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Crítica: Hopkinson Smith inaugura el ciclo que la Fundación March le dedica al esplendor del laúd

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Autor: Mario Guada
4 de marzo de 2020

El intérprete suizo-estadounidense regresa a la Fundación de la calle Castelló, treinta y siete años después de su última actuación, para ofrecer el inicio de este ciclo dedicado al esplendor del laúd, con un exquisito programa dedicado a los grandes laudistas ingleses, en el que evidenció que sigue en un notable estado de forma.

Mad Hoppy: le elegancia de una leyenda

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 29-II-2020. Fundación Juan March. De Dowland a Weiss: el esplendor del laúd. I. Orígenes ingleses. Obras de Anthony Holborne, John Johnson, Gregorio Huwet y John Dowland. Hopkinson Smith [laúd renacentista de ocho órdenes].

Oh, Dowland, de improviso robas mi pobre mente,
las cuerdas que tañes abruman mi pecho.
El dios con su poder divino dirige tus temblorosos dedos,
entre todos los grandes dioses debería ser el primero…
Pero tú, bendito, detén tus divinas manos;
ahora, por un momento detén tus divinas manos.
Mi alma se diluye, no me la arrebates.

Thomas Campion: Poemata [1595].

   Cuando uno ve sobre el escenario a alguien de la talla de Hopkinson Smith, tiene la sensación de estar ante una leyenda. No es para menos, pues este neoyorquino nacionalizado suizo, país en el que lleva residiendo desde hace décadas, ha sido sin duda uno de los referentes en la interpretación de instrumentos de cuerda pulsada del Renacimiento y Barroco, por cuyo magisterio en Basel han pasado muchos de los que han sido, son y serán los intérpretes más destacados de estos instrumentos. Smith es, junto a figuras de la talla de Paul O’Dette, Robert Barto o Rolf Lislevand, el último vínculo que une a los intérpretes actuales con el gran Eugen Dombois (1931-2014), una de las figuras trascendentales en la recuperación del laúd y sus distintos repertorios de los siglos XVI a XVIII, pero también del catalán Emilio Pujol (1886-1980), uno de los pioneros en el rescate de la vihuela de mano y sus repertorios. Smith lo ha sido todo en este ámbito, un referente absoluto en la interpretación del laúd renacentista –una de sus últimas grabaciones está dedicado, precisamente a los compositores que protagonizaron este programa, pero también le ha dedicado referencias discográficos a autores de la talla de Francesco da Milano, Albert de Rippe y Pierre Ataignant–, pero también de la vihuela –quien no recuerda sus grabaciones dedicadas a Luys de Narváez, Alonso Mudarra y Luys Milán–, la guitarra barroca –registros dedicados a la obra de Francisco Guerau y Gaspar Sanz–, o la tiorba –grabaciones protagonizadas por Robert de Visée–. De cualquier manera, si hubiera que recordar a Smith por solo un instrumento, quizá este sería el laúd barroco, al cual ha dedicado gran parte de sus esfuerzos y cuyas grabaciones del repertorio francés [Dennis y Ennemond Gaultier, François Defaut, Charles Mouton y Jacques de Gallot], así como del centroeuropeo [Johannes Hieronymus Kapsperger, Sylvius Leopold Weiss y sobre todo Johann Sebastian Bach] son hoy día reverenciadas como auténticas joyas de la fonografía.

   Dicho lo cual, es comprensible la expectación que había en torno a este concierto, que suponía el regreso del suizo a este escenario tras 37 años de ausencia –la última vez acudió a la Fundación Juan March lo hizo como miembro del afamado Hespèrion XX, conjunto que él mismo cofundó en 1974 junto a Montserrat Figueras, Lorenzo Alpert y Jordi Savall–. La sensación era la de las grandes ocasiones, de hecho, se habilitaron algunas sillas sobre el escenario para acoger a un mayor número de asistentes –algo muy poco habitual en esta sala–. Bajo el título Orígenes ingleses se inauguraba un ciclo que la March dedica al instrumento, con un total de tres de conciertos programados para ejemplificar la evolución De Dowland a Weiss: el esplendor de laúd. Inglaterra, que ha sido siempre un país tremendamente atento a las producciones musicales de importancia, no permaneció ajeno a la trascendencia de este instrumento, el cual vivió una auténtica edad dorada a lo largo del siglo XVI, especialmente en el ámbito de la Inglaterra isabelina. Fueron varios los autores que destacaron en este momento, tanto dentro como fuera de las islas, pero siempre con el espíritu británico que les es propio. No es posible pasar por alto el nombre de quien fue «uno de los mejores intérpretes de su tiempo, y aunque su música pronto fue reemplazada en Inglaterra, tuvo una profunda influencia en el continente, donde pasó gran parte de su carrera. Ahora es reconocido como el mejor compositor inglés de música para laúd y canciones con laúd» [Peter Holman/Paul O’Dette]. Su vida es siempre expuesta como uno de los ejemplos de exilio musical más importantes de su tiempo. Y así fue, pues Dowland se fue de su país natal por supuestos motivos religiosos –siendo él un católico recusante, no se entiende que le forzaran a marcharse, máxime cuando la propia Elizabeth I acogió bajo su seno protestante a otros en su misma situación, como William Byrd–, pasando etapas más o menos largas en países como Dinamarca, Alemania o Italia.

   De él se interpretaron una selección con algunas de sus piezas para laúd más representativas. De las cerca de cien obras que se han conservado para laúd solo –en diferentes fuentes–, la gran parte debieron interpretarse en un laúd de siete órdenes [cuerdas dobles], aunque según Holman y O’Dette, en su juventud debió tañer uno de seis y al final de su vida lo hizo en uno de hasta nueve órdenes. Smith tocó para la ocasión su laúd renacentista de ocho órdenes [1974], que lleva la firma del constructor Joel van Lenepp. A través del laudista y compositor alemán Johann Stobäus se sabe que Dowland cambió de la antigua posición de «pulgar debajo» a «pulgar hacia afuera», lo que produjo un «sonido más claro, nítido y brillante». De él se ofrecieron aquí algunos ejemplos de sus obras en formas de danza escondidos tras descriptivos títulos que referencian personas: Mrs. White's Nothing [Jig/Giga], Mr. Dowland's Midnight [Almain/Allemanda] y [The Right Honourable the] Lady Clifton's Spirit [Galliard/Gallarda]. En la segunda, Smith mostró una notable solvencia para concentrar el sonido en las agilidades, con un gran trabajo de los trinos, y haciendo un uso muy expresivo del vibrato en la última de ellas, una pieza de importante complejidad por lo cambiante y caprichoso de su escritura, tanto en el aspecto rítmico y de sus acentos, como en el tonal. Por lo demás, el magnífico trabajo de recomposición en dos de estas piezas –Jig y Almain, pues ambas están en cierta forma incompletas– por parte de Smith resultó tan magistral como imposible de identificar si no se conocen los entresijos. Otras de las obras firmadas por Dowland aquí interpretadas fueron Forlon Hope, que Smith interpretó de forma muy firme sobre el impactante cromatismo inicial, en una elaboración un tanto más confusa linealmente en la parte central y mostrando algunos problemas en los complicados pasajes de acordes, pero exhibiendo una capacidad virtuosística todavía formidable en el exigente pasaje contrastante hacia el final de la pieza. Le acompañaron dos magníficas fantasías y uno de sus preludios, sirviendo la Fantasía n.º 5 –de extremada exigencia– con un discurso realmente fluido, mientras que en la Fantasía n.º 6 delineó con magistral visión su pasaje fugado, definiendo de manera muy pulcra su escritura contrapuntística. Por su parte, el Preludio evidenció su poderosa capacidad para equilibrar el contraste entre la horizontalidad y verticalidad de su escritura.

   El otro gran protagonista de esa velada vespertina fue Anthony Holborne (c. 1545-1602), autor muy valorado por el primero, de quien se ofrecieron una serie de piezas extraídas de las poco más de cincuenta que se conservan de su mano. En un primer bloque se pudieron escuchar Fare Thee Well [maravilla fluidez del discurso sonoro], Muy Linda [importante solvencia en las agiidades], My Selfe [que evidenció una máxima de «Hoppy» en este momento: el poso y la marca que dan los años por encima de la destreza y la técnica] y Mad Dog [interpretada con una importante brillantez en la mano izquierda, elaborando además el contrapunto y la filigrana rítmica con la clarividencia que da llevar toda una vida dedicada a tañer estos instrumentos]. De él también interpretó Passion y The Fairy Round, finalizando la velada con As it Fell on a Holy Eve y Heigh Ho Holiday, evidenciando menor limpieza en los pasajes más rítmicos y quizá acusando el cansancio del recital.

   Por su parte, John Johnson (c. 1545-1594) fue el tercero de los autores británicos representados, aunque de forma menor, pues tan solo interpretó una de sus obras, Day’s End, cuyos pasajes lentos fueron elaborados de manera muy expresiva y extraordinariamente reflexiva. Tan solo una obra se interpretó también del cuarto autor representado, el laudista y compositor flamenco Gregorio Huwet [o Huet] (c. 1550-c. 1616), a quien Dowland conoció y a quien alabó en diversas ocasiones. De nuevo Stobäus certificó en Huwet la adopción de una nueva técnica en la mano derecha, siendo posible que fuera este quien introdujera a Dowland en una nueva técnica del pulgar. Se conservan apenas unas pocas piezas para laúd de su mano, destacando sus piezas de danza, pero también sus tres originales y excepcionales fantasías, una de las cuales fue interpretada por Smith –en la que el intérprete aprecia indudablemente la mano de Dowland–, de increíble tratamiento cromático y un desarrollo contrapuntístico muy elaborado, convirtiendo a esta en una de las obras más exigentes de todo el programa, que fue solventada sin alardes, pero con la suficiencia que solo la experiencia y el poso de alguien de esta talla puede aportarle.

   No fue, en términos de brillantez técnica, un concierto para el recuerdo. Hopkinson Smith supera las siete décadas, e inevitablemente su suficiencia, la proyección del sonido y el apabullante dominio de antaño ya no son tales en la actualidad. No obstante, y a pesar de los errores y la falta de limpieza que se le pudieron achacar en múltiples momentos, «Hoppy» ofreció algo mucho más valioso que todo esto: mucha verdad y una inmensa honestidad sobre el escenario. Sigue manteniendo su esencia, esa de hombre elegante, de caballero del laúd, exhibiendo una prestancia que pocas veces acompaña a quienes tañen un repertorio, que por otro lado destila refinamiento. Cuando todo esto sucede, lo demás pasa a un segundo plano. No hay muchos intérpretes en la actualidad que puedan sobrevivir al paso de los años y el devenir de estos tiempos en los que las «viejas glorias» son sepultadas por figuras de meteóricas carreras y jóvenes promesas que en muchos casos tan siquiera conocen a estos grandes maestros; afortunadamente, no estamos ante un intérprete cualquiera. Cuando uno pasar a engrosar la lista de las leyendas, tras más de cuatro décadas en lo más alto de la interpretación y la pedagogía, puede permitirse que los oyentes –más o menos cualificados auditivamente y con un conocimiento mayor o menor en cuanto al repertorio– se olviden de los aspectos que se dirigen tan solo al análisis de los parámetros objetivables, esos a los que los críticos tenemos que recurrir de manera recurrente. En esta ocasión me voy a permitir obviarlos, porque lo que este intérprete mostró sobre el escenario de la March trascendió otra dimensión, esa en la que solo los grandes de verdad logran instalarse a lo largo de su carrera...

Fotografías: Dolores Iglesias/Fundación Juan March.

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