Un comienzo alentador
Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona, 04-X-2021. Gran Teatro del Liceo. Richard Strauss: Ariadne auf Naxos. Paula Murrihy (Compositor), Johanni van Oostrum (Primadonna/Ariadne), David Pomeroy (Tenor/Bacchus), Sara Blanch (Zerbinetta), José Antonio López (Maestro de música), Roger Padullés (Maestro de danza), Josep Fadó (Un oficial), Jorge Rodríguez-Norton (Un peluquero), David Lagares (Un lacayo), (Arlequín), Sonia de Munck (Náyade), Anaïs Masllorens (Dríade), Núria Vilà (Echo), Vicenç Esteve (Scaramuccio), Alex Rosen (Truffaldino), Juan Noval-Moro (Brighella), Maik Solbach (El mayordomo), Jordi Vicente (Hombre más rico de Viena), Gisela Graça (Su mujer). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Josep Pons. Dirección escénica: Katie Micthell.
La ópera ha vuelto al coliseo de Las Ramblas y ha vuelto también Richard Strauss tras aquella milagrosa Elektra de Chéreau y Herlitzius –y Pieczonka y Meier y Held y absolutamente todos sus artífices– de 2016 que sigue ardiendo en la memoria de todos aquellos que tuvimos la fortuna de presenciarla. Volver a empezar es alumbrar una esperanza y lo cierto es que iniciar una nueva temporada con una ópera como Ariadne auf Naxos es una bella forma de acrecentar esa esperanza, a todas luces mayor que la que presumiblemente albergan, en la obra de Strauss y Hofmannsthal, los ociosos invitados en la casa del hombre más rico de Viena ante el espectáculo que ha de amenizar su noche antes del colofón de los fuegos artificiales.
Para la ocasión, el Liceu ha importado el montaje de la ópera straussiana que Katie Mitchell presentó en el Festival d’Aix-en-Provence de 2018, una producción que aporta tres novedades indiscutibles, a saber, la conversión del personaje del Compositor en una Compositora (lo que implica que ya no se trate de un personaje travestido); el alumbramiento de un retoño por parte de Ariadne; la personificación escénica del «hombre más rico de Viena» y también de su esposa, así como la añadidura de algunas líneas de texto para el primero, quien, al final de la representación dentro de obra, se interroga irónicamente sobre el futuro de la ópera. Si estas novedades revisten o no alguna importancia cabría preguntárselo a la Sra. Mitchell, puesto que el montaje las revela más bien como vacuas imposturas: verbigracia, la misma lógica que ha convertido al Compositor en Compositora podría haber convertido también al hombre más rico de Viena en la mujer más rica de esa ciudad imperial, y así sucesivamente. No obstante, estas fruslerías que impostan una innovación transgresora no molestan en demasía y vale decir que, en el plano visual, el montaje resulta atractivo tanto por una escenografía vistosa como por una dirección de actores esmerada que aporta un más que apreciable dinamismo sobre las tablas. Todo ello, sin renunciar, por supuesto, a los lugares comunes de las escenificaciones contemporáneas: asépticos salones burgueses, luces led, coreografías que orillan la puerilidad, etc.
Hecha esta puntualización sobre la producción y antes de acometer el repaso de los distintos artífices de la función, cabría dar cuenta de un suceso insólito que afeó el inicio de la representación y es que durante once larguísimos minutos las voces del escenario sonaron amplificadas, con una molesta reverberación que propició miradas cruzadas de desconcierto entre el director y los músicos del foso. La extraña situación hizo presagiar un detenimiento de la representación, pero el maestro Pons siguió adelante y, como he avanzado, mediados los once primeros minutos, el problema quedó solventado.
Bien es cierto que hace ya muchos años que los teatros de ópera están equipados con equipos de microfonía destinados a registrar fonográficamente las representaciones, como también es bien sabido que, dentro del escenario, sí que existe una mínima amplificación del sonido de la orquesta para una mejor guía de los cantantes. Ahora bien, el inopinado percance que tuvo lugar en el Liceu no hizo sino avivar una vieja suspicacia que sobrevuela insidiosamente el mundo operístico: ¿de veras no hay amplificación en los teatros de ópera? La controvertida hipótesis de una velada adulteración de las voces –siempre azuzada por la rumorología– es algo que amenaza a la propia identidad de la ópera en la medida en que pone en entredicho su credibilidad y, a este tenor, no sorprende menos el incidente descrito que la reacción del público, fundamentalmente nula. Uno puede convenir en que en un teatro de ópera deben aborrecerse comportamientos viscerales más propios de un campo de fútbol o una plaza de toros. Sin embargo, lo contrario, es decir, la indolencia, suele ser el presagio de un desinterés que igualmente cabría prevenir.
A propósito de esta Ariadne auf Naxos, el Liceu ha alternado dos repartos y vale recordar aquí que uno de ellos, el que se vio en el estreno, había quedado previamente diezmado por la indisposición de la gran Irene Theorin, prevista como Primadonna/Ariadne y que suponía, de lejos, el mayor atractivo vocal de estas funciones. A la baja de Theorin se le sumó la de Brandon Jovanovich, quien había de asumir la exigente parte del Tenor/Bacchus. Sin embargo, afortunadamente, el reparto alternativo –objeto de esta crítica– quedó a salvo del gafe y permaneció íntegro, sin cambios y, en términos generales, mostró un equilibrio encomiable que a continuación trataré de glosar con mayor detalle.
La obra de Strauss y Hofmannsthal, como es sabido, plantea dos planos ficcionales: el del prólogo, en el que se muestran los preparativos de la función que ha de tener lugar en la casa del hombre más rico de Viena y que, en principio ha de constar de una ópera y una mascarada; y el del acto que constituye la ópera llamada Ariadne auf Naxos (o más bien, el resultado de su fundición con aquella prevista mascarada), es decir, la propia representación. En el decurso del prólogo, Paula Murrihy acaparó en buena medida la atención, en la piel de la Compositora. La mezzosoprano irlandesa mostró un buen acople escénico, pero vocalmente se vio a veces superada por un rol que crece gradualmente en exigencia. La de Murrihy es una voz de timbre interesante y de proyección no desdeñable, pero que adoleció de cierta falta de flexibilidad en el paso de un registro al otro, algo que quedó confirmado en algunas problemáticas ascensiones al agudo, un tanto rígidas. Por otro lado, el fraseo de la mezzosoprano no acreditó siempre la sofisticación que requiere la partitura, de manera que la Compositora de Murrihy, lejos de arrebatar –como sería de esperar al final del prólogo–, no rebasó los límites de una corrección poco memorable.
José Antonio López fue un Maestro de música de sonora proyección vocal, si bien se trata de un rol que merodea casi siempre por el recitativo y que no presenta demasiado interés melódico. Con todo, el barítono español cumplió sobradamente con las exigencias del personaje, con una presencia escénica dinámica. Por su parte, el tenor Roger Padullés dio vida al otro Maestro, el de danza. Sin poseer un timbre especialmente bello ni una proyección sobrada, Padullés defendió con solidez un rol que exige mayor presencia escénica que vocal.
Otro tenor español, Jorge Rodríguez-Norton, encarnó el testimonial personaje del peluquero con una voz de timbre poco atractivo, pero de emisión robusta y que rebasa notablemente la exigencia del rol, que no tiene más que unas pocas y muy puntuales frases.
El tenor Josep Fadó y el bajo David Lagares completaron buenamente la larga nómina de comprimarios, como un oficial y un lacayo, respectivamente.
Si bien intervienen en el prólogo, los demás roles tienen reservado su protagonismo en el acto de la ópera. Es el caso de la Primadonna/Ariadne, que fue encarnada con gusto y prestancia por Johanni van Oostrum. La Ariadne de la soprano sudafricana, que debutaba en el teatro barcelonés, exhibió una voz de proyección sólida y homogeneidad en todos los registros, con un timbre de bella claridad. Sin la amplitud y morbidez vocal de una Theorin o, por supuesto, de una Lise Davidsen (quien precisamente estrenó este montaje), la Ariadne de Van Oostrum defendió encomiablemente las bazas de una solidez técnica, un fraseo esmerado y una presencia escénica elegante y seductora, plenamente acorde al rol.
Una Ariadne, en definitiva, remarcable que tuvo un partenaire a su altura con el Bacchus de David Pomeroy, quien fue acaso la más feliz sorpresa de la representación.
No es ningún secreto la aversión de Strauss por los tenores, a quienes a menudo escarneció en sus óperas, reservándoles en varias ocasiones roles de personajes abyectos y ridículos (como el Herodes de Salome o el Aegisth en Elektra) u otros que parodian el arquetipo del tenor, como el Cantante italiano de Rosenkavalier o este Tenor/Bacchus. Si al primero Strauss lo obsequia con esa única intervención que es el aria «Di rigori armato il seno», tan bella como endiablada es su tesitura, en Ariadne auf Naxos la partitura ofrece a Bacchus, en el dúo con Ariadne que culmina la ópera, un canto absolutamente arrebatado, un dechado de frases de un lirismo completamente arrebatado, pero montadas sobre una tesitura inclemente, obstinada en la llamada zona de paso de la voz y con temerarios y repetidos acercamientos al registro agudo.
Pomeroy no solo logró salir airoso del desafío straussiano, sino que lo hizo sin amedrentarse, sin perder aplomo en ningún momento, merced a una voz de tenor plenamente spinto, con una proyección recia y timbre no especialmente cálido, pero sí atractivo. El tenor norteamericano acometió esas frases que, hacia el final de la ópera, prácticamente emulan una vocalidad wagneriana –«Du! Alles du!Ich bin ein anderer als ich war!»– con una seguridad encomiable, pero además sin menoscabo del fraseo de extrovertido y decadente lirismo que demanda la partitura. Sin lugar a duda, Pomeroy, que, como Van Oostrum, también debutaba en el Liceu, completó una actuación sin mácula.
Con todo, si hay en la ópera de Strauss un rol que de mayor relevancia que todos los demás, ese es el de Zerbinetta, un personaje bisagra entre el prólogo y el acto y, por ello –a diferencia de los demás personajes–, tiene una presencia significativa en las dos partes. Zerbinetta es el verdadero artífice de la ópera, el personaje que encandila y persuade a todos para que finalmente cumplan con esa exigencia del hombre más rico de Viena, a saber, la de fundir en una sola pieza lo que iban a ser dos: una ópera seria y una mascarada bufa.
En la memoria liceísta, permanece la Zerbinetta por antonomasia del teatro barcelonés, es decir, la de la gran Edita Gruberova. Con mayor razón, si cabe, puesto que la soprano eslovaca, que encarnó el rol en dos producciones distintas en el teatro de Las Ramblas, fue precisamente la última Zerbinetta vista en el Liceu, allá por 2002, y con ella ha tenido la oportunidad de preparar el rol Sara Blanch, la Zerbinetta de nuestra función. La carrera de esta joven soprano catalana, de un tiempo a esta parte, está empezando a tomar envergadura. Sin embargo, a su bella voz lírica le falta, hoy por hoy, mayor cuerpo para afrontar un rol como el de Zerbinetta. Blanch tiene presencia e incluso lo que antes se llamaba ángel sobre las tablas. Logra acaparar la atención en el escenario, pero el reto straussiano la desborda, y no por insuficiencia técnica, pues la soprano se muestra segura en todo momento, con una emisión homogénea, y canta con un fraseo indiscutiblemente musical, al mismo tiempo que dice siempre con la intención adecuada. Sin embargo, la voz se queda en el escenario, adoleciendo de una proyección insuficiente, lo cual es especialmente notorio en el prólogo, con todo el ir y venir de personajes que pululan por el escenario.
Esta carencia, sin embargo, no fue óbice para que Blanch ofreciera una interpretación remarcablemente seductora de «Großmächtige Prinzessin» que, como era de prever, le granjeó al final la más sonora ovación. No cabe duda de que Blanch supo sobreponerse con creces a todas las dificultades propuestas, sin descanso, por la partitura straussiana en esta parte. Blanch derrochó musicalidad, solidez técnica y encanto escénico en esa maravillosa –y casi hipertrofiada– intervención solista, pero ello no debe ocultar que Zerbinetta, junto a la flexibilidad lírica, exige una amplitud vocal que hoy por hoy la soprano catalana no posee.
Para completar el comentario sobre el elenco vocal, cabe hacer mención del buen trabajo, ya vocal como escénico de los encargados de dar vida, por una parte, al séquito de Ariadne: las ninfas Náyade, Dríade y Echo, a cargo respectivamente de la soprano Sonia de Munck, la mezzosoprano Anaïs Masllorens y la soprano Núria Vilà, habituales del Liceu; por otra parte, a la comitiva de Zerbinetta: los saltimbanquis Arlequín, Scaramuccio, Truffaldino y Brighella, impersonados respectivamente por el barítono Benjamin Appl, el siempre jovial tenor Vicenç Esteve, el bajo Alex Rosen y Juan Noval-Moro, de sonora voz de tenor.
El maestro titular del teatro, Josep Pons, timoneó la nave straussiana con cuidado en el detalle. Strauss escribió la partitura de Ariadne auf Naxos para una orquesta reducida, lo cual implica que la habitual complejidad de la escritura del compositor muniqués se vuelva más transparente. Pons trató –y logró, en más de una ocasión– de extraer de la orquesta del Liceu un sonido que ofreciera con claridad las distintas texturas de la partitura straussiana y obtuvo de su formación una respuesta siempre atenta. Cierto es también que la escritura de Strauss, que depara una entidad casi solista a cada instrumento, no permite que los músicos se abandonen una lectura perezosa y desvaída, como ocurre en ocasión de otros repertorios. Con todo, Pons culminó una interpretación en la que –como en él es costumbre– primó la pulcritud sobre la pasión, lo que no impidió que este escribiente se erizara de emoción con el final de la ópera, ese final que tan straussianamente se dilata, autocomplaciente y decadentemente. Fue bello volver a escuchar, en el Liceu, a Strauss emborrachándose de sí mismo, en este inicio tímidamente alentador de la nueva temporada.
Fotos: Web del Teatro del Liceo
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