El contratenor y líder de la agrupación historicista con sede en Basel continúa su residencia artística en el CNDM, y lo hace con un recital a dúo protagonizado por obras navideñas de Francisco Corselli, acompañado de la soprano Núria Rial
Navidad en Palacio
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 4-XII-2024, Auditorio Nacional de Madrid. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Villancicos y cantadas navideñas. Obras de Francisco Corselli, José de Nebra y Nicola Porpora. Núria Rial [soprano] • Ensemble Los Elementos | Alberto Miguélez Rouco [contratenor y dirección].
[Corselli] era de carácter noble, sin afectación y amable… respetado no sólo por los artistas que trabajaban bajo su dirección, sino también por sus conocidos […] pues poseía grandes habilidades así en cantar de tenor como en tocar el clave y el violín, y en componer música.
Francisco Asenjo Barbieri: papeles de la Biblioteca Nacional de Madrid, Mss. 14.084.
En el año 2021 salió al mercado una grabación del sello Pan Classics, registrada en la ciudad suiza de Basel un año antes, en lo que suponía el estreno como solista vocal de Alberto Miguélez Rouco, acompañado por su Ensemble Los Elementos. Estaba dedicado a cantadas de dos de los compositores que dominaron la escena musical madrileña en la primera mitad del XVIII: Corselli y Nebra. Tan solo tres años después, el joven contratenor y director musical de la agrupación está disfrutando en esta temporada de su residencia artística en el Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM], un honor reservado únicamente a unos pocos en la historia de una de las instituciones de mayor relevancia en la programación musical de nuestro país. Tras su imponente éxito en el concierto inaugural del ciclo Universo Barroco en la sala sinfónica, con la única ópera en español de Francisco Corselli (1705-1778), el alto coruñés ha elegido de nuevo a este compositor ítalo-español –una de sus pasiones, junto al aragonés José de Nebra– para su segunda cita en el ciclo, esta vez en formato de cámara, con un programa de cantadas y villancicos para las fechas navideñas que se aproximan, ninguna de ellas estrictamente inéditas, dado que ya han sido interpretadas –alguna de ellas grabada–, pero sí de muy notable interés musical. Acompañando a Miguélez Rouco estuvo la soprano catalana Núria Rial, un auténtico seguro cuando se trata de estos repertorios, y eso que Rial venía en sustitución de la soprano inicialmente anunciada, la francesa Deborah Cachet.
Dice Carlos González, trompista e investigador, en las notas al programa del disco de cantadas de Corselli y Nebra al que aludía anteriormente, que si Nebra no logró dominar por completo la escena musical de la corte española fue, en buena medida, a que estuvo «eclipsado por los italianos Domenico Scarlatti o Francisco Corselli o Courcelle. Este último, hijo del maestro de baile de Isabel de Farnesio (consorte real de Felipe V), había llegado a la corte española en 1733, donde fue bien recibido y pronto gozó de gran reputación. Comenzó a trabajar en la Real Cámara, y en 1738 sucedió a José de Torres (y a su sustituto Felipe Falconi) como maestro de la Real Capilla, cargo que ocuparía durante 40 años. Debido a la gran carga de trabajo de Corselli, Nebra, que mientras tanto había estado trabajando como organista, fue nombrado vicemaestro en 1751 y, de la mano del italiano, asumió la dirección de la Real Capilla. También trabajó como profesor de composición para María Bárbara de Portugal y, más tarde, como profesor de clave para el Infante Don Gabriel. Para la muerte de María Bárbara, reina consorte de Fernando VI, compuso el Oficio y Misa de Difuntos (1758), un encargo que curiosamente no fue a parar al Kapellmeister. A diferencia de muchas de sus otras obras, que cayeron rápidamente en el olvido, la Misa de Difuntos de Nebra siguió utilizándose hasta bien entrado el siglo XIX para los funerales reales y la celebración del Día de Difuntos».
Domenico Servitori: Retrato de Francesco Corselli [1772, Biblioteca Nacional de Esapaña].
Sobre el género protagonista de esta velada comenta lo que sigue: «El género de la cantada en España, derivado del término italiano cantata, surgió a finales del siglo XVII y floreció a lo largo del siglo XVIII. La influencia de la música italiana, y la creciente presencia de músicos italianos en el entorno de la nueva dinastía borbónica tras la Guerra de Sucesión, fue decisiva para el establecimiento definitivo de este género. En el contexto de la Capilla Real, podemos señalar como pionero de esta práctica a Sebastián Durón, a quien seguirían posteriormente su sucesor José de Torres, y Antonio Literes, entre otros. Su contenido suele estar dedicado a textos sagrados, a excepción de las cantadas humanas de contenido profano. Podría ser lógico pensar que estas cantadas se interpretaban en un contexto paralitúrgico, para ser incluidas en algunas ceremonias o fiestas, sustituyendo a los tradicionales y tan característicos villancicos españoles (a lo largo del siglo XVIII se produjo una hibridación de los géneros del villancico y la cantada). Entre las que tienen un texto sagrado, son frecuentes las cantadas dedicadas a las fiestas sacramentales (Corpus Christi, Las Cuarenta Horas o cualquier Eucaristía) o a otras fiestas como la Epifanía, la Navidad o la Asunción. La estructura de la cantada está estrechamente vinculada a la de la cantata solista italiana y, más concretamente, a la cantata napolitana. En España se conocía la música de Alessandro Scarlatti y de algunos de sus seguidores, como Pergolesi, Hasse, Porpora, Jommelli, Leo y Vinci, cuyas cantatas reflejan el estilo de su música teatral. Así, la estructura habitual consiste en un recitativo y un aria o dos recitativos y dos arias. Existen otras variantes en las que se introducen más números entre arias y recitativos o para concluir la pieza (graves, minués o minuetes…). Las arias suelen seguir la estructura del aria da capo A-B-A', comenzando normalmente con una introducción instrumental».
Comenzó la velada con «Rompa, Señor, mi acento», cantada al Santísimo con violines, Esta es una cantada, como la mayoría de las «compuestas en un contexto cortesano, interpretadas casi con toda seguridad por cantantes masculinos, y muy probablemente por castrados o –en terminología española– capones. Esta cantada fue escrita para Joseph Galicani, «'musico contralto’ de la capilla real desde 1749 hasta su muerte en 1771, y la fuente da el nombre del cantante en el título. En cuanto a la instrumentación, hoy en día suelen interpretarse con pequeños conjuntos, pero también podrían haberse interpretado con orquesta (por ejemplo, se conservan copias de partes instrumentales en algunas obras sacras compuestas para la Capilla Real). Es importante tener en cuenta el tamaño de la Capilla Real y el número de músicos que la componían a mediados del siglo XVIII. Hacia 1750 estaba formada por 12 violines, 4 violas, 3 violonchelos y 3 contrabajos, además de numerosos instrumentistas de viento, varios organistas (entre ellos José de Nebra, que con el tiempo llegó a ser primer organista y vice-maestro) y músicos cantores. En cuanto a los instrumentos de bajo continuo, el lugar del archilaúd ya había desaparecido en 1743, pero el del arpa (que se redujo de dos a una en la primera mitad del siglo) se mantuvo nominalmente al menos hasta 1759, aunque era un instrumento anticuado que se fue abandonando en la Capilla Real». A este respecto, dado que Miguélez Rouco llegó con un conjunto muy reducido –que también usó para la grabación en su día–, comenta lo siguiente acerca de su elección: «Aunque su interpretación habría sido posible con un conjunto más numeroso, decidí reunir a un pequeño grupo de instrumentistas para poder explorar la música de un modo más íntimo y camerístico. Aparte de los dos violines y los obligados instrumentos bajos, he elegido el arpa y el órgano (los dos instrumentos por excelencia de la música sacra española durante los siglos XVII y XVIII) para el acompañamiento. Aunque el arpa comenzó a desaparecer hacia mediados del siglo XVIII, en la Real Capilla de Madrid aún encontramos partes para arpa en obras de Nebra y Corselli hasta alrededor de 1750, y en México, donde se conservan las dos cantadas de Nebra de este CD, su uso se mantuvo sin duda durante más tiempo. En cuanto al órgano, hemos tenido la suerte de contar con un maravilloso órgano positivo de 5 registros construido por Deniel Perer, lo que nos ha permitido tocar con diferentes colores sonoros, enriqueciendo enormemente el resultado final».
Lamentablemente, el arpa no estuvo presente –por problemas sobrevenidos con la instrumentista–, por lo que la cuerda pulsada se representó únicamente con el archilaúd –un segundo archilaudista/tiorbista estaba anunciado, para suplir la ausencia del arpa, pero también tuvo que cancelar a última hora–, así que en ese sentido es cierto que la sonoridad quedó algo limitada en lo relativo al color –se echó especialmente de menos la presencia tímbrica del arpa de dos órdenes–, pero no debemos desdeñar por excepcional labor de Pablo FitzGerald al archilaúd, siempre presente, de toque refinado y dúctil en el acompañamiento, apostillando con exquisitez muchos pasajes, tanto en los recitados como en las arias, pero también en las obras puramente instrumentales. Sin contar, diría, con el órgano al que hace referencia el contratenor en sus notas, la presencia de Julio Caballero al positivo, alternando con el clave en otros momentos de la velada, es digna de mención por su firmeza y sobriedad en el continuo –cuando es menester–, pero también su exquisito y ricamente elaborado planteamiento en momentos sonoros de mayor ampulosidad, siempre certero y flexible. La voz de Alberto Miguélez Rouco, si bien es un cantante todavía joven al que le quedan por afianzar algunos aspectos de su canto, presenta algunas cualidades de notable interés: un timbre amable, generoso y redondo en la zona media, de sonoridades tirando a obscuras y con personalidad, brillo –aunque no excesivo– en la zona alta y un grave de trabajada homogeneidad con su registro de cabeza –si bien le falta algo de recorrido y presencia, incluso en una sala pequeña como esta–. Se manejó con soltura en la gestión del fiato, con filados de interés y una línea de canto notablemente expresiva, con gran carga dramática –quizá una de sus grandes virtudes–. Eso sí, ha de mejorar la dicción, porque el tratamiento prosódico es razonablemente bueno, pero no se entiende con claridad todo lo que canta. Comenzó la primera cantada con algunos desajustes de sonido en el unísono de los violines –la interpretación, como ya se ha señalado, se realizó a una voz por parte– en la introducción orquestal, de interesante escritura, dando paso sin solución de continuidad al recitado «Rompa, Señor, mi acento» con un solo muy virtuosístico del órgano positivo. El aria «Llegar quiero a ese manjar» sirvió para apreciar ya algunas de esas óptimas condiciones canoras del coruñés, también aquello que requiere de mejoras, con un agudo aquí que perdió algo de cuerpo con respecto a la zona central, acompañado de unos violines barrocos [Claudio Rado y Mauro Spinazzè] que negociaron con sutileza sus pasajes, aunque sin impactar a nivel sonoro y teniendo que solventar varios desajustes. Más destacado resultó el rico y elegante continuo, con el siempre destacado Giulio Padoin al violonchelo barroco. Exquisitamente refinadas llegaron las ornamentaciones vocales del da capo. Muy interesante el manejo de la densidad textural en el recitado «Confuso corazón», ampliando del archilaúd y violonchelo barroco iniciales al tutti del continuo, con gran carga teatral, dando paso a la vigorosa aria «De alterados elementos», muy destacada aquí en sendos violines, aunque nuevamente problemáticos en la gestión del unísono. Cuidada concertación general, con un equilibro entre solista y orquesta bien planteado. Los pasajes melismáticos más destacados llegaron con recorrido y proyección suficientes para la sala, destacando además la sección B del aria, de importante bravura, muy bien plasmada vocal e instrumentalmente, con exquisita naturalidad en el fraseo. La interpretación no contó con dirección explícita por parte del contratenor, así que cabe destacar el buen trabajo previo y, sobre todo, la organicidad de una plantilla acostumbrada a tocar junta desde hace tiempo.
Como interludio ante de la siguiente cantada llego una pieza puramente instrumental de José de Nebra (1702-1768), su Sinfonía n.º 8 en do mayor. Aunque no se explicitó nada al respecto de esta obra, entiendo que se trata de una versión para conjunto instrumental de una de las sinfonías para tecla del compositor bilbilitano que fueron redescubiertas en la década de 1980, pero puestas en valor tan sólo hace unos pocos años. Resulta interesante poder apreciar en ellas algunas de las influencias asimiladas en la corte, con ecos de compositores como Sebastián de Albero o Domenico Scarlatti, pero también, especialmente en esta Sinfonía VIII, influencias de los goûts réunies, con algunas danzas de corte afrancesado y presencia de números marcadamente italianizantes, e incluso siguiendo la tradición hispánica de la tecla en otros. Algunos movimientos –los indicados entre corchetes– carecen de indicación de tiempo, aunque se sugiere una posibilidad aquí, comenzando por el [Allegro] inaugural, de sonoridad bastante italiana, luminosa en el dúo de violines, aunque falta en ciertos momentos de articulaciones algo más limpias, con las secuencias melódicas bien perfiladas y un sonido del tutti compacto y bien balanceado. Es relevante destacar que la interpretación se realización sin la presencia del director de la agrupación, una decisión inteligente, dado que quizá no aportaría nada a lo expuesto por sus instrumentistas aquí. El Rondeau se abre con un dúo de violines a solo, que van mudando a lo largo de la danza con otros pasajes a tutti, marcando inteligentemente el devenir alternante del rondo. Exquisito aporte armónico-rítmico del clave aquí, además de una presencia tímbricamente muy cálida y efectiva del violonchelo barroco. Le siguieron otro [Allegro] y un nuevo Rondeau, el primero en un exquisito trío inicial a cargo del violín I, la viola barroca de sedosa sonoridad y articulaciones bien definidas –a cargo de Sara Gómez– y el chelo barroco, en una plasmación muy personal que incluyó un teatral accelerando final en el tutti orquestal; el segundo Rondeau, con solos muy correctos de ambos violinistas –destacó la calidez de toque y el mimo en la emisión del violín II–, además de la aportación impecable del archilaúd. El Minué subsiguiente, de evocadoras resonancias españolas, destacó de nuevo en el aporte de la viola, dando paso a un último [Allegro] muy vigoroso y poderoso en contraste, con contundencia del tutti, un movimiento muy breve, pero de imponente intensidad. La pieza se cerró con un [Despacio] cuidadoso y amable en el trío de cuerda, unido sin solución de continuidad a la siguiente cantada, con cambio de solista vocal.
«Hueco laurel frondoso», cantada de Navidad [Madrid, 1748] llegó en la voz siempre grácil, dulce y sutil de la soprano catalana Núria Rial, que ya desde el recitado inicial «Hueco laurel frondoso» mostró una dicción mucho más clara que su compañero en labores canoras. Su timbre siempre reconocible y luminoso se elevó ya en el aria «Planeta superior», de canto fluido, impecable musicalidad, cuidada emisión, proyección notable, agudo nítido y con brillo. Miguélez Rouco sí acudió esta vez a escena para hacerse cargo de la dirección musical, y lo hizo con su reconocible gesto, casi danzado, quizá poco académico, pero sí efectivo, guardando una importante conexión con sus músicos. Bien marcadas las articulaciones rítmicas de la escritura en esta aria, el planteamiento melismático lució ágil y orgánico en la voz de Rial, con un precioso fraseo en el da capo. Buen balance general, aunque en algunos momentos la presencia orquestal debió reducirse para facilitar la escucha de la solista. Dicción no del todo clara en el aria «Laurel que amparas», la plasmación vigorosa y rítmicamente vívida resultó muy efectiva en solista y acompañamiento, con un trabajo interesante en la acentuación de las frases. Gran solidez vocal, estuvo además expresiva en grado óptimo, acompañada con flexibilidad y fluidez por cuerdas y continuo, en una versión general muy notable, en la que se apreció el importante conocimiento de este repertorio.
El segundo interludio instrumental llegó con la firma del compositor napolitano Nicola Porpora (1686-1768). Su Sinfonia da camera en sol menor, op. 2, n.º 3 [London, 1736] es quizá la que más éxito ha obtenido de las seis de esta colección, con la que el musicógrafo Charles Burney no parecía estar muy conforme: «Porpora era un instructor tan excelente en el arte del canto, pues todos sus alumnos estaban orgullosos de tenerle por maestro. En 1736, durante su residencia en Inglaterra, publicó 6 Sinfonie da Camera, o Tríos para dos violines y bajo [...], pero estas [...] carecen de fantasía, y no son más adecuadas para un instrumento que para otro». Llega, inluso, a acusarle de emplear técnicas vocales que «hacen que la [música] instrumental sea escasa e insípida». Sin ser un gran dominar de la escena instrumental, Porpora sigue aquí la forma clásica del género sonata en trío: cuatro o cinco movimientos que alternan tiempos lentos y vivos, con una contribución igual de cada parte instrumental; esta es la forma que se impondrá en toda Europa, primero a través de su ejemplo –entre otros–, y luego a través de los músicos que acudían de toda Europa a estudiar en los célebres conservatorios de Nápoles. Concebida en cuatro movimientos, supieron los instrumentistas de Los Elementos –de nuevo sin dirección– plasmar el contrapunto ajustado del napolitano, con su riqueza melódica, dando espacio a cada solista para mostrar sus capacidades, pero concediendo un poderoso rango de importancia a la combinación tímbrica, especialmente dada la riqueza del continuo. En el Adagio sostenuto inicial los violines se mostraron cómodos en su estilo, sólidos en la técnica y jugando bien con el planteamiento contrapuntístico, con cierto fulgor sonoro y una afinación muy ajustada, jugando además con un efectivo aporte sobre las dinámicas bajas. El Allegro planteó ya un evidente virtuosismo, bien defendido aquí, sin excesivos alardes, con un bien trabajado balance entre las dos líneas altas y el bajo, destacando por su particularidad los pasajes a dos violines sin bajo, en un muy cuidado planteamiento de la textura, con el violín II en un mimado y resonante registro grave. El Adagio presenta un contrapunto denso, muy logrado en la defensa de los violines, con un acompañamiento que destacó por su plasticidad y maleabilidad tímbrica. Concluyó la obra con un Allegro brillante, con momentos imponentes para el lucimiento del violín I –correcto, pero sin impactar–, destacando sobremanera la desenvoltura de un continuo en el que el rasgueo del archilaúd y la presencia poderosa del clave marcaron su devenir. Precisamente el clave a solo enlazó el final de la obra con la última de las cantadas del programa, regresando a Corselli, pero en esta ocasión a dúo y en el género del villancico.
«Felicísimo Alcino», villancico de Navidad a dúo está conformado únicamente por un recitado inicial al que sigue un dúo final. «Felicísimo Alcino» llegó con un acompañamiento del bajo bastante sobrio, sustentando una presencia vocal de notable organicidad, con ambos solistas encajando bien tanto en afinación como en empaste y balance sonoro. Todo ello se mantuvo en el aria a dos «Tiemblo al ver al Dueño mío», con una proyección de ambas voces excelente, afinación muy bien trabajada, tanto a nivel individual como en los pasajes a dos, a lo que sumar un cuidado del manejo sonoro en la orquesta, mimando las articulaciones rítmicas y solventando la escritura con importante suficiencia, a pesar de lo escueto de la plantilla, dado que siempre es complejo defender las partes con un solo instrumentista. Precioso momento en la cadencia a dúo, tanto de la primera sección como en el final del da capo, repleta de sutilezas y belleza sonora, en el que fue sin duda uno de los pasajes de mayor impacto en la velada. Canto muy expresivo en ambos, brilló este dúo con momentos a tutti de considerable vuelo.
Bonito detalle el de Miguélez Rouco dejando salir a sus instrumentistas a saludar sin ambos solistas vocales, en un reconocimiento a su notable labor en esta velada. Como regalo a los asistentes, una pieza instrumental –que no se anunció–, en la que pudimos observar una vez más la gran destreza de Miguélez Rouco en las castañuelas –un modelo original del siglo XVIII rescatado de un monasterio gallego–. Aunque quizá se hubiera agradecido otra obra vocal en la que hubieran podido participar todo los implicados en el programa, fue sin duda un final alegre y luminoso para una velada de poderoso patrimonio español en formato de cámara, que sigue ofreciendo una perspectiva muy halagüeña de la residencia artística del alto y su agrupación en el CNDM. Veremos qué nos deparan en la próxima cita…
Fotografías: Elvira Megías/CNDM.
Compartir