El conjunto británico, comandado por su fundador, ofreció una versión absolutamente irregular de este magnífico oratorio, en la que únicamente la orquesta, gracias a una sección de cuerda en estado de gracia, y algunos destellos de los solistas, lograron levantar el vuelo.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 17-XII-2019. Auditorio Nacional de Música. Ibermúsica. Messiah, de George Frideric Handel [concierto extraordinario de Navidad]. Keri Fuge [soprano], Hilary Summers [contralto], Nick Pritchard [tenor], Edward Grint [bajo] • The King’s Consort | Robert King.
Sus oratorios rebosan salud. Por lo que a mí respecta, me transmiten la idea del cielo, un lugar donde todo el mundo canta tenga voz o no.
Horace Walpole [1743].
No hay –o no debería haberla– Navidad sin música. Y no hay música en Navidad sin el celebérrimo Messiah, HWV 56, de Georg Frideric Handel (1685-1750), estrenado en la capital irlandesa en 1742. Una vez más, Ibermúsica programaba este oratorio como concierto extraordinario de Navidad, con el fin de acercar a su público una de las obras sacras más maravillosas que han existido, por más que su relación con estas fechas es el resultado de posteriores usos que no estaban presenten en la intencionalidad de Handel al componerla.
Ahondando por un momento más en ese aspecto –el de la unión de esta obra con el período navideño–, ese que supone uno de los misterios musicales más insondables que se recuerdan, es bueno recurrir a David Vickers, el musicólogo y especialista «handeliano» británico, quien lo explica del siguiente modo: «El establecimiento del Messiah como una institución inglesa venerada para la Navidad y las Sociedades Corales tiene una historia larga y complicada. Algunos extractos son familiares para casi todos, a diferencia de cualquier otro trabajo de su prolífico e incomprendido compositor. Messiah sigue siendo el trabajo más conocido de Händel, aunque este no fue un estado que disfrutó hasta los últimos años de su vida, provocado por las interpretaciones anuales en las temporadas de oratorios de Händel y en los conciertos benéficos en el Hospital Foundling –una organización para niños desfavorecidos que todavía existe hoy, como Fundación Thomas Coram–. Originalmente no fue concebido como una tradición navideña, pues su microcosmos de doctrina cristiana y fe fue planeado para dar qué pensar en tiempos de Cuaresma y Pascua. La popularidad de la obra creció a través de eventos como la conmemoración del centenario de Händel [Westminster Abbey, 1784] y aquellas épicas interpretaciones victorianas a gran escala, protagonizadas por miles de artistas en el Crystal Palace. Todos estos eventos se alejaron progresivamente del mundo musical de Händel, intentando interpretarlo con coros y orquestas ridículamente grandes, a menudo con partes ‘nuevas’ creadas para instrumentos adicionales. Sin embargo, las ‘mejoras’ mal aconsejadas crecieron hasta tal punto que los editores y directores del siglo XIX lograron distorsionar el Mesías más allá de su origen händeliano. Fue tal malentendido lo que llevó a Berlioz a describir la música de Händel como ‘un barril de cerdo asado y cerveza’ –el innovador maestro francés de la orquestación romántica obviamente no reconoció la brillantez que irradia gran parte de la partitura original de Händel–. La abrumadora popularidad de Messiah no solo llevó a una idea errónea del carácter musical y las intenciones artísticas de Händel, sino que también eclipsó a casi todos los demás trabajos que compuso, excepto Water Music y Fireworks Music, ambos también muy poco típicos de sus habilidades orquestales. […] Händel se estableció en Inglaterra a lo largo de casi cinco décadas, tiempo durante el cual logró asimilar todos los estilos musicales nacionales que había vivido –italiano y alemán– y especializarse en óperas y oratorios. Estos oratorios eran casi siempre narraciones dramáticas que funcionaban como óperas inglesas compuestas para conciertos en teatros como el Covent Garden. La mayoría se basan en historias bíblicas o religiosas, pero algunas, como Semele y Hercules, son descaradamente seculares. Incluso el Mesías, que no cuenta una historia en términos convencionales y, por lo tanto, es diferente a casi todos los demás oratorios barrocos, demuestra ampliamente las habilidades de Händel como un compositor operístico».
Sea como fuere, la cuestión es que se trata de una obra tan maravillosa, que ya poco importa si escucharlo en estas fechas es adecuado o no. La música –y especialmente eso que llamamos canon– tiene estas cosas. La historia de la creación de este oratorio, así como el devenir de su autor por la capital irlandesa, son bien conocidas. La historia de las versiones de la obra es interesante, dado que la original de 1742 es solo factible a través de reconstrucciones, como la que en su día fue grabada por John Butt y su Dunedin Consort. Posteriormente se encuentra la versión de 1752, para cuatro solistas [SATB], que suele interpretarse con cierta asiduidad y que es considerada la «única» versión auténtica para cuatro solistas, dado que la posterior, para el Foundling Hospital [1754], requiere de cinco [SSATB]. Lo habitual desde hace décadas es interpretar una versión reorganizada en la que se toma números de las diversas versiones para acometer una especie de versión estandarizada, pero que tiene poco de original.
Los designios de Ibermúsica quisieron que fueran Robert King y su The King’s Consort –a punto de cumplir 40 años de existencia, parones incluidos– los encargados de protagonizar esta velada navideña, en una decisión que, a tenor de lo escuchado, no resultó excesivamente acertada. La cuestión no es que este sea un conjunto que está a años luz de lo que en día fue; ni siquiera lo es el supuesto dilema moral que supone contratar a una persona que ha estado pagando en la cárcel por una serie de abusos –un argumento esgrimido con cierta facilidad y que no debe servir, nunca, como baremo para medir la calidad de un intérprete–. La verdadera cuestión –al menos lo que cabría esperarse de un programador– es si realmente este es un conjunto del nivel necesario actualmente para pisar el escenario de una institución que se vanagloria de presentar a su público los «mejores orquestas y solistas del mundo». Es necesario decir que The King’s Consort hace tiempo que dejó de ser, sin duda, un conjunto historicista de primer nivel mundial. No lo digo yo; su trayectoria y resultados hablan por sí solos.
No fue el suyo un Messiah carente de calidad en ciertos parámetros, pero ni mucho menos brillante. En un momento como el actual, en el que existe una oferta tan inmensa de conjuntos de estas características, las medianías no pueden ser sino símbolo del fracaso. Hay que definir algunos aspectos de su interpretación que clarifiquen el porqué de estos calificativos. No comenzó la velada con malos augurios, au contraire. La orquesta se alzó con contundencia y elegancia sobre la magnífica obertura, marcando los derroteros por los que iba a iba a transitar la velada desde la perspectiva orquestal, sin duda la gran triunfadora de la noche, especialmente merced al trabajo sobresaliente de la sección de cuerda [5/4/2/2/1], liderada con mano firme y mucha sutilidad por Alida Schat. Sonido terso, límpido, de notable profundidad expresiva, excepcionalmente equilibrado entre las líneas, con un logrado trabajo sobre el contrapunto, un minucioso trabajo en el intercambio imitativo de las melodías, con unas articulaciones milimétricamente labradas por los primeros y segundos violines, así como un uso inteligentemente selectivo del vibrato, en unas interpretaciones de enorme viveza y vigorosidad, impulsadas por su director, que quiso plasmar una versión rebosante de contrastes, en la que la energía –casi purificadora– se convirtió en una marca de la casa esa noche. No es, desde luego, nada sencillo acometer una interpretación de esta altura en una sección que, a todas luces, tiene el papel más relevante dentro del entramado orquestal, dado que es la encargada de sostener prácticamente la totalidad de las arias y coros con absoluto protagonismo, algo que no siempre sucede en los oratorios «handelianos». De haber contagiado esta espléndida calidad al resto de agentes interpretativos, estaría hablando aquí de una de las mejores versiones que se recuerdan. Pero no fue el caso… Y no fue solo porque el resto protagonistas –desde otras secciones orquestales, pasando por los solistas y el coro– no brillaron a dicha altura, sino porque en muchos casos desmerecieron su presencia de manera flagrante en relación a lo escuchado en la cuerda.
Interesante presencia del continuo, que alcanzó también un nivel bastante alto, con un buen trabajo al clave de Menno van Delft y el órgano positivo de Richard Growes –que en algunos momentos exhibió demasiada presencia sonora–, así como los violonchelos barrocos de Viola de Hoog y Timothy Smedley, y el contrabajo barroco de Christina Sticher –de notable densidad sonora–, apoyados de manera efectiva y con vehemente expresividad por el fagot barroco de Sally Jackson. Correctos los oboes barrocos de Mark Baigent y Nicola Barbagli, por más que tuvieron ciertos problemas en los unísonos con la cuerda y especialmente problemas de coordinación con el coro a la hora de doblar sus partes –en mayor medida por los problemas presentados por los cantores que por el desenvolvimiento de los oboístas–. Especial mención merece el concurso de las trompetas barrocas –con agujeros– de Peter Mankarious y John Hutchins, que se movieron con agilidad y destreza en la siempre exigente escritura concebida por el compositor germano-británico. Merecido aplauso merece el primero de ellos por su magníficamente delineada presencia en la célebre aria «The trumpet shall sound», aunque King decidió eliminar el da capo –no fe el único momento en el cercenó sin pudor algunas de las partes del oratorio– y restar minutos para su lucimiento.
Si uno de los tres grandes pilares de esta magna obra lo constituye la sección de cuerda, los otros dos están sustentados por los solistas vocales y por el coro. De un coro inglés se espera siempre lo mejor, porque su tradición coral es envidiable y un referente a nivel mundial, y porque cuentan con la mejor cantera de cantores de conjunto del mundo. King, que conoce a la perfección ese universo, pues bebió de él gran parte de su vida, presentó para la ocasión un conjunto excesivamente escueto para la enorme exigencia coral que supone este oratorio, en el que el coro tiene probablemente el papel más complicado, cansado y evidente de la obra. Contaba con seis sopranos y cuatro cantores para cada una de las restantes secciones, lo que sin duda complicó el empaste en varios momentos, especialmente en los pasajes con agilidades y figuraciones más rápidas. Tanto tenores como bajos sufrieron las inclemencias «handelianas» aquí, exponiendo claros problemas rítmicos, de conjunción en la emisión e incluso leves desajustes en la afinación –algo casi inaudito para un conjunto vocal de este nivel en Gran Brataña–. El trabajo imitativo entre las partes, un recurso que Handel explota de manera considerable aquí, no fue plasmado con la claridad y el trabajo de orfebrería requeridos [«All we like sheep have gone astray» o «And with his stripes we are healed»], mostrando articulaciones diversas, enfoques vocales excesivamente distantes –las voces masculinas pecaron de excesiva vigorosidad, en contraposición a unas voces «femeninas» de tintes más luminosos y delicados– y una disparidad de opiniones respecto a los tempi escogidos, que en varios momentos hizo complicado a la orquesta poder unificarse con rigurosidad a lo cantado por cada una de las partes –el «Amen» final, por ejemplo–. Los coros de Handel, de una monumentalidad apabullante, pero especialmente de una profundidad emocional que impacta poderosamente, requieren de un coro trabajo hasta la extenuación, al menos si es que lo que se quiere plasmar es algo especial y a la altura real de la calidad de lo cantado. De lo contario, el resultado queda sencillamente entre lo correcto y lo insustancial, como aquí sucedió. Afortunadamente, algunos destellos pudieron hacer justicia para con Handel, además de la calidad de los cantores –no nos equivoquemos, es un problema de falta de trabajo, no de talento–. «Since by man came death» –ese coro con tantas reminiscencias a Purcell– fue un ejemplo de que estos cantores pueden hacer cosas sustanciosas cuando todo funciona. Falto, en general, un mayor trabajo de conjunto, buenas dosis de refinamiento –tenores y bajos especialmente y por ese orden–, así como un mayor logro en el empaste de la línea de altos –la mixtura entre los tres contratenores y la alto no logró funcionar con fluidez–. Sin duda las sopranos fueron las encargadas de brillar al nivel que se espera de un conjunto de estas características en todo un Messiah.
Por su parte, los solistas rindieron a niveles diversos y muy distantes entre sí. Entre lo mejor, sin duda las voces masculinas, con un Nick Pritchard de gran interés –ojo a este tenor, que puede hacer cosas importantes en el futuro– que, si bien no dispone de unas cualidades canoras exorbitantes, es capaz de utilizarlas con sumo criterio. Posee un timbre bello, de tintes casi argénteos, pero sobre una musicalidad muy destacada, con una línea de canto que fue capaz de exhibir con elegancia y sutileza en momentos como los iniciales «Comfort ye me people» y «Ev’ry valley sahll be exalted» –delicado y reflexivo el primero, luminoso y virtuosístico el segundo–. Buen nivel el ofrecido también por Edward Grint, que posee un registro extenso –incluso el grave suena con cierto recorrido a pesar de la inmensidad de la sala sinfónica–, con un timbre de refinada nobleza, que en la zona media logra gran proyección y que es capaz de ir hacia al agudo con cierta ligereza. Acometió con éxito momentos complicados, como el ya mencionado «The trumpet shall sound» e incluso «Why do the nations so furiously rage together», moviéndose con cierta destreza en los escollos vocales servidos por Handel, aunque le costó naturalizar con la fluidez necesaria las agilidades.
En cuanto a las protagonistas femeninas, nivel medio el ofrecido por la soprano Keri Fuge, que sufrió notablemente para mantener un discurso firme en aquellas arias con cierta exigencia de la coloratura [«Rejoice greatly, O daughter of Zion» y especialmente «But who may abide the day of His coming»], sin exhibir una solvencia apabullante en el agudo, por lo demás. Mejor en los momentos más delicados, sobre todo en la hermosa «How beautiful are the feet», donde pudo hacer gala de una línea de canto de hermoso timbre, buena proyección y una emisión pulida, de notable gusto. Lo menos afortunada de la noche corrió de la voz de la contralto Hilary Summers, otrora excepcional cantante, pero cuya presencia desmereció sus años de gloria. Ni en la luminosidad [«O thou that tellest good tidings to Zion»] ni en la sombra [«He was despised and rejected of men»] logró impactar, a pesar de tener dos de las arias más hermosas del oratorio. Todavía posee un registro medio-grave de empaque, pero también una tendencia hacia la tensión y a una emisión excesivamente obscura. Messiah es, entre otras cosas, una obra de hitos. Uno espera mucho de ciertos momentos, y sin duda el aria «He was despised and rejected of men» es uno de ellos. Hace falta mucha solvencia vocal y una profundad expresiva superlativa para superar con nota la prueba. No fue el caso.
Robert King demostró que sigue siendo un director de firmeza, con gesto muy claro y atento a los más mínimo detalles. De hecho, planteó una versión bastante dramática, en la que pasajes más furibundos se destacaron para contrastar más claramente con los más reflexivos. Incluso su planteamiento dinámico estuvo concebido con detalle, pero no siempre se lograron los resultados aparentemente expuestos sobre el papel. Buenas pretensiones que sin embargo no fueron llevadas a buen término en muchos casos, lo cual es, obviamente, responsabilidad suya. Resulta difícil comprender como alguien forjado en el mundo coral, que concibe un Messiah evidentemente trabajado en su cabeza, es capaz de permitir tantos y flagrantes desajustes entre coro y orquesta. La elección de los solistas es otra cuesitón, pues está sobrevenida por diferentes factores, que es difícil analizar por lo variables y personales. Sorprendió, asimismo, la falta de trabajo en algunos aspectos, como en las recurrentes y tan impactantes disonancias que Handel gusta de introducir en varias de los acordes finales de sus coros, pero también en el acompañamiento orquestal de algunas arias, que fueron solventadas casi por compromiso, sin incidir en ellas. Magnífico trabajo de la cuerda, con buen apoyo del resto del elenco orquestal, medianías vocales entre los solistas –con excepción de las masculinas– y un coro muy por debajo de lo requerido. Lástima que una versión que podría ser excepcional se quede en mediocre por una aparente falta de trabajo. Es necesario mencionar, para terminar, el terrible resultado de las traducciones sobreimpresionadas en las pantallas –primera aproximación de Ibermúsica a este recurso–, aparente fruto de un traductor informático más que de una traducción profesional*. Un error incomprensible para una institución de esta talla...
*N.B.: Se indica desde Ibermúsica que la traducción utilizada es la de la Nueva Biblia de Jerusalén, de 1998.
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