Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 8-X-2020. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Lucía Martín-Cartón, soprano; Paçalin Zef Pavaci, concertino y director. Programa: Obertura de La clemenza di Tito de Mozart; «Giunse alfin il momento… Deh vieni non tardar» de Le nozze di Figaro de Mozart; «Vorrei spiegarvi, oh Dio!» de Mozart; Obertura de L'occasione fa il ladro de Rossini; «Voi la sposa… Deh non tradirmi» de L'occasione fa il ladro de Rossini; y Cuarta sinfonía de Beethoven.
La profesión de director de orquesta surgió en pleno siglo XIX cuando las grandes formaciones sinfónicas requirieron una guía firme que se colocase delante de ellas y les ayudase a combinar adecuadamente las intervenciones solistas con los tutti a la hora de abordar partituras de enorme complejidad y duración, tales como los dramas wagnerianos, las sinfonías de Mahler o los poemas sinfónicos de Richard Strauss, por poner tan solo algunos ejemplos de composiciones que, difícilmente, podrían interpretarse con solvencia sin la labor de un director de orquesta o maestro concertatore, como lo llaman en Italia.
Para las obras anteriores al romanticismo era el propio compositor [Mozart al piano, por ejemplo], o el concertino del grupo el encargado de dirigir la orquesta y servir de referencia a los demás –para evitar pérdidas y desajustes en el conjunto–, mientras interpretaba su propia parte. En el caso de estos últimos, el arco del violín hacía las veces de batuta inequívoca y la posición de preeminencia visual que ocupaba el concertino permitía llevar a buen puerto la ejecución de piezas que hacían las delicias del público. Así se recuerda cómo Johann Strauss II dirigía sus valses en Viena –a la vez que tocaba el violín–, algo que fue imitado por los maestros que ahondaron en su tradición musical: Willi Boskovsky y Lorin Maazel. En otras ocasiones en que las orquestas han querido homenajear a un añorado maestro desaparecido, han interpretado una pieza sin director, con la intención visual de que el vacío del podio significase contenido y presencia. Sin embargo, fuera de estos intentos –más bien intencionados que otra cosa–, la interpretación de una obra por parte de una orquesta sin director aparente, sino solo guiada a través de las indicaciones de un instrumentista, suele estar circunscrita a la ejecución de música antigua, barroca y del clasicismo. Nikolaus Harnoncourt dirigía el Concentus Musicus Wien desde el violonchelo en sus inicios, Neville Marriner fundó la famosa orquesta de cámara de la Academy of Saint Martin in the Fields como violinista y sin director titular, camino por el que han seguido la violinista Monica Huguet o Jordi Savall en sus respectivos grupos musicales. A veces, si la confianza de los músicos lo permitía, el impulsor de estas iniciativas podía colocarse en medio de sus compañeros y dirigir mientras tocaba, ejerciendo una dirección más clara y predominante aunque no subiese al podio. Así nos encontramos a Simon Rattle tutelando en 2013 las tres últimas sinfonías de Mozart [sin podio y coqueteando con el historicismo] o al fabuloso Daishin Kashimoto dirigiendo de pie Las cuatros estaciones de Vivaldi entre los Berliner Barock Solisten en un perfecto ejemplo de lo que se llamó en los años noventa un «semidirector», es decir, un primus inter pares de los integrantes de la orquesta, a los que no se impone, sino que lidera. Algunos de ellos le cogieron gusto a la experiencia y emprendieron una carrera como directores de orquesta, con todas las de la ley. Así lo hicieron Joseph Silverstein [antiguo concertino de la Boston Symphony Orchestra], Wolfram Christ [antiguo primer viola de la Berliner Philharmoniker] o, incluso, Radek Baborak [afamado trompista de la Berliner Philharmoniker durante unos años], pero, a decir verdad, con menos calidad artística que la que desempeñaban como integrantes de sus respectivos conjuntos.
No sé si ese podrá ser el futuro artístico del albanés Paçalin Zef Pavaci, que ejerció como concertino y director en el segundo programa de abono de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Esta orquesta ya ha sido dirigida por algunos de sus integrantes: por los violinistas Éric Crambes [con un programa conjunto de Vivaldi y Piazzola], y Vladimir Dmitrienco [para algunos conciertos de cámara], incluso por el violista Jerome Ireland en algún concierto reivindicativo ofrecido por la orquesta en la Plaza Nueva durante la crisis económica. En cualquier caso, la dirección de Pavaci superó las experiencias anteriores y no solo lo hizo con un impulso virtuoso en la ejecución de su instrumento [algo que puede servir de ejemplo a los demás], sino por una característica nada despreciable que seguramente aprendería siendo tantas veces conducido por su amigo Lorin Maazel: dar las entradas de manera sutil y hacer visible el pulso de la música con todos los resortes del cuerpo consiguiendo sea casi imposible para los músicos perderse. Así todas las obras estuvieron ejecutadas con solvencia y confianza, más incluso de la que muestra la orquesta en otras ocasiones en que es dirigida de manera tradicional. Pavaci ejerció de «semidirector» sin batuta, sin situarse en medio y casi sin mirar a sus compañeros para no molestarles en sus intervenciones. Él tiró de arco, de impulso [a veces hasta levantándose de la silla levemente], y hasta de respiración, para que la música fluyese sana, natural y libre. Es cierto que las piezas propiamente instrumentales [las oberturas de Mozart y Rossini, incluso la Cuarta sinfonía de Beethoven], no sonaron como productos sofisticados emanados de la mente de un experto director invitado, también es verdad que tampoco sonaron «a época», esto es que no hubo ninguna intención historicista a la hora de abordar estas partituras, pero sí lo hicieron llenas de una energía campechana. A lo mejor no es preciso una grabación de las mismas, pero sí sirvieron para ofrecer una agradable velada musical a los melómanos de Sevilla en los momentos tan duros que nos ha tocado vivir.
Mención aparte merece la soprano vallisoletana Lucía Martín-Cartón, que hizo mejor papel en el concierto que Savall ofreció en noviembre de 2017 en honor a Murillo en el Teatro de la Maestranza que en la tarde del pasado jueves. Con una voz un tanto corta y algunos problemas con los agudos acometió páginas extremadamente difíciles de Mozart [estuvo mejor en el aria de ópera que en la de concierto, donde fue más destacable la actuación del oboísta González Monteagudo] y Rossini, pero donde verdaderamente mostró un gusto exquisito fue en la propina de Alcina de Haendel, aunque las cuerdas se sirviesen impropiamente del vibrato. Nada hubo en estos pequeños extractos operísticos de la dramaturgia que les caracterizan y definen, ni en la voz ni en los escasos gestos.
La orquesta se sometió a la cantante como una cómoda alfombra por la que transitar hacia la salida. Luego abordó la sinfonía beethoveniana igual de optimista que deslavazada, algo que provocó el aplauso entre movimientos. El sueño de toda formación musical lo alcanzó estos días la Sinfónica de Sevilla: tocar sin director, pero sintiéndose absolutamente segura transitando por la vía que le abría un magnífico «semidirector». Si esto es lo que se necesita de una orquesta de nivel como esta o si es lo que demanda el público parece un debate aparte que no tiene visos de resolverse hasta que no acabe esta trágica situación de pandemia.
Fotos: Guillermo Mendo
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