Una conjunción de solistas como pocas veces puede verse sobre un escenario unieron fuerzas con la estratosférica orquesta alemana para ofrecer unas versiones tan apabullantes como repletas de hermosura, en uno de los alegatos «bachianos» más inmensos que se recuerdan sobre las tablas del Auditorio Nacional.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 02-III-2020. Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Obras de Johann Sebastian Bach y Carl Philipp Emanuel Bach. Isabelle Faust [violín barroco] • Xenia Löffler [oboe barroco] • Akademie für Alte Musik | Bernhard Forck [violín barroco y concertino].
Él, que tenía el más profundo conocimiento de todos los artes contrapuntos (e incluso ardides), supo cómo subordinar el arte a la belleza.
Carl Philipp Emanuel Bach [atribuida].
No mucho se ve y escucha a las grandes orquestas historicistas alemanas por estos lares. Menos, a buen seguro, de que lo merecen por calidad y en comparación con otros conjuntos que quizá visitan nuestros escenarios en exceso. Y de entre todas ellas, quizá la Akademie für Alte Musik Berlin [Akamus] es la más excelsa de cuantas el país germánico ha regalado a los amantes del repertorio de los siglos XVII y XVIII con instrumentos de época y criterios historicistas. Es difícilmente, no solo superable, sino tan siquiera igualable, el nivel que esta agrupación alcanza y que fue plasmado de forma excepcional en el Auditorio Nacional, en un nuevo concierto del exitoso ciclo Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM]. En repertorio uno de sus fetiches, Johann Sebastian Bach (1685-1750), con una leve aparición de uno de sus hijos más destacados, Carl Philipp Emanuel (1714-1788). La mera presencia de Akamus sobre el escenario ya es motivo de regocijo, pero si además se unen a dos solistas de auténtico relumbrón, como son la violinista Isabelle Faust y la oboísta Xenia Löffler, la cosa se presenta ya más que interesante.
Sin un título para su programa –la música de Bach no necesita presentaciones ni aditamentos–, este se conformó principalmente sobre el género del concierto, ya saben, aquellos ejemplos conservados especialmente de sus dos últimas etapas compositivas en Köthen [1717-1723] y Leipzig [1723-1750]. Son épocas fructíferas para Bach en lo referente a la música instrumental, concertada y orquestal –de hecho las más fructíferas, si dejamos a un lado las composiciones para teclado–: a estas dos ciudades les debemos colecciones como las magníficas Sonatas y Partitas para violín solo, las 6 suites para violonchelo solo, los conocidos como Conciertos de Brandemburgo o las 6 suites para orquesta, entre sus obras más destacados y celebradas; pero también la serie de conciertos dedicados al clave [con uno, dos, tres y hasta cuatro solistas], sus conciertos para violín y los ejemplos conservados para este con oboe, buena parte de ellos readaptaciones de conciertos previos y que fueron interpretados, a buen seguro, por el célebre Collegium Musicum, la orquesta de músicos con la que Bach ofrecía conciertos en lugares tan conocidos como el Café Zimmermann.
Comenzó la velada con el Concierto para dos violines en re menor, BWV 1043, que data de la época al servicio del príncipe Leopold de Anhalt-Köthen, cuya orquesta, y en concreto los violinistas Joseph Spiess y Martin Friedrich Marcus, lo estrenaron. Ya desde el mismo inicio se pudo comprobar que lo que íbamos a presenciar los allí presentes sería algo grande. Pocas orquestas historicistas en el mundo actualmente tienen la capacidad de epatar de manera tan apabullante con tan solo unos pocos compases. El empaque y la sonoridad de la sección de cuerda resulta único, además de la profundidad sonora y expresiva de un continuo tan sobrio como efectivo, conformado únicamente por dos chelos barrocos, un violone y el clave –finalmente la fagotista Katrin Lazar, que entiendo debía acompañar el concierto para violín y oboe se cayó de la plantilla anunciada–. El Vivace inicial comenzó con unos leves desajustes entre los dos violines solistas, encargados aquí a la propia Faust y al concertino de la agrupación, Bernhard Forck, los cuales fueron subsanados con la celeridad y la eficacia que caracteriza a Akamus. El balance y equilibrio entre cada una de las líneas, tanto entre sendos solistas como entre estos con el tutti, así como la pulquérrima sincronía entre todos los instrumentistas implicados resultó certeza y milimétrica, no solo en este concierto, sino a lo largo de toda la velada. En general, el discurso de Faust resultó más ajustado que el de Forck, que se afanó por lograr la excelencia –que logró en muchos momentos–, pero «batirse el cobre» con una violinista de esa talla son palabras mayores. El delicado y hermosísimo Largo ma non tanto central presentó un acompañamiento magistral, delineado en su justa medida por los catorces miembros de Akamus, con un tratamiento muy refinado y clarificador de las sutiles disonancias, en una expresión de este movimiento con un tempo ligero pero en absoluto carente de la profundidad expresiva y la densidad textural que requiere, con una afinación, por lo demás, tan perfecta como impactante, además de un trabajo muy pulido sobre las dinámicas, logrando una sensación de vaivén muy expresivo en los acentos de su 12/8. En su Allegro conclusivo es necesario remarcar en magnífico trabajo de contraste llevado a cabo por solistas y orquesta, con unos pasajes imitativos muy logrados entre ambos violines, con cada uno de ellos aportan una expresión propia, pero siempre cercana en sonido y carácter entre ellos.
Como interludio antes de un nuevo concierto «bachiano», una de las magníficas sinfonías de su hijo C.P.E., la Sinfonía en do mayor, Wq 182, tercera de una colección de obras sinfónicas para cuerda y continuo publicadas en 1773, que encarnan de manera magistral su transición entre el estilo galante y una anticipación del Sturm und Drang de autores posteriores. El cambio de carácter entre la escritura de padre e hijo fue asumido con total naturalidad, adaptándose a la perfección a un estilo y período que le sienta especialmente bien a este conjunto, porque su escritura, que se deleita en la melodía, a través de cascadas de escalas muy exigentes, fue plasmada con una imperial solvencia. Magnífica, a su vez, la plasmación del vigor rítmico que define el primero de los temas del Allegro assai inicial, entre otras enormes virtudes en su interpretación de esta obra: logradísimo dramatismo por medio del trabajo sobre los silencios, impactante la labor sobre las dinámicas, con un contraste expresivo maravillosamente remarcado en la sección B del primer movimiento, además de un impecable cambio de textura; magnífica sincronía en las rápidas y exigentes figuraciones de los violines en el Allegretto conclusivo, en un retrato perfecto de lo que supone el trabajo llevado a cabo por Akamus desde hace años.
Para finalizar la primera parte se interpretó el célebre Concierto para oboe y violín en do menor, BWV 1060R, una reconstrucción de un primigenio concierto para dos claves [c. 1736], se presenta de nueva con la habitual estructura del concierto «vivaldiano» en tres movimientos y su contraste entre los pasajes a solo y los ritornelli del acompañamiento. Muy ágil su Allegro inaugural, con un exquisito tratamiento de los pasajes a unísono del inicio, repletos de musicalidad y un fraseo maravillosamente definido por la orquesta antes de dar entrada a las dos solistas de excepción, que ofrecieron probablemente el momento más maravilloso de la toda la noche. El diálogo entre ambas resultó tan fluido, natural, rebosante de honestidad y carente de cualquier tipo de impostura, que ante esto poco o nada puede decirse. Pero no solo, sino que la visión tan refinada y aparentemente despreocupada de esta música aportó momentos de una belleza y hondura expresiva que no son habituales sobre un escenario. El movimiento central, ese Adagio de hermosura casi sin igual, fue plasmado con una inteligencia expresiva inconmensurable, cuidando el sonido al extremo –únicamente se puede achacar a Löffler un punto de excesiva presencia sonora en el balance general de pasajes concretos–. Fue, sin duda, una versión muy personal, en la que se omitió el acompañamiento en pizzicato habitual en la mayoría de versiones, evidenciando unas articulaciones muy marcadas en el oboe solista y con unas muy sutiles ornamentaciones en el violín de Faust. Fue, sin duda, un momento muy especial, de esos que uno anhela escuchar cuando se planta ante una partitura como esta. El movimiento de cierre fue interpretado con una poderosa pulcritud rítmica para acompañar a los exigentes pasajes virtuosísticos para el violín, solventados con notable suficiencia por Faust. De las bondades de esta violinista poco se puede decir, por lo que es necesario alabar con efusividad el concurso de Löffler aquí, porque su calidad interpretativa, lograda profundidad expresiva y sonora –su registro grave en el movimiento central fue uno de los momentos más hipnóticos de todo el programa– y su inmensa musicalidad hacen de ella una intérprete superlativa. No muchos pueden compartir escenario con una violinista del nivel de Faust y no solo salir lograr indemne del diálogo, sino hacerlo de manera absolutamente triunfante, lo que da buena muestra de la exorbitada talla que esta oboísta barroca atesora. Con esta interpretación se hizo patente algo que no siempre se considera como debiera: la capacidad de conjuntos alemanes como este para conjugar la perfección técnica e interpretativa con una visión muy cálida y expresiva de las partituras de Bach.
Para la segunda parte, dos conciertos para violín solo y una de las descomunales sonatas en trio para órgano. Comenzando por la obra que enmarcaron sendos conciertos, la Sonata en trío en do mayor, para dos violines y bajo continuo, BWV 529, se trató de una transcripción llevada a cargo por Richard Gwilt de una de esas seis sonatas en trío para órgano [BWV 525-530] que Bach compusiera probablemente ya en su estancia en Leipzig. Son obras que deben mucho al modelo «corelliano» de la sonata en para dos violines y continuo, pero que Bach traslada al órgano –cada una de las dos manos encarnan los violines mientras el pedalier se encarga del continuo–. Lo que se hizo aquí, como lleva siendo habitual desde hace años, fue devolver la esencia del original a estas obras organísticas bachianas, invirtiendo el modelo para rebuscar en el modelo. Cualquiera de las seis sonatas son obras maestras, en un estilo muy italiano concebido en tres movimientos –aquí transgrede, como es habitual en su caso, el modelo, que en el caso de Corelli solía tener al menos cuatro movimientos–. Esta BWV 529 fue ofrecida con Faust y Forck a los violines, acompañados en un sobrio y magníficamente elaborado continuo por Katharina Litschig [chelo barroco] y Raphael Alpermann [clave]. Leves problemas de afinación entre los violines en el movimiento inicial, que fue rápidamente solucionado y obscurecido por la brillantez de la concepción contrapuntística y la eficaz diafanidad del continuo. El Largo central estuvo caracterizado por la plasmación perfecta del pasaje de notas breves en contratiempo entre violines, así como la muy sutil definición del cromatismo. El fugato inicial del tercero de los movimientos fue dibujado con envidiable limpidez, acompañado por un continuo inteligente y siempre bien equilibrado, destacando aquí los momentos más virtuosísticos del violonchelo. Precioso, por lo demás, el recurso de la 2.ª añadida por el violín I en el acorde final de la obra.
Para los dos conciertos a solo que completaron la segunda parte del concierto se contó con una Faust en auténtico estado de gracia. No es habitual evidenciar, por parte de un solista, una perfección tan apabullante de forma tan humilde. Pocos violinistas hay en la actualidad –los dedos de una mano sobran– que sean capaces de plasmar con tal brillantez y comprensión estos conciertos, pero además ser capaces de brillar también en repertorios muy exigentes de épocas tan distintas, desde el Barroco al siglo XX, pasando por el gran Romanticismo europeo. Faust es, en estos términos, una violinista única. El Concierto en sol menor, para violín, cuerda y bajo continuo, BWV 1056R, fue la primera muestra de esa grandeza, con una aproximación imponente. Faust no evita el uso del vibrato, pero acude a él de forma tan selectiva y apropiada, que se agradece una visión tan inteligente y efectiva de este recurso. Su fluidez en la mano izquierda [movimiento inicial], la naturalidad del fraseo, su plasmación ornamental tan bella, la flexibilidad de sus articulaciones [Largo], su gestión tan bien entendida de la energía, con una versión sin duda personal pero de enorme musicalidad, así como el tratamiento tan sutil del staccato y el trino [Allegro final] fueron solo algunas de las mayúsculas virtudes ofrecidas aquí. No menos brillante en el Concierto en re menor, para violín, cuerda y bajo continuo, BWV 1052R –ambos reconstruidos de conciertos posteriores para clave, intentado encontrar en ellos la probable configuración original para violín–, en cuyo movimiento inaugural demostró su capacidad para gestionar las dinámicas de manera muy particular –una versión que para los más puristas quizá resulta excesiva–, además de una solvencia abrumadora en las posiciones altas, logrando gran tersura y calidez en su registro medio-grave, entendiendo muy bien el virtuosismo «bachiano», sin forzarlo, impactando por su perfección en los pasajes a dobles cuerdas y dibujando una cadenza solista de inigualable impacto. El Adagio resonó con una enorme profundidad orquestal en el registro grave inicial, dando paso a un pasaje muy evocador del violín, de nuevo haciendo un uso muy dramático del vibrato, pasando con subyugante capacidad del doliente registro medio-grave al luminoso agudo sin apenas evidenciar un cambio. El Allegro conclusivo sirvió como despedida de un conjunto orquestal cuya limpidez y concepción del balance pueden servir de espejo en el que mirarse para cualquier agrupación de primer nivel mundial. Muy delicado y controlado el trabajo sobre los crescendi, con Faust sobrevolando con impactante magisterio el exigente pasaje central, haciendo gala de una naturalidad y elegancia en el arco que es muy difícil adjetivar para hacerle total justicia.
Ante la avalancha de vítores por parte del público, se ofrecieron hasta dos obras fuera de programa, comenzando por la maravillosa y pastoral Sinfonía introductoria de la cantata «Himmelskönig, sei willkommen», BWV 182, que presenta una muy adecuada escritura para violín y flauta de pico –con Löffler demostrando su versatilidad como inérprete– sustentadas sobre un sutil acompañamiento orquestal de acordes en el continuo y pizzicato en la cuerda. Maravilla. Por su parte, y ya solo con Faust como solista, se ofrecieron los dos últimos movimientos [Minuet y Badinerie] de la Suite para orquesta n.º 2 en si menor, BWV 1067, en una brillante transcripción para violín del original para traverso, que terminó de hacer las delicias de los asistentes. Pocas veces puede escuchar una conjunción entre solistas instrumentales y orquesta tan bien trabajada, con tanta genialidad, inteligencia y entendidmiento sobre el escenario. Sin duda, uno de los conciertos más impresionantes y memorables de toda la temporada, que refrenda la increíble talla de Faust y Löffler, pero especialmente en nivel descomunal de un conjunto como Akamus, a los que no cabe sino inclinarse a su paso...
Fotografías: Rafa Martín/CNDM.
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