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Crítica: Sarah Connolly y Julius Drake en el XXV Ciclo de Lied del CNDM y el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Mario Guada
14 de marzo de 2019

Coetáneos, pero heterogéneros

Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 11-III-2019. Teatro de la Zarzuela. XXV Ciclo de Lied. Centro Nacional de Digusión Musical y Teatro de la Zarzuela. Obras de Johannes Brahms (1833-1897), Hugo Wolf (1860-1903), Albert Roussel (1869-1937), Claude Debussy (1862-1918) y Alexander von Zemlinski (1871-1942). Sarah Connolly [mezzosoprano], Julius Drake [piano].

   Reconocido es que la mezzosoprano Sarah Connolly (1963) es una atractiva y excelente intérprete de música barroca y también de música contemporánea, aunque en estos momentos está evolucionando hacia un repertorio más denso –el wagneriano–. La recordamos en el reparto de Das Rheingold, como Fricka, el pasado enero en el Teatro Real. Siendo ésta su primera actuación en el Ciclo de Lied, la soprano se decantó por una segunda parte nutrida casi al completo de Lieder poco frecuentes –tampoco escuchados en este Ciclo– y pertenecientes a autores que se programan muy de cuando en cuando, al menos en nuestro país. Nos referimos a los cuatro seleccionados de Albert Roussel, así como a los Sechs Lieder auf Gedichte von Maeterlinck (Seis Canciones sobre Poemas de Maeterlinck), Op. 13, que firmara Alexander von Zemlinski en los años que van de 1910 a 1913.

   En este sentido, el recital fue ganando en dificultad y atractivo dadas las distintas formas de entender el Lied (o sea, la resultante –a partir de distintas proporciones y preeminencias– de la voz, del piano y los versos) por parte de los restantes compositores convocados a este recital, todos ellos coetáneos: Brahms, Wolf y Debussy. Para que ello pueda administrarse en las dosis ideales, es imprescindible la perfecta sinergia entre la cantante y el pianista –en esto, Julius Drake (1959) es una absoluta garantía–. Aquella debe ocuparse de modular la potencia de los versos a través del tamiz de su canto. Con Brahms, el canto ha de ser «la tercera mano del piano»; En Zemlinski, será el absoluto protagonista; y en Wolf, el texto prevalecerá sobre el canto. En cuanto a Roussel y Debussy, sobre todo por los textos en francés, éstos pueden llegar a «entorpecer» el canto entendido como sonido montado sobre el texto (y no al revés).

   En las cinco canciones de Johannes Brahms destacaron los medios vocales puestos en juego por Connolly, que mantuvo como dinámica soporte «marca de la casa» un bello y expresivo mezzoforte que supo modular en sonoridad de forma muy efectiva. Expresó festividad y espíritu jocoso en «Ständchen» (Serenata), así como relativizó y serenó el carácter en «Da unten im Tale» (Allá abajo, en el valle). En «Feldeinsamkeit» (Soledad en los campos) y Die Mainacht (La noche de mayo), dio muestras de la belleza de su carnoso y lírico instrumento en las tesituras más graves, con verdadero color de mezzo, así como pudimos observar su capacidad de igualar su instrumento en el registro agudo, que siempre supo resguardarse de la estridencia. Para terminar esta sección, «Von ewiger Liebe» (Del amor eterno), donde reina el forte para expresar la fortaleza y la perdurabilidad del amor, la artista supo encuadrarla dentro de una tensión inercial canora de muchos quilates.

   Otra de las virtudes de nuestra cantante, que se puso muy de manifiesto en el universo Hugo Wolf –por lo que hemos explicado al principio sobre la preeminencia del verso sobre la voz, aunque no sobre el piano, debido a que éste «copia» la rítmica de los versos–, fue su exquisita dicción de los textos, procedentes de distintos poetas a los que Wolf recurriría de forma habitual (Mörike, Goethe, Eichendorff…). Destacó, como no podría ser de otra forma, «Kennst du das Land wo die Zitronen blühn?» (¿Conoces la tierra donde florece el limonero?), donde el dúo con el piano se realiza de poder a poder, dado que contesta agitado cuando la voz se impone: «Kennst du es wohl?» (¡¿En verdad la conoces?!). En dicha versión, ambos artistas consiguieron elaborar una interpretación electrizante de la historia. De igual forma, perfectamente dicha y floreada –con los correspondientes quejidos de la gitana– resonó «Die Zigeunerin» (La zíngara), que cerró de forma bucólica –amor y naturaleza aunados– la primera parte del recital.

   En francés se ofrecieron los correspondientes Lieder de Albert Roussel y Claude Debussy, percibidos como una suerte de estilo homogéneo –no en vano, el primero se vio fuertemente influenciado por el segundo– que la mezzosoprano supo aunar en comunión con una también muy buena intencionalidad y dicción francesas. Obviamente –y como diferencial a favor–, en Debussy queda de manifiesto el gran peso que se concede al instrumento pianístico, dado que el lenguaje al que dotó al mismo no tendría parangón hasta la llegada del mismísimo Chopin. La movida gracieta de «Le bachelier de Salamanque» (El Bachiller de Salamanca), dio paso después a la parsimoniosa «Le jardin mouillé» (El jardín mojado), muy bien ambientada por Drake en el jardín que describe el piano. La delicada y hedonista «Invocation» (Invocación) y «Nuit d’Automne» (Noche de otoño), dieron final a esta parte. Y ya en compañía de Debussy se cantaron con la sensualidad y colorismo apropiados «Trois Chansons de Bilitis» (Tres canciones de Bilitis), en honor a la poetisa griega –que vivió en la Isla de Lesbos– de la que el autor –Pierre Louys (1870-1925)– tradujo los versos que hablan fundamentalmente del amor entre mujeres.

   La última parte del recital estuvo dedicada a las Seis canciones sobre poemas de Maeterlinck, que en nuestra opinión decantaron –junto con el Roussel ya comentado– el valor diferencial de un recital que, si bien no levantó pasiones, sí que entendemos supo y pudo arrebatar la psique del respetable por contraposición al típico apasionamiento que nos roba el corazón y deja más al descubierto nuestros sentimientos. Destacamos del grupetto la difícil «Die Mädchen mit den verbundenen Augen» (Las doncellas de los ojos vendados), la tenebrosa y ruda «Als ihr Geliebter schied» (Cuando se marchó su amado), que además liga su melodía a la del piano.

   Con aplausos cálidos y muy bien acogidos por el público asistente fueron despedidos Sarah Connolly y Julius Drake (que ya es veterano en el Ciclo). Ellos correspondieron al público con tres propinas. La primera de las cuales fue «King David», del compositor inglés Herbert Howells (1892-1983), canción triste que narra la historia del monarca del Antiguo Testamento que se vuelve sereno por la canción de un ruiseñor. Las dos siguientes fueron sendas canciones del cuaderno Siete Canciones Populares Españolas, de Manuel de Falla: «Nana» y «El paño moruno», que la artista cantó con correctas trazas idiomáticas y de estilo. Esperamos, tanto de nuestro querido Ciclo de Lied como de Sarah Connolly que ambos hayan quedado tan mutuamente satisfechos que podamos volver a disfrutar a esta singular artista en próximas ediciones.

Fotografía: Christopher Pledger.

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