosa perdita della Real Mstà de Ferdinando IV, Rè de Romani tan reflexiva, inteligente, bien construida y emocionante que realmente logró sobrecoger. ¿Quién no puede subyugarse al pensar en Froberger imaginando el ascenso del monarca a los cielos en esa escala final de do mayor en la octava más aguda del instrumento? Lo dicho, una velada para el recuerdo, sin duda uno de los grandes momentos musicales en la que va de temporada.
Fotografías. Dolores Iglesias/Archivo Fundación Juan March.
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